Algunos cocoteros y otros árboles tropicales estaban dispuestos juiciosamente para reforzar la belleza y la perfección del lugar. Tenía la sensación de que no se podía añadir o quitar nada sin manchar esta perfección. Una calma absoluta, ninguna presencia humana a la vista. Los residentes preferían sin duda la intimidad de las piscinas privadas de las que disponían delante de cada
suite
, en elegantes jardines particulares al resguardo de las miradas. Sólo algunos empleados, cuyas libreas de tonos crudos se fundían con el color de las paredes, hacían de vez en cuando una discreta aparición, deslizándose como fantasmas entre las columnas de los edificios dispersos. Retomé mi camino hacia la recepción, sintiéndome cada vez más incómodo en este lugar. Me atendió un hombre distinguido, afable y sonriente, que también vestía una librea cruda.
Intenté ofrecer una imagen de confianza en mí mismo.
—Buenos días. Querría consultar un ordenador con conexión a Internet, por favor.
—¿Es usted cliente del hotel, señor?
¿Por qué me preguntaba esto? Él sabía perfectamente que no lo era. Había leído en mi guía que el hotel tenía doscientos empleados que se ocupaban de setenta residentes. Los trabajadores se aprendían todos los días de memoria sus nombres, y los usaban cada vez que se los cruzaban: «¿Cómo está usted, señor Smith?», «Hermoso día, ¿no le parece, señora Greene?», «¡Está usted en plena forma, señor King!».
—No, estoy en el Legian —mentí, mencionando otro complejo hotelero de la isla—. Estoy visitando el este y necesito conectarme imperiosamente a Internet por unos minutos.
De todos modos, estaba seguro de que no iba a llevarle la contraria a un occidental.
—Sígame, por favor, caballero.
Me condujo a una elegante sala equipada con un ordenador ya encendido, como dispuesto para mí. La estancia era casi tan grande como el apartamento en el que vivo. Atmósfera acogedora, moqueta extendida en el suelo, maderas tropicales en las paredes y una puerta con pequeños cuarterones de cristal y cuyo picaporte esculpido debía costar casi tanto como mi billete de avión.
En menos de un cuarto de hora ya había consultado las distintas propuestas del buscador sobre el acceso a la información que andaba buscando. Lo que leí confirmó aquello que el curandero había mencionado de pasada: los laboratorios farmacéuticos reunían a pacientes voluntarios afectados por una enfermedad. Distribuían entre la mitad de ellos el medicamento que acababan de poner a punto para curar esta afección y a la otra mitad le daban un placebo, es decir, una sustancia inactiva totalmente neutra que tenía la apariencia de un medicamento. Estos pacientes, por supuesto, no sabían que se les había suministrado un placebo. Creían que se trataba de un medicamento que supuestamente les iba a curar. A continuación, los investigadores medían los resultados obtenidos en cada grupo de pacientes. Para poder demostrar la eficacia del medicamento, los enfermos que lo habían tomado tenían que presentar resultados superiores a los reflejados por el grupo de personas que había tomado el placebo.
Pronto descubrí que los placebos tenían un cierto impacto sobre las enfermedades, lo que ya era extremadamente sorprendente, puesto que se trataba de afecciones reales y los placebos eran sustancias totalmente inocuas contra ellas. El único aporte era psicológico: los pacientes creían que se trataba de un medicamento, por eso pensaban que les iba a curar. En algunos casos, eso bastó para sanarles. Lo que me sorprendió fue el número de casos en los que esto ocurría. ¡Era una media de un 30 por ciento! Incluso los dolores desaparecían. Un placebo fue tan eficaz como la morfina en el 54 por ciento de los casos. Los pacientes tenían dolor, sufrían, y el consumo de un vulgar comprimido de azúcar o de no se sabe qué ingrediente neutro lo suprimía. Sólo bastaba con que creyeran en ello.
Pasmado, seguí consultando una cantidad de datos similares relativos a diversas y variadas enfermedades. Después descubrí una cifra que me dejó boquiabierto, con los dedos pegados al teclado. Se había suministrado a un grupo de enfermos un placebo presentado como quimioterapia y el 33 por ciento de ellos habían perdido el pelo íntegramente. Permanecí con la boca abierta ante la pantalla. Estos pacientes habían tomado algo parecido a un azucarillo creyendo que se trataba de un medicamento cuyo efecto secundario más conocido es la pérdida del cabello, y efectivamente se les había caído el pelo.
¡Pero si lo único que habían hecho era tragarse un puto azucarillo, por Dios! Estaba petrificado, confundido por este poder de las creencias sobre el que tanto había insistido el curandero. Simplemente, era algo increíble. Sin embargo, los datos eran bien verídicos, publicados por un laboratorio muy serio, reputado por su quimioterapia. Al instante, me sentí extrañamente un poco indignado. ¿Por qué, en efecto, no se hacían públicos estos datos? ¿Por qué no los difundían los medios de comunicación? Esto abriría una serie de debates que terminarían por obligar a la ciencia a ocuparse de esta cuestión. Si unos fenómenos psicológicos podían tener tal impacto sobre el cuerpo y las enfermedades, ¿por qué concentrar el esfuerzo investigador en la producción de costosos medicamentos nunca exentos de efectos secundarios? ¿Por qué no interesarse de entrada en la forma de curar las enfermedades por medios psicológicos?
Abandoné la estancia dejando voluntariamente la pantalla encendida con la página que contenía esta información. Con un poco de suerte, el próximo residente que entrase aquí sería el dueño de un gran grupo mediático. Soñar es gratis. Saludé con desgana al recepcionista al marcharme, sin preocuparme por el coste de mi tiempo de conexión. No habría resultado muy creíble en un habitual de este tipo de lugares.
—
B
uenos días —saludé a la joven que, como de costumbre, salió a recibirme. Me había costado menos de una hora y media llegar desde el Amankila. La sola visión del
campan
y de su jardín bastaba para trasladarme a un estado de profundo bienestar, como si estuviera en una pequeña nube. Como cuando abrimos el tubo de crema solar del año pasado y su perfume nos transporta por un instante el lugar de nuestras últimas vacaciones.
—El maestro Samtyang no está hoy.
—¿Perdón?
Regresé de golpe a la realidad. ¿Que no estaba? Este lugar me parecía tan indisociable de su persona que me costaba imaginar que el maestro pudiera encontrarse en otro distinto.
—¿Ha salido y va a regresar? Le esperaré.
—No. Me ha pedido que le entregue esto —dijo, dándome un papel de color beis plegado en cuatro.
¿Me había dejado una nota? Si quería excusarse por su ausencia, ¿por qué no había transmitido simplemente un mensaje oral a la joven para que ella me lo repitiera? Desplegué el papel y lo leí de un tirón, olvidándome de la presencia de la muchacha.
Antes de nuestra próxima cita:
—Escriba todo lo que le impide realizar su sueño de una vida feliz.
—Realice la ascensión del monte Skouwo.
Samtyang
¿Subir al monte Skouwo? ¡Pero si eso costaba por lo menos cuatro o cinco horas de caminata! ¡Y con este calor! Ya puestos, ¿por qué no el Annapurna?
La muchacha me miraba sonriente, sin ser consciente de mis preocupaciones.
—¿Le ha dicho algo cuando le entregó este papel? ¿Ha añadido algún comentario? —le pregunté.
—Nada en particular. Sólo me pidió que se lo entregara y dijo que usted lo entendería.
Lo único que entendía es que él no estaba allí para recibirme y que sólo me quedaban tres días para marcharme. Estaba muy frustrado.
—¿Sabe si estará mañana?
—Sin duda —respondió con un tono que más bien daba a entender que no tenía ni idea.
—Si le ve, no se olvide de decirle que pasaré mañana por la mañana, y que cuento con él. Es muy importante que le vea.
Me despedí y volví al coche arrastrando los pies.
Puse rumbo al monte Skouwo, al norte de la isla, sin mucho entusiasmo. No podía perder tiempo si quería subirlo y bajarlo antes de la noche.
Pasados varios kilómetros, vi a un niño andando por la cuneta de la carretera. Tendría ocho o diez años, no sabría decirlo. Nunca se me ha dado bien adivinar la edad de los niños. En cuanto vio mi coche, se detuvo y me mostró el pulgar. No tenía ninguna razón para no recogerle. Se montó conmigo, enarbolando una sonrisa de satisfacción.
—¿Cómo te llamas?
—Ketut.
No era muy original. En Bali sólo existen cuatro nombres, por lo menos entre la casta más extendida. Por este motivo, cuando conoces a una persona, tienes una oportunidad sobre cuatro de que se llame Ketut.
—¿Hoy no vas a la escuela?
—No, hoy no.
—¿Vuelves a casa con tus padres?
—Mis padres están los dos muertos.
Tragué saliva, maldiciendo mi metedura de pata, pero me di cuenta de que el niño todavía conservaba su sonrisa.
—Murieron en un accidente de tráfico justo la semana pasada —precisó, todavía sonriendo.
Me quedé bastante aturdido, aunque sabía que los balineses no tienen la misma relación que nosotros con la muerte. El hecho de creer en la reencarnación les lleva a darle un sentido muy diferente al nuestro. Para ellos, no es algo especialmente triste. Contemplaba a este niño sonreír y, por primera vez, me dije que me habría gustado ser balinés y pertenecer a una cultura que me hubiera inculcado unas creencias tan positivas. Durante largo rato me estuve preguntando por los cambios más importantes que habría sufrido mi vida si hubiera tenido un concepto diferente de mi propia muerte.
Dejé al niño en el siguiente pueblo y proseguí mi camino. No había ni una sola nube para mitigar el ardor del sol. Me temí que la ascensión al monte Skouwo sería dura. Empecé a dudar si tendría el coraje de afrontarla. La verdad es que no tenía muchas ganas y, de todos modos, no veía que pudiera aportarme nada. ¿Por qué me habría encomendado esta misión? ¿Cuál era su objetivo? ¿Qué tenía que ver con nuestras conversaciones, con mi búsqueda de una vida feliz? Nada. Entonces, ¿para qué? Además, tenía otra tarea, más pertinente. Mejor sería consagrarme a ella.
Cuanto más me acercaba al monte Skouwo, más razones encontraba para no emprender su ascensión. No hay que mentirse a uno mismo, me había explicado el curandero. Pues bien, la verdad es que no tenía ni puñetera gana de ponerme a subir el monte. No necesitaba justificarlo con argumentos pseudorracionales. Mañana le diría la verdad al curandero. Si se suponía que tenía que encontrar algo en la montaña, él me diría de qué se trataba y santas pascuas. Todavía soy capaz de entender lo que la gente me explica.
De golpe, me sentí aliviado por mi decisión, como si me hubiera librado de un peso. Giré en la siguiente intersección y puse rumbo al este, hacia mi playa.
Llegué a media tarde. Aparqué y me crucé con Claudia en el camino hacia mi bungalow.
—Buenas tardes, Claudia. Estupendo día, ¿verdad?
—Sí, demasiado bueno hace hoy. Mañana lo pagaremos —respondió ella alejándose.
Las frases anodinas que siempre había aceptado sin reflexionar sobre ellas me rechinaban ahora en los oídos. El mundo de Claudia era muy triste, pues incluso las cosas hermosas le resultaban sospechosas. Probablemente creía que no se las merecía y, cuando llegaba una, Claudia esperaba pagar un precio más pronto o más tarde.
Me armé con una libreta y un lápiz y me senté sobre la arena con la espalda apoyada en el tronco de una palmera, aprovechando su ligera sombra. La playa estaba desierta. Sólo un barquito de pescadores, a lo lejos, revelaba una presencia humana entre mí y el infinito del horizonte.
Empecé por anotar todo lo que me había venido a la mente la noche anterior en el restaurante. Tenía la impresión de estar escribiendo mi testamento de felicidad. Si me moría, mis herederos podrían leer la vida que me hubiera gustado tener.
¿Qué me impedía llevar esta vida soñada? Resultaba difícil responder globalmente. Tenía que ceñirme a los detalles. Repasé uno a uno los puntos que había evocado y, por desgracia, me resultó muy fácil encontrar las razones que hacían imposible la consecución de mis sueños y de mis proyectos, la puesta en marcha de mis ideas y, finalmente, mi acceso a la felicidad.
Me pasé casi una hora escribiendo, y contemplé melancólico la caída de la noche sobre el mar. Yo, como todo el mundo, había vivido momentos de felicidad, pero tenía la sensación de que no estaba hecho para ser plenamente feliz. Puede que la felicidad estuviera reservada a ciertas personas, a algunos elegidos entre los que no me contaba.
Llegó la hora de mi baño nocturno y nadé en silencio durante un largo, largo rato.
L
evantarme pronto iba a terminar por convertirse en un hábito. Necesitaba ver al curandero ese día como fuese, y albergaba ciertas dudas sobre si podría hacerlo, debido a su ausencia de la víspera. Me arreglé a toda prisa y salí a todo correr a por el coche, sin olvidarme de coger las notas que había tomado. Conduje con cierto exceso de velocidad. Me divertía pensar que si atropellaba a uno o dos peatones les estaría ofreciendo la oportunidad de reencarnarse antes de lo previsto.
Me sentí aliviado cuando, al presentarme ante la joven a la entrada del
campan
, la escuché decir: «Sígame, por favor». Más relajado, aspiré el aire perfumado del jardín y con sincera alegría saludé al maestro Samtyang cuando me recibió.
—Ayer me llevé un gran chasco por no poder verle —le confesé.
—¿Ha realizado algún progreso en sus reflexiones acerca de su vida?
—Sí.
—¿Ve como no me necesita tanto? —dijo sonriendo.
Nos sentamos en el suelo, sobre la esterilla, como de costumbre.
—Entonces, ¿ha encontrado datos interesantes sobre los placebos? —me preguntó.
—Sí, y lo que he leído me ha dejado estupefacto —reconocí.
Le conté el resultado de mi búsqueda de la víspera en el Amankila:
—Pensaba que iba a encontrar pruebas del efecto de los placebos sobre afecciones en las que la psique desempeña un papel evidente, como los problemas del sueño, por ejemplo. Sin embargo, me sorprendió descubrir su impacto sobre enfermedades «palpables», e incluso los efectos que podían tener directamente sobre el cuerpo. Es impresionante.
—Sí, es cierto.
—Me parece que es una pena que no se aprovechen estos estudios para reflexionar sobre el medio de utilizar el mecanismo de las creencias para curar a la gente.