—¿Sabe? —continuó él—, no podemos ser felices si nos vemos como víctimas de los acontecimientos o de los demás. Es importante ser consciente de que siempre es uno quien decide sobre su propia vida, sea cual sea. Incluso si es el último subalterno en su lugar de trabajo, usted es el director de su propia vida. Usted tiene el mando y es el maestro de su destino.
—Sí.
—Y no debe tener miedo. Descubrirá que precisamente desde que se autorice a elegir acciones que vayan en armonía con usted, que respeten sus principios y le permitan expresar sus habilidades, se volverá más valioso para los demás. Las puertas se le abrirán solas. Todo le resultará más fácil y ya no tendrá más necesidad de luchar para abrirse camino.
Nos quedamos en silencio durante un largo rato. Después, se levantó y rompí el silencio.
—Me he informado sobre mi billete de avión. No puedo cambiar la fecha sin pagar una penalización muy elevada. Había previsto decirme hoy si me quedaban cosas por descubrir que necesitarían que nos viéramos mañana.
—Creo que le falta, en efecto, una enseñanza final.
—¿Y mañana, no está disponible por la mañana?
—No.
—Disculpe que insista, ¿no podría sacar un poco de tiempo para permitirme coger el vuelo por la tarde?
—No.
Vaya, no tenía suerte. Me encontraba ante un dilema corneliano: ¿debía renunciar a la última de estas citas que, sin embargo, me apasionaban y me abrían los ojos sobre mí mismo, o pagar un precio escandalosamente elevado para retrasar mi regreso?
—¿Qué haría usted en mi lugar? ¿Cambiaría las fechas del vuelo?
—Es usted quien debe elegir —dijo él, con una sonrisa de satisfacción en los labios, lanzando su mirada llena de bondad hacia mis ojos interrogantes.
El infinito se reflejaba en sus pupilas.
Se alejó en dirección al
campan
, con su paso lento y sereno, y le perdí de vista cuando entró en el bosquecillo de bambúes.
¡
S
eiscientos dólares! Equivalía casi a pagar lo mismo que me había costado el billete de vuelta. Resultaba difícil de aceptar. Esto iba a suponer un golpe a mi cuenta corriente que acentuaría el enorme descubierto que ya debía existir en ella. Mi relación con el banco se vería afectada durante cierto tiempo. Esto sin contar que coger el avión el domingo supondría llegar agotado a casa apenas unas horas antes de empezar a trabajar. Una perspectiva poco atractiva. Sin embargo, no todos los días tenía la oportunidad de ver a un hombre como el maestro Samtyang. ¡Pero así la consulta me iba a salir muy cara! La verdad, no sabía qué hacer. Ambas opciones me resultaban dolorosas y no conseguía decidirme.
Estaba al volante y me acercaba a Ubud. Tenía que tomar una decisión en ese momento, porque para cambiar el billete debía ir a la agencia de viajes de Kuta antes de que cerrara. El cruce en el que tenía que decidir hacia dónde dirigirme se aproximaba.
Intenté sopesar los pros y los contras, pero no sirvió de nada. En ambas situaciones tenía cosas que perder y que ganar. Una elección imposible, y las decisiones nunca habían sido mi fuerte. Tampoco podía jugármelo a cara o cruz, pues no sería muy honroso: tras cinco días de desarrollo personal, tenía que ser capaz de decidir consecuentemente.
Mi consciencia terminó por decirme que me recuperaría a pesar de regresar al trabajo con los minutos contados y que encontraría la forma de rellenar el agujero en mis cuentas. Seguro que en seis meses o un año me habría olvidado de este capítulo de mi vida, mientras que, sin lugar a dudas, podría aprovechar los beneficios personales de lo que el curandero me iba a enseñar durante mucho tiempo, puede que durante toda mi vida. Llegué al cruce y giré hacia el sur, en dirección a Kuta. Como decía Oscar Wilde, las locuras son las únicas cosas de las que nunca nos arrepentimos.
Me acordaba de la frase que pronunció el presidente de México en la época en la que su país acumulaba unas deudas abismales. Un periodista le preguntó si esta situación le quitaba el sueño, y él respondió que un agujero de mil dólares te puede quitar el sueño, pero ante un descubierto de cien mil millones de dólares, es el dueño de tu banco el que tiene que dormir mal. Saqué en conclusión que mis deudas todavía debían ser insignificantes.
Tardé casi una hora en llegar a Kuta. No me gustaba este lugar. Para mí, Kuta no era Bali. Allí se encontraba la mayor concentración de turistas, sobre todo surfistas australianos. Por la noche, la localidad se transformaba en una enorme fiesta. Era imposible dar tres pasos por la calle sin que te abordara un javanés ofreciéndote droga o una prostituta, a tu elección. En los años setenta, Kuta era un punto de peregrinación obligatorio para los
hippies
que seguían la ruta de las tres «K»: Kuta, Katmandú y Kabul. En 2002, Kuta, símbolo de la depravación occidental, fue elegida por Al Qaeda para perpetrar uno de sus atentados más sangrientos.
El trayecto duró más de lo previsto y llegué al lugar cuando ya estaba atardeciendo. La agencia de viajes cerraba sus puertas en diez minutos. A toda velocidad, tomé la estrecha calle de dirección única en la que se encontraba. De milagro, vi una plaza de aparcamiento libre justo delante del local. Al llegar a su altura, la sobrepasé para poder maniobrar y aparcar reculando. Entonces me di cuenta de que el coche que venía detrás de mí no se había detenido, aunque mi intención de aparcar estaba clara: no sólo había dado el intermitente, sino que además había realizado una ligera maniobra ante la plaza, mostrando así que quería estacionar. Pero él no se había detenido y me impedía dar marcha atrás. Mantuve durante unos instantes mi posición, mirándole de reojo y con el intermitente dado a fin de hacerle entender mi maniobra, pero no sucedió nada. No reculaba. Bajé la ventanilla, asomé la cabeza al exterior y le pedí que diera un poco marcha atrás para que yo pudiera aparcar. No había ningún vehículo detrás de él, era algo sencillo. Estaba claro que me había entendido, sobre todo porque acompañé mis palabras con gestos explícitos. Fue en vano. Era un tipo occidental, entrado en la cincuentena, con el rostro rojo carmesí, síntoma común entre los rubios que abusan del sol o del alcohol. En su caso, me pareció más probable la segunda explicación. Tenía el aire embrutecido de los que carecen de tacto y nunca quieren dar su brazo a torcer. Su postura denotaba una increíble inercia. Parecía tan pesado como su coche, anclado al asfalto. Repetí mis gestos y mis palabras. Nada. Rostro obtuso, hombros en tensión, brazos petrificados, las gordas manos crispadas al volante: todo su cuerpo expresaba su voluntad de no ceder porque, resultaba evidente, para él recular un par de metros suponía claudicar. Lo vi todo claro: en su vida, su relación con los demás estaba regida por cuestiones de fuerza, y sin duda creía que responder a una petición que alguien le hacía suponía ceder terreno, dar muestras de debilidad. En efecto, eso era. Debía tener unas creencias del tipo: «En la vida no hay que dar tu brazo a torcer, nunca hay que ceder». En otras circunstancias, me habría parecido muy divertido, aunque aparentaba ser una persona que no gustaba de las bromas. Pero la agencia de viajes cerraba en cinco minutos. No tenía elección, debía aparcar en ese sitio, pues no me quedaba tiempo para buscar otro. Las palabras del sabio me llegaron entonces como un eco: «Siempre podemos elegir». Me dije súbitamente que podía combatir la fuerza de su inercia con su misma moneda. Apagué el motor, eché el freno de mano y salí del coche, dejándolo en medio de la calle, bloqueando el tráfico. Entré en la agencia y le di mi billete al empleado que estaba empezando a apagar las luces. Escuché el sonido de las teclas de su ordenador, que pronto fue absorbido por un claxon que sonaba sin parar. Presenté mi tarjeta de crédito, un poco ansioso, rogando que el cargo no fuese rechazado por el centro de pagos. La operación tardó algo de tiempo, lo que me pareció un mal augurio, pero al final comprobé que el sistema había aceptado que me empobreciera un poco más.
Así, con la cartera más ligera y un nuevo billete de avión en el bolsillo, regresé a mi coche. El otro conductor estaba loco de rabia. Su mano aplastaba el claxon continuamente, y no la retiró más que para dejarme oír un torrente de insultos. Le dirigí la más hermosa de mis sonrisas, que tuvo el efecto de aumentar su cólera. Arranqué y me siguió tan de cerca que tuve la impresión de que iba a embestirme. Parecía totalmente ridículo. Entonces comprendí perfectamente el concepto de elección del que me había hablado el curandero. Lo que resultaba sorprendente en ese conductor era su incapacidad para elegir el comportamiento que le dictaba su personalidad. No podía recular, ni negociar, ni tener paciencia. Sólo podía pasar por la fuerza. Ese hombre no era libre. Vivía, por el contrario, preso de sus creencias. Se veía a la legua. Quince días antes, me habría dicho simplemente: «¡Qué idiota!». Hoy, me daba cuenta de que la inteligencia o la idiotez no tenían nada que ver con su aberrante actitud.
Me sorprendió mi capacidad para comprender comportamientos que hasta entonces tenía por costumbre rechazar con, sin duda, cierta intolerancia. Llevado por esta comprensión y una compasión nueva en mí, me entraron ganas de observar y escuchar más a la gente, intentando descubrir las creencias en las que pudiera residir el origen de sus comportamientos.
Me dirigí al paseo marítimo y me senté en la terraza de una hermosa cafetería-heladería. Siempre he tenido la costumbre de gastar para consolarme de mis problemas financieros.
Me pedí un cóctel de chocolate y aguacate, una combinación sorprendente pero absolutamente deliciosa. Me instalé cómodamente en un sillón de madera de teca frente al mar. El viento debía de haber soplado fuerte porque las olas eran especialmente altas. El sol del atardecer inundaba la orilla con su cálida luz anaranjada, tan agradable para las casas como para los rostros. La playa jugaba a los vasos comunicantes con la terraza de mi cafetería, que se iba animando poco a poco. Resultaba agradable estar solo sin estarlo de verdad, disfrutando del ambiente que empezaba a nacer sin tener que contribuir a su creación.
En la mesa vecina, una pareja de jóvenes charlaba. Ella, bastante delicada y más bien guapa, con el pelo castaño y los ojos azules, y un aire un poco enfurruñado. Él, no muy grande pero bastante fornido, la nuca gruesa y el pelo moreno rapado. Ella le llamaba Dick y le hablaba del espectáculo de sombras chinescas al que había asistido la víspera por la noche y que la había fascinado notablemente. Él escuchaba con atención, aunque me parecía muy claro que unas sombras, por muy artísticas que fuesen, no serían suficientes para emocionarle. Es más probable que estuviera afectado por la sensibilidad que ella expresaba. Supuse que no eran novios, pero que ella tenía ciertos sentimientos hacia él que sin duda todavía no había desvelado. Él la llamaba Doris, y me resultaba imposible decir qué sentía por ella. Dick pertenecía a esa clase de hombres tan viriles que te hacen dudar de si las emociones y los sentimientos forman parte de su equipamiento de serie. Me divertía imaginándomelo como un hombre de las cavernas arrastrando a su pareja del pelo para llevarla a la cama.
En una mesa colindante, un surfista adolescente con el rostro lleno de espinillas y aspecto vacilón sorbía un cubata. Contemplaba a Doris con atención, aunque me dio la impresión de que cualquier otra mujer habría despertado el mismo interés en él. Tenía un punto en común conmigo: no se nos escapaba ni una palabra de la conversación que mantenían en la mesa de al lado.
Pasado un buen cuarto de hora, a Dick y Doris se les unió una chica de su edad, que llegó acompañada por un muchacho al que aparentemente ellos no conocían.
—¡Hola, Kate! —dijo Dick.
—Buenas, Dick. Hola, Doris.
Noté cómo de inmediato Doris cambiaba de actitud de forma imperceptible. Parecía contrariada. Estaba claro que no le caía bien. ¿Qué representarían la una para la otra?
Castaña y de aspecto provocativo, Kate era más sexy que guapa. Llevaba unos zapatos de tacón demasiado alto para estar, como estábamos, a la orilla del mar, una minifalda y un gran escote. No tenía mucho pecho, pero «San Wonderbra» había pasado por allí y el resultado obtenido era bastante satisfactorio. Por cierto, que en la mesa vecina el surfista adolescente no le quitaba ojo a su escote. Ella hablaba entre risas, esmerándose para ofrecer una actitud megaguay de chica a gusto consigo misma y con su cuerpo.
—Siento llegar tarde. Me he cambiado al volver de la playa y no encontraba mis cosas. ¡Imposible dar con mis braguitas!
Estaba claro que el surfista adolescente tenía intención de comprobar si las había encontrado o no. Su mirada había descendido del escote a la minifalda, a la que contemplaba ahora intensamente, acechando el instante propicio que le revelaría la respuesta. Doris sintió su exasperación subir un punto. Kate estaba satisfecha.
—Os presento a Jenz, nos hemos conocido en la playa. ¿Sabéis qué? ¡Los dos fumamos Marlboro
light
mentolado! ¿No es fuerte? —dijo Kate.
Muy delgado, las mejillas chupadas y sonrisa afable, Jenz se presentó como originario de un «pequeño país de Europa», Dinamarca, para más señas. La amplitud de su calvicie le había llevado a raparse completamente la cabeza, una forma hábil de hacerla desaparecer a ojos de los demás. Para contrarrestar, llevaba una poblada barba de color rubio oscuro. Daba la impresión de que con ella intentaba compensar la falta de pelo en la cima de su cráneo. Su voz era muy suave, hasta el punto de que hacía falta acercar la oreja para oírle. Respondía a las preguntas que le hacían los otros con una humildad que rozaba la baja autoestima, como quien se excusa o pide perdón por molestar. Dick le contemplaba frunciendo ligeramente el ceño. Parecía preguntarse qué especie de animal era ése. Estaba claro que para él no era muy normal que un hombre fuera tan apagado. Jenz se esforzaba tanto por no provocar roces que se convertía en transparente. Al cabo de cinco minutos, todos habían olvidado su presencia. Era como si ya no existiera.
¿Qué podía llevar a alguien a comportarse así?
¿Qué debía de creer para ser de este modo? ¿Sería algo del estilo «Si me hago pequeño me dejarán en paz»? En todo caso, estaba convencido de que Dick tenía la creencia contraria, del tipo «¡Me respetarán si soy fuerte!».
Jenz contemplaba con ojos de enamorado a Kate, quien por cierto no le había dirigido ni una sola mirada desde que le presentó a los demás. Le ignoraba por completo. ¿Por qué le había presentado al grupo? ¿Por el placer de aparecer con un fiel admirador, demostrando así su poder de seducción? ¿Para provocar una reacción en Dick? Me parecía, en efecto, que hacía todo lo posible para intentar acaparar su atención. Doris debía sentir lo mismo, pues su mirada exasperada a veces dejaba escapar brillos de ira.