El honorable colegial (16 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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Se había instalado, más o menos, en Thurloe Square, donde vivía su madrastra, la tercera Lady Westerby, en un pisito coquetón, atestado de grandes antigüedades salvadas de otros hogares abandonados. Ella era una mujer gallinesca y pintarrajeada, gruñona como algunas beldades viejas, que solía acusarle de delitos reales o imaginados, como fumarle su último cigarrillo o traer barro a casa tras sus obsesivos paseos por el parque. Jerry se lo tomaba todo con buen ánimo. A veces, cuando volvía tarde, a las tres o las cuatro de la mañana incluso, sin sueño aún, aporreaba la puerta de su dormitorio para despertarla, aunque lo más frecuente era que estuviera despierta; y, una vez maquillada, le acompañaba, sentándose al borde de su cama, con su camisón de frufrú y una
crême de menthe frappée
en la zarpita, mientras Jerry se espatarraba en el suelo, entre una mágica montaña de cachivaches, trajinando con lo que él llamaba su equipaje. El montón de trastos estaba formado por cosas inútiles de lo más diverso: viejos recortes de Prensa, montones de periódicos amarillentos, documentos legales atados con cinta verde e incluso un par de botas de montar hechas a la medida, con la horma puesta pero verdes de moho. Jerry trataba de decidir, en teoría, lo que necesitaba de todo aquello para su viaje, aunque raras veces llegaba más allá de un recuerdo de algún tipo, que les llevaba a una cadena de evocaciones. Una noche, por ejemplo, desenterró un álbum con sus primeros artículos periodísticos.

—¡Mira, Pet, aquí hay uno muy bueno! ¡Westerby arranca la máscara al culpable! ¿Verdad que esto hace latir más de prisa el corazón, amiga mía? ¿Verdad que resucita los viejos ánimos?

—Deberías haberte metido en el negocio de tu tío —replicó ella muy satisfecha. El tío en cuestión era un rey de la grava, al que Pet utilizaba pródigamente para subrayar la falta de previsión del viejo Sambo.

Otra vez, encontraron la copia de un testamento del viejo, de años atrás («Yo, Samuel, llamado también Sambo, Westerby»), entre un montón de facturas y correspondencia de procuradores, todo dirigido a Jerry en su calidad de albacea, y todo manchado de whisky o de quinina, y— que empezaban «Lamentamos».

—Una sorpresa este chisme, ¿eh? —murmuró incómodo, cuando era ya demasiado tarde para enterrar de nuevo el sobre en el montón—. Creo que podríamos tirar este papelucho, ¿no te parece, querida?

Los ojos de botón de bota de su madrastra relampaguearon furiosos.

—Léelo en voz alta —ordenó, en un tono de voz teatral y retumbante, y ambos se lanzaron de inmediato a vagabundear por las insondables complejidades de legados que donaban a nietos, proveían de dinero para estudios de sobrinos y sobrinas, preveían los ingresos de su esposa durante el resto de su vida, el capital asignado a Fulano en el caso de muerte o matrimonio, los codicilos que recompensaban favores, los que castigaban ofensas.

—Mira, ¿sabes quién era éste? Aquel primo terrible, Alde, el que fue a la cárcel. Santo Dios, ¿para qué querría dejarle dinero a
él?
¡Para que se lo gastara en una noche!

Y codicilos que velaban por el futuro de los caballos de carreras que de otro modo podrían acabar bajo la cuchilla: «Mi caballo
Rosalie,
de Maison Laffitte, junto con dos mil libras al año para su cuidado… Mi caballo
Intruder,
al que están preparando ahora en Dublín, a mi hijo Gerald mientras duren sus vidas respectivas, con el sobrentendido de que los mantendrá hasta sus muertes naturales…»

El viejo Sambo, profundamente enamorado, como Jerry, de un caballo.

Y también para Jerry. Acciones. Para Jerry sólo las acciones de la empresa. Millones. Un respaldo, poder, responsabilidad; todo un mundo inmenso a heredar y por el que brincar… un mundo ofrecido, prometido incluso, y negado luego: «Mi hijo dirigirá todos los periódicos del grupo de acuerdo con los criterios y la práctica que yo utilicé durante mi vida.» Se acordaba incluso de un bastardo: una suma de veinte mil, libre de cargos, a la señorita Mary Algo del Green, Chobham, madre de mi hijo reconocido Adam. Sólo había un problema: la despensa estaba vacía. Las cifras contables disminuían progresivamente a partir del día en que el imperio de aquel gran hombre entró en liquidación. Cambiaban luego a rojo y volvían a crecer convirtiéndose en largos insectos chupasangre que crecían a miera por año.

—En fin, Pet —dijo Jerry, en el silencio ultraterreno del casi amanecer, mientras volvía a tirar el sobre en la montaña mágica—. Ya estás harta de él, ¿verdad, querida?

Y se volvió hacia el montón de descoloridos periódicos (últimas ediciones de los hijos de la inteligencia de su padre) y, como sólo los veteranos de la Prensa pueden hacer, se abrió paso rápidamente entre todos.

—Él, donde está ahora, ya no podrá seguir cazando muñequitas, ¿eh, Pet? —gran crujir de papel—. No sé cómo podrá pasar sin ello. Porque ganas no le faltarán, estoy seguro.

Y en tono más tranquilo, volviéndose y mirando a la muñequita inmóvil del borde de su cama, cuyos pies apenas si llegaban a la alfombra, añadió:

—Tú fuiste siempre su
tai—tai,
querida mía, su número uno. Siempre te defendió. Me decía: «Pet es la chica más guapa del mundo.» Esas mismos palabras me decía. Una vez me dijo a voces en Fleet Street: «La mejor mujer que he tenido.»

—Maldito diablo —dijo su madrastra en un súbito y suave flujo de puro dialecto North Country, mientras las arrugas se le amontonaban como pinzas de cirujano alrededor del rojo pliegue de los labios—. Condenado. Le odio con todas mis fuerzas.

Y permanecieron así un rato, los dos en silencio, él jugueteando con sus trastos y mesándose el pelo, ella sentada, unidos en una especie de amor hacia el padre de Jerry.

—Deberías haberte metido en el negocio de la grava con tu tío —suspiró, con la agudeza de la mujer desengañada.

En su última noche, Jerry la invitó a cenar y después, a la vuelta, ella le sirvió el café en lo que quedaba de la vajilla de Sèvres. El detalle provocó un desastre. Jerry metió su tosco índice imprudentemente en el asa de la tacita y ésta se quebró con un leve
pif,
que Pet, venturosamente, no captó. Con un habilidoso manoteo, Jerry logró ocultar el desastre, ganar la cocina y hacer el trueque. Pero nada escapa a la ira de Dios. Cuando su avión hizo escala en Tashkent (había conseguido un pase por la transiberiana) descubrió, asombrado, que las autoridades rusas habían abierto un bar en un rincón de la sala de espera: en su opinión, era una prueba sorprendente de la liberalización del país. Y cuando hurgó en el bolso de la chaqueta buscando billetes para pagarse un vodka doble, encontró en su lugar un lindo signo interrogante de porcelana con los bordes mellados. Renunció al vodka.

Y en los negocios fue igualmente dócil, igualmente condescendiente. Su agente literario era un viejo conocido del criquet, un pretencioso de orígenes inciertos que se llamaba Mencken y a quien llamaban Ming, uno de esos tontos congénitos a quienes la sociedad inglesa, y el mundo editorial más en concreto, están siempre dispuestos a hacer un sitio. Mencken era fanfarrón y extrovertido y lucía una barba canosa, quizás con el propósito de sugerir que escribía los libros que vendía. Comieron en el club de Jerry, un local grande y sucio que debía su supervivencia a la asociación con clubs más humildes y a las repetidas peticiones de ayuda por correo. Agazapados en el comedor medio vacío, bajo los ojos marmóreos de los constructores del Imperio, lamentaron la falta de jugadores rápidos en el Lancashire. Jerry declaró que ojalá Kent fuese capaz «de darle como es debido a esa maldita pelota, Ming, en vez de picotearla». En Middlesex, convinieron, algunos de los jóvenes que estaban empezando eran bastante buenos: pero «Dios Santo, te has fijado cómo les persiguen», dijo Ming, moviendo la cabeza y cortando la carne al mismo tiempo.

—Lástima que te desinflases —chilló luego, para Jerry y para cualquiera que se interesase en oírle—. Nadie ha conseguido aún hacer la novela del Oriente de hoy, en mi opinión. Greene lo consiguió, pero a Greene no hay quien le aguante, yo no puedo, la verdad, apesta a papismo. Bueno, Malraux si te gusta la filosofía, pero a mí no me gusta. Maugham se puede soportar, y antes de él hay que ir hasta Conrad. Salud. ¿Quieres que te diga una cosa?

Jerry llenó el vaso de Ming, que continuó:

—Mucho ojo con el rollo Hemingway. Toda esa gracia bajo presión, amor cuando te rebanan los huevos de un zambombazo. No gusta, ésa es mi opinión. Es algo que ya está
dicho.

Jerry acompañó a Ming hasta el taxi.

—¿Quieres que te diga una cosa? —repitió Mencken—. Frases más largas. Vosotros, los periodistas, cuando os metéis a hacer novelas, escribís demasiado breve. Párrafos breves, frases breves, capítulos breves. Veis las cosas tamaño columna, en vez de ver páginas. A Hemingway le pasaba lo mismo. Siempre intentando escribir novelas en una caja de cerillas.

—Adiós, Ming. Y gracias.

—Adiós, Westerby. Dale recuerdos a tu padre. Debe ser bastante mayor ya, supongo. Pero eso nos pasa a todos.

Jerry estuvo a punto de mantener el mismo buen humor hasta con Stubbs; pese a que Stubbs, como habría dicho Connie Sachs, como director administrativo del grupo, no era ninguna excepción. Su escritorio estaba atestado de pruebas de imprenta manchadas de té, tazas manchadas de tinta, los restos de un bocadillo de jamón muerto de viejo. Y Stubbs miró ceñudo a Jerry allí sentado, frente a él, entre todo aquello, como si Jerry fuera a quitárselo.

—Querido Stubbs. Honra de la profesión —exclamó Jerry, abriendo la puerta de golpe, y se apoyó en la pared, las manos a la espalda, como para que no se le desmandasen.

Stubbs mordió con fuerza algo que tenía en la punta de la lengua, antes de volver a la ficha que estaba estudiando en medio de los cachivaches amontonados en su escritorio. Stubbs lograba que resultaran ciertos los chistes más manidos sobre directores. Era un hombre amargado, de gruesa papada gris y gruesos párpados que parecían embadurnados de hollín. Seguiría con el diario hasta que las úlceras cayesen sobre él y entonces le mandarían al dominical. Al cabo de un año, le cederían a las revistas femeninas para atender pedidos de niños hasta que le llegase la jubilación. Entretanto, era tortuoso y malévolo, y escuchaba todas las llamadas telefónicas que se recibían de los corresponsales sin decirles que estaba escuchando.

—Saigón —gruñó, y con un bolígrafo mordido señaló algo en un margen. Su acento londinense se complicaba con otro un poco artificioso que le había quedado de la época en que el canadiense era el acento propio de Fleet Street—. Navidades de hace tres años. ¿Te suena?

—¿Pero de qué hablas? —preguntó Jerry, aún contra la pared.

—Hablo de
fiestas —
dijo Stubbs, con sonrisa de verdugo—. Camaradería y buen humor en el despacho. Cuando la empresa era lo bastante imbécil para mantener allí a un corresponsal. La fiesta de Navidad. La diste tú.

Leyó de una ficha:

—«Para comida de Navidad, Hotel Continental, Saigón.» Luego, enumeras a los invitados, exactamente como te pedíamos que hicieras. Periodistas locales, fotógrafos, chóferes, secretarias, botones, yo qué sé. Setenta libras nada menos cambiaron de mano en pro de las relaciones públicas y la alegría festiva. ¿Recuerdas?

Y, sin pausa apenas, continuó:

—Entre los invitados, incluyes a Smoothie Stallwood. Estaba
allí,
¿no? Stallwood. ¿Hizo su número de siempre? ¿Lo de engatusar a las más feas, con las palabras justas?

Mientras esperaba la respuesta, Stubbs volvió a mordisquear lo que tuviese en la punta de la lengua. Pero Jerry siguió apoyado en la pared, dispuesto a esperar todo el día.

—Somos una empresa periodística de izquierdas —dijo Stubbs, era una de sus frases favoritas—. Eso significa que desaprobamos la caza del zorro y nos basamos, para nuestra supervivencia, en la generosidad de un millonario iletrado. Los archivos dicen que Stallwood comió aquella Navidad en Fnom Penh, derrochando hospitalidad con personalidades del Gobierno camboyano, Dios le guarde. He hablado con Stallwood, y él cree que estuvo allí. En Fnom Penh, claro.

Jerry se acercó perezosamente a la ventana y asentó el trasero en el viejo radiador negro. Fuera, a menos de dos metros de él, colgaba sobre la transitada acera un mugriento reloj, regalo del fundador a Fleet Street. Era media mañana, pero las manecillas estaban paradas en las seis menos cinco. En el portal de enfrente dos hombres leían el periódico. Llevaban los dos sombrero, el periódico les tapaba la cara, y Jerry pensó en lo agradable que seria la vida si las sombras, los que vigilan y siguen al prójimo, tuvieran aquel aspecto en la vida real.

—Todo el mundo estafa a este pobre tebeo, amigo Stubbs —dijo pensativo, tras otro prolongado silencio—. Tú incluido. Estás hablando de hace tres cochinos años. Olvídalo ya, hombre. Ése es mi consejo. Métetelo por el pasaje trasero. Es el mejor sitio para guardarlo.

—No es un tebeo, sino un periodicucho. Un tebeo es un suplemento en colores.

—Para mí es un tebeo, muchacho. Siempre lo fue, siempre lo será.

—Bienvenido —canturreó Stubbs con un suspiro—. Sea bienvenido el favorito del director.

Cogió un impreso de contrato.

—«Nombre: Westerby, Cleve Gerald» —declamó, fingiendo leer el impreso—. «Profesión: Aristócrata. Sea bienvenido el hijo del viejo Sambo.»

Tiró luego el contrato sobre la mesa.

—Estarás en los dos. En el dominical y en el diario. Siete días de renglón, desde guerra a pornografía. Ni contrato fijo ni pensión, gastos al nivel más bajo posible. Lavandería sólo durante los desplazamientos, y eso no significa la colada de toda la semana. Recibirás una tarjeta de crédito para mandar telegramas, pero no la usarás. Mandas simplemente por carga aérea el reportaje y por télex nos das el número de la nota de embarque y nosotros colgaremos tu artículo del clavo cuando llegue. Pago posterior según los resultados. La BBC se digna también, amablemente, aceptar tus entrevistas de viva voz a las ridículas tarifas habituales. El director dice que es bueno para el prestigio del grupo, aunque no sé lo que pueda significar eso. En cuanto a sindicación…

—Aleluya —dijo Jerry en un largo susurro.

Y acercándose a la mesa, cogió el bolígrafo mordido, húmedo aún de la boca de Stubbs y, sin mirar siquiera a su propietario ni el contenido del contrato, garrapateó su firma en un lento zig—zag a lo largo del final de la última página, con una pródiga sonrisa. En aquel mismo instante, como convocada para interrumpir el sacro acontecimiento, abrió sin ceremonias la puerta de una patada una chica en vaqueros que lanzó sobre la mesa un nuevo fajo de galeradas. Sonaron los teléfonos (quizá llevaran un rato sonando), se fue la chica haciendo ridículos equilibrios en sus enormes tacones de plataforma. Asomó una cabeza extraña a la puerta y gritó: «Es la hora del rezo del viejo, Stubbs.» Luego apareció un subalterno y, momentos después, Jerry se vio obligado a hacer el recorrido: administración, corresponsales extranjeros, editorial, pagos, diario, deportes, viajes, las espectrales revistas femeninas. Su guía era un barbudo licenciado de veinte años y Jerry le llamó «Cedric» a lo largo de todo el ritual. En la acera, se detuvo, balanceándose ligeramente, de talón a puntera y atrás otra vez, como si estuviera borracho, o aturdido por los golpes.

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