Conduzco a la luz de una luna que me recuerda la sangre hasta llegar a casa. Cuando enfilo el camino de acceso, empieza a sonar mi móvil.
—Soy James.
Detecto un tono en su voz que me alarma.
—¿Qué ocurre?
—Esos hijoputas… —contesta con voz temblorosa.
Jack Jr.
—Cuéntame lo ocurrido.
Oigo su respiración a través del teléfono.
—Hace unos veinte minutos llegué a casa de mi madre. Cuando iba a llamar a la puerta, vi un sobre pegado a ella con cinta adhesiva. Mi nombre estaba escrito en él. De modo que lo abrí. —James respira hondo y prosigue—: Contenía una nota, y…
—¿Qué?
—Un anillo. El anillo de Rosa.
Rosa era la hermana de James, la que murió. Él iba a visitar su tumba mañana junto con su madre. Una macabra intuición empieza a formarse en mi mente.
—¿Qué decía la nota?
—Una sola línea. «Rosa ya no RIP.»
Siento una opresión en la boca del estómago.
—El anillo que contenía el sobre… —prosigue James con tono desesperado—. La enterramos con él, ¿comprendes?, Smoky.
La opresión que siento en la boca del estómago se intensifica. No respondo.
—De modo que llamé al cementerio. Hablé con un guardia de seguridad que fue a comprobarlo, y confirmó mis sospechas.
—¿Qué sospechas, James? —Creo saberlo, pero se lo pregunto confiando en equivocarme. El corazón me late aceleradamente.
Él respira hondo. Al hablar, lo hace con voz entrecortada.
—Ha desaparecido, Smoky. Me refiero a Rosa. Esos cabrones han exhumado su cadáver.
Apoyo la frente en el volante. Los latidos de mi corazón son tan violentos que parece como si éste fuera a estallar.
—James…
—Smoky, ¿sabes cuántos años tenía Rosa cuando ese hijoputa la asesinó? Veinte. Tenía veinte años y era inteligente, buena y preciosa, y ese tipo tardó tres días en matarla. Eso fue lo que me dijeron. Tres días. ¿Sabes cuándo dejó mi madre de llorar su muerte? ¡Jamás! —grita James.
Me enderezo. Aún tengo los ojos cerrados. De pronto comprendo qué es lo que he detectado en la voz de James que me ha sorprendido. Dolor. Dolor y vulnerabilidad.
—No sé qué decir. ¿Estás…? ¿Quieres que vaya a verte? Dime lo que quieres que haga. —Mis palabras suenan tan huecas como yo me siento. Impotente.
Tras un largo silencio, seguido por un suspiro entrecortado, James contesta:
—No. Mi madre está arriba, echada, llorando y arrancándose el pelo. Tengo que regresar junto a ella, necesito… —James no termina la frase—. Están haciendo lo que dijeron que harían.
—Sí.
Me siento vacía. Le cuento lo de Elaina.
—¡Hijoputa! —grita. Casi siento sus esfuerzos por dominarse—. Cabrón. —Otro silencio—. Ya me las arreglaré. No vengas. Tengo la sensación de que esta noche recibirás otra llamada telefónica.
Siento de nuevo un aleteo en el estómago. El asesino dijo que iba a hacer que cada uno de nosotros perdiéramos algo. Aún no se ha puesto en contacto con Leo.
—Quiero atrapar a ese cabrón, Smoky. No pararé hasta conseguirlo.
Hoy he oído esas palabras, expresadas de forma distinta, en otras dos ocasiones. La perspectiva de oírlas de nuevo me provoca una sensación de ira y desesperación.
—Yo también, James —digo tratando de controlar mi voz—. Ve a consolar a tu madre. Llámame si me necesitas.
—No te necesitaré.
Otro ejemplo de dolor y vulnerabilidad.
James cuelga y permanezco un rato en el coche, en la entrada de mi casa, contemplando la luna. Durante unos instantes, unos breves instantes, me dejo arrastrar por uno de esos momentos egoístas y mezquinos que sólo los que ocupamos un puesto de responsabilidad podemos experimentar. Soy responsable de esas personas. Siento que les he fallado, pero en este momento de egoísmo su bienestar no me preocupa, sólo lamento que estén bajo mi responsabilidad.
Sujeto el volante y lo giro con fuerza.
—Pero están bajo tu responsabilidad —murmuro, y el momento de egoísmo se desvanece dando paso a un intenso odio.
Entonces hago algo que he hecho en otras ocasiones: me pongo a gritar en el coche, al tiempo que golpeo el volante, a la luz de la puta luna.
Es la terapia particular de Smoky.
E
N cuanto entro, marco el número del móvil de Leo. El teléfono suena y suena sin que nadie responda.
—¡Maldita sea, Leo, cójalo!
Por fin responde. Su voz suena cansada e inexpresiva. El corazón me da un vuelco.
—¿Dónde estás, Leo?
—Estoy en el veterinario con mi perro, Smoky.
La normalidad de su respuesta me anima un poco durante unos instantes.
—Alguien le amputó las cuatro patas. Tengo que sacrificarlo. —Me quedo helada. Perpleja. A Leo se le quiebra la voz, emite un chasquido seco como un plato de porcelana al estrellarse contra un ladrillo—. ¿Quién puede ser capaz de hacer una atrocidad así, Smoky? Cuando llegué a casa me lo encontré tendido en el cuarto de estar, tratando de… tratando de… —El dolor de Leo hace que parezca como si se atragantara mientras trata de buscar las palabras adecuadas—. Tratando de arrastrarse hacia mí. Todo estaba cubierto de sangre y mi perro emitía unos quejidos angustiosos, como… un bebé. Me miraba con unos ojos como si… como si temiera haber hecho algo malo. Como si me preguntara: «¿Qué he hecho mal? Trataré de enmendarlo, pero debes decírmelo. ¿Lo ves? Soy un buen perro».
Por mis mejillas ruedan unos gruesos lagrimones.
—¿Quién pudo haber hecho algo así?
Si Leo se parara a pensar, adivinaría enseguida quién lo había hecho. Lo que trata de decir es que no debería existir nadie capaz de semejante salvajada.
—Jack Jr. y su amigo. Lo hicieron ellos.
Le oigo sofocar una exclamación llena de dolor.
—¿Qué?
—O lo hicieron ellos o encargaron a alguien que lo hiciera. Pero fueron ellos.
Deduzco que Leo está tratando de asimilarlo.
—En el correo electrónico decían que…
—Sí. —Sí, Leo, pienso, ese tipo de personas existe, y lo que le hicieron a tu perro no significa nada para ellos.
Se produce un silencio tenso y prolongado. Imagino lo que está pensando Leo. Han torturado a mi perro por ser yo quien soy. Imagino que siente unos remordimientos que le corroen, espantosos. Luego carraspea para aclararse la garganta, un sonido angustioso.
—¿Quién más, Smoky?
Respiro hondo y se lo digo. Le explico lo de Elaina y James, omitiendo los pormenores de la enfermedad de Elaina. Cuando termino, él guarda silencio unos momentos. Yo espero a que diga algo.
—Ya lo superaré. —Es una frase corta y llena de mentiras. Pero quiere darme a entender que lo comprende.
Yo repito la frase que estoy empezando a odiar.
—Llámeme si me necesita.
—Vale.
Cuelgo y permanezco unos instantes en mi cocina, con una mano apoyada en la frente. No consigo desterrar esa imagen de mi mente. Esos ojos implorantes: «¿Qué es lo que he hecho mal?» La respuesta es terrible, sobre todo porque el perro nunca sabrá la verdad.
Nada. No has hecho nada malo.
—De modo que están subiendo el volumen —comenta Callie.
—Sí. Quería que lo supieras. Ten cuidado.
—Tú también, cielo.
—Descuida.
Después de colgar, me siento a la mesa de la cocina y apoyo la cabeza en las manos. Éste ha sido el peor día en mucho tiempo. Estoy hecha polvo y me siento triste y vacía. Y sola.
Callie tenía a su hija, Alan tenía a Elaina. ¿A quién tengo yo?
Me echo a llorar. Hace que me sienta ridícula y débil, pero lo hago porque no puedo remediarlo. Mi llanto se prolonga hasta que me enfurezco y me seco la cara con las manos, tratando de superar ese momento de debilidad.
«Deja de compadecerte —me digo—. Tú tienes la culpa, reconócelo. No dejaste que vinieran a verte cuando estabas mal, de modo que si quieres culpar a alguien por lo ocurrido, cúlpate a ti misma.»
Mi furia va en aumento, pero no trato de contenerla. Hace que se me sequen los ojos. Jack Jr. y su amigo están atormentando a mi familia. Invadiendo sus vidas y lastimándolas en sus puntos más íntimos.
—Esos tipos están muertos —digo a la casa vacía. Lo cual me hace sonreír. A pesar de los meses transcurridos sigo estando como una chota, hablando conmigo misma para animarme.
Me doy cuenta de que he cambiado. Soy otra, y confío en seguir así. Aún se agita el dragón en mi interior, aún soy capaz de ver el tren funesto y disparar mi pistola. Pero ya no estoy hecha de líneas rectas y certezas. Tropiezo y me caigo, y recibo unos golpes duros. He adquirido un nuevo rasgo: fragilidad. Es un rasgo que me es ajeno, que no me gusta, pero es la verdad.
Subo la escalera que conduce a mi habitación; estoy tan cansada que es como si arrastrara unas cadenas. Han sido demasiadas emociones.
Cuando paso junto al pequeño despacho que Matt había instalado para ambos, algo hace que me detenga y entre. Observo mi ordenador, cubierto de polvo y sin usar durante muchos meses. Me pregunto si tendré algún mensaje.
Me siento frente al ordenador y espero a que se inicie. ¿Sigo conectada a Internet? No lo recuerdo. Pero hago clic en un navegador y compruebo que sí. Me reclino unos momentos en la silla, contemplando en la pantalla el icono del programa de correos electrónicos. Pensando.
Hago un doble clic sobre el icono y éste se abre. Tras dudar unos instantes, hago clic en el botón para mirar mis correos electrónicos. Empiezan a descargarse todo tipo de mensajes y correos basura que se han ido acumulando durante estos meses. También veo lo que supuse que encontraría. El asunto es: «¿Cuánto vale el perrito del escaparate?»
El odio que siento por él en estos momentos me estimula.
Abro el mensaje y lo leo.
Querida Smoky:
A estas alturas supongo que ha comprobado que soy un hombre de palabra. Callie Thorne ha tenido que enfrentarse a su hija, la esposa de Alan Washington se pregunta si va a morirse. Pobre Leo, está tratando de superar la muerte del mejor amigo del hombre. En cuanto al joven James… En estos momentos estoy contemplando a Rosa. Está bastante estropeada, pero le asombraría comprobar la eficacia de los líquidos que inyectan a los cadáveres para preservarlos. No tiene ojos, pero sigue teniendo un pelo precioso. Haga el favor de comentárselo a James de mi parte.
Pienso que la venganza es el sistema más eficaz de afilar una espada, ¿no cree? Piense en ello. Si no había pensado nunca en ello, estoy seguro de que ahora lo hará. Imagino que todos ustedes ansían matarme. Quizás alguno incluso sueñe con ello. Usted me ve implorándole clemencia, que por supuesto me niega. Se ve a sí misma disparándome un tiro en la cabeza en lugar de encerrarme en la cárcel.
Pero esta moneda tiene dos caras, y quiero subir la apuesta. Dejar una cosa muy clara, por si aún no lo está: nada de lo que tiene valor para ustedes está seguro.
Procuren cazarme, porque mientras siga libre, mientras pueda seguir deambulando por el bosque situado en las lindes de la civilización, poco a poco les arrebataré todo lo que atesoran. Las cosas que he tocado y les he arrebatado hasta ahora les parecerán insignificantes.
Cada semana que transcurra sin que logren atraparme, les arrebataré algo a cada uno de ustedes. A Callie Thorne le arrebataré a la hija que había perdido y que ha recuperado, junto con su nieto. A Alan le arrebataré a su esposa. Mataré a la madre de James. Y así sucesivamente, hasta que todos vivan la vida que usted vive, Smoky. Hasta que hayan perdido todo lo que atesoran, hasta que sus casas estén vacías y sólo les quede una cosa: la terrible suposición de que todo se debe a quiénes son y lo que hacen.
Confío en que comprendan que hablo en serio. Y confío en que esa constante sensación de que les estoy apuntando a la sien con una pistola les proporcione el estímulo necesario para que agucen sus sentidos. Necesito que permanezcan alerta y centrados en el tema. Necesito que miren con los ojos de un asesino.
Afánense en cazarme. Les doy una semana. Durante ese tiempo las personas y cosas que aman estarán seguras. A partir de entonces, comenzaré a devorar sus mundos, y sus almas empezarán a morir.
¿No le parece excitante? A mí sí. Suerte.
Desde el Infierno,
Jack Jr.
P.D. Agente Thorne, quizá se pregunte si en realidad le he arrebatado algo. Quizá piense incluso que le he hecho un favor por error. En cierto sentido, es posible. Pero recapacite. Quizá le he recordado lo que ha perdido para siempre. ¿No lo adivina? ¿Qué es lo que ha perdido?
Observo esas palabras durante largo rato, sentada ante el ordenador en mi casa desierta. No estoy triste, ni siquiera furiosa. Siento lo que esos tipos desean que sienta.
Certeza.
Prefiero morir antes que permitir que un miembro de mi pequeña familia termine, como yo, hablando consigo mismo y llorando a solas.
Y
A es la mañana y he dado a mi equipo una versión abreviada del correo electrónico de Jack Jr. Les observo atentamente, como si pasara revista a mis tropas.
Todos tienen un aspecto horroroso. Pero todos muestran una expresión furiosa. Ninguno quiere hablar de lo ocurrido. Quieren cazar a esos tipos. Y esperan pacientemente a que yo les indique lo que deben hacer.
Es curioso. La responsabilidad es una chaqueta que te pones con toda facilidad, pero es muy difícil despojarte de ella. Hace tan sólo una semana pensé en saltarme la tapa de los sesos de un tiro. Ahora todos quieren que les diga lo que deben hacer.
—Bien —digo—, al menos sabemos algo con toda certeza.
—¿A qué te refieres? —pregunta Alan.
—A que Jack Jr. y su colega son unos cabrones.
Tras un breve silencio, todos rompen a reír. Todos excepto James. Las risas disipan en parte la tensión que reina en la habitación.
Pero sólo en parte.
—Escuchad —digo—. El primer asalto lo han ganado ellos, sin duda. Pero han cometido un grave error. Querían estimular nuestro deseo de atraparlos, y lo han conseguido. —Hago una pausa para calibrar la reacción de los otros—. Creen que nos sacan mucha ventaja. Los asesinos siempre creen eso. Pero tenemos las huellas dactilares de uno de ellos y sabemos que son dos. Hemos empezado a acortar distancias. ¿De acuerdo? —Todos asienten con la cabeza—. Bien. Pues manos a la obra. Perdona, Callie, no prestaba atención, repíteme lo que el doctor Child ha comentado sobre el perfil de nuestros asesinos.