Read El hombre que fue Jueves Online
Authors: G. K. Chesterton
Syme ocupaba el otro asiento, y después de él venía un hombre muy viejo, el profesor de Worms, que aunque todavía ocupaba el lugar de Viernes, a diario temían que lo dejara vacante por defunción. Estaba en la más completa decadencia senil, a no ser por la inteligencia. Su rostro era tan gris como su larga barba gris; su frente se arrugaba en un surco de amable desesperación. En ninguno, ni siquiera en Gogol, el brillo del traje nupcial producía más penoso efecto de contraste. La flor roja de al solapa exageraba aún más la absoluta palidez plomiza de aquella cara, y el efecto era tan horrible como el de un cadáver vestido por unos dandies borrachos. Cuando se levantaba o se sentaba, lo cual lograba hacer con mucho trabajo y peligro, había en él algo peor que debilidad, algo inefablemente concertado con el horror de aquella escena: no era sólo decrepitud, era corrupción. Una idea abominable cruzó por la excitada mente de Syme: al menor movimiento, aquel muñeco iba a soltar una pierna o un brazo.
En el extremo de la mesa estaba el llamado Sábado: la figura más sencilla y desconcertante. Hombre pequeño, robusto, con una cara llena, oscura, afeitada: un médico llamado Bull. Tenía esa mezcla de desenvoltura y familiaridad cortés que no es raro encontrar en los médicos jóvenes. Llevaba el traje elegante con más confianza que seguridad, y una sonrisa congelada en la cara. Nada había en él notable, sino unos lentes negros y opacos. Tal vez la excitación nerviosa había ido en crescendo, pero ello es que a Syme le dieron miedo aquellos discos negros; le recordaron feas historias, semiolvidadas ya, sobre cierto cadáver en cuyos ojos habían incrustado unos peniques. No podía apartar la mirada de los vidrios negros de aquella máscara ciega. Al moribundo profesor, al pálido secretario, les hubieran sentado mejor. Pero en la cara de aquel hombre gordo y torpe eran un enigma, ocultaban de hecho la clave de la fisonomía. Ya no era posible saber lo que significaban aquella sonrisa y aquella gravedad. En parte por esto, y en parte porque su complexión revelaba una espesa virilidad de que carecían los otros, a Syme le pareció que aquél era el más perverso de la pandilla. Hasta se le figuró que se tapaba los ojos para encubrir su irresistible horror.
EL ESPÍA DESCUBIERTO
Tales eran los seis sujetos que habían jurado la desaparición del mundo. Syme tuvo que esforzarse varias veces para no perder en su presencia el sentido común. A veces, se decía que su inquietud era subjetiva, que estaba entre hombres ordinarios: uno viejo, otro nerviosillo, el de más allá algo miope; pero siempre volvía a apoderarse de él ese sentimiento de simbolismo sobrenatural. Todas las figuras le parecían estar en el límite de las cosas, así como sus teorías anarquistas le parecían el último límite del pensamiento. Él sabía, en efecto, que todos aquellos hombres se encontraban, por decirlo así, en el punto extremo de algún razonamiento anómalo. Y pensaba, como en cierta vieja fábula, que un hombre que caminara siempre hacia Occidente hasta el fin del mundo, se encontraría con algún objeto —un árbol por ejemplo—, que fuera algo más o algo menos que un simple árbol: un árbol habitado por un espíritu; y, si caminara siempre hacia el Oriente hasta el fin del mundo, se encontraría algo que no fuera enteramente idéntico a sí mismo: por ejemplo, una torre cuya sola arquitectura fuera un pecado. Igualmente sus compañeros parecían destacarse, violentos e incomprensibles, sobre un horizonte último: visiones marginales de la vida, donde se tocan los términos del mundo.
La conversación había seguido su curso sin interrumpirse por su llegada; y no era el menor contraste, en aquel desconcertante almuerzo, el de la apariencia fácil y ligera de la conversación, y su terrible contenido real.
Estaban metidos nada menos que en la discusión del próximo complot. El camarero había dicho la verdad. Hablaban de bombas y monarcas. Dentro de tres días, decían, el Zar iba a encontrarse en París con el Presidente de la República Francesa. Y estos intachables caballeros, allí, desde su asoleado balcón, entre el jamón y los huevos, habían decidido matar a los dos poderosos. Hasta el instrumento estaba ya escogido: lanzaría la bomba el Marqués de las negras barbas.
En circunstancias normales, la proximidad de este crimen, positivo y objetivo, habría calmado a Syme, curándolo de todos sus místicos temores. No hubiera pensado más que en salvar a dos cuerpos humanos del hierro y de los gases rugientes que amenazaban destrozarlos. Pero la verdad es que Syme había comenzado a sentir algo como una sed de miedo, más penetrante y eficaz que todas sus repulsiones morales y responsabilidades sociales. Sencillamente, no temía por el Presidente o por el Zar: temía por sí mismo. Sus compañeros apenas se cuidaban de él, y discutían acercando las caras con cierta expresión de gravedad. Por la cara del secretario cruzaba, a veces, aquella sonrisa singular, como relámpago por el cielo. Pero Syme advirtió algo que comenzó por turbarlo y acabó por aterrorizarlo: el Presidente no le quitaba la vista, y estaba examinándolo con extraño interés. El enorme hombre estaba inmóvil, pero los ojos se le salían de la cara, y aquellos ojos estaban fijos en Syme.
Syme se sintió tentado de saltar del balcón a la calle. Cada vez que el Presidente le clavaba los ojos, él se sentía más transparente que el vidrio, y no tenía la menor duda de que Domingo, de alguna manera silenciosa y extraordinaria, había descubierto al espía. Echó una mirada por la balaustrada del balcón y vio, precisamente debajo, a un guardia que consideraba, distraído, las rejas brillantes y los árboles llenos de sol de la plaza.
Y entonces se apoderó de él una gran tentación que había de atormentarlo por muchos días. En presencia de aquellos hombres poderosos y repulsivos, verdaderos príncipes de la anarquía, casi había olvidado la elegante y fantástica figura del poeta Gregory, que era solamente el estético de la anarquía. Al recordarlo, brotaba en él un impulso de cariño añejo, como si él y Gregory hubieran jugado juntos de niños. Pero recordó además que estaba ligado a Gregory por una sagrada promesa: la promesa de no hacer lo que precisamente estaba a punto de hacer: había prometido no saltar del balcón para llamar a la policía... Y retiró su helada mano de la fría balaustrada de piedra. Rodó su alma en el vértigo de la indecisión moral. No tenía más que romper la palabra temeraria que le comprometía con una sociedad de bandidos, y toda su vida quedaría tan amplia y asoleada como la plaza que estaba en frente. Por otra parte, si se mantenía fiel a las anticuadas leyes del honor, se vería poco a poco entregado a aquel gran enemigo de la humanidad, cuya misma fuerza intelectual lo convertía en una cámara de tortura. Cada vez que veía la plaza, le parecía ver en la policía una columna del sentido común, del orden común. Cada vez que veía la mesa del almuerzo, tropezaba de nuevo con el Presidente, siempre estudiándolo quietamente con sus grandes e irresistibles ojos.
Y en el torrente de sus pensamientos, nunca se le ocurrieron dos cosas: primero, nunca puso en duda que el Presidente y su Consejo podrían aplastarlo si se mantenía solo contra ellos. En una plaza pública, parecía imposible que se atrevieran contra él. Pero el Domingo no era hombre para aventurarse así, sin tener preparada, quién sabe dónde, y cómo, su trampa. Por el anónimo veneno, por un accidente callejero, por hipnotismo o mediante el fuego del infierno, el Domingo podía sin duda aniquilarlo. Si desafiaba a aquel enemigo, era hombre muerto, ya por muerte súbita en el mismo sitio en que se encontraba, o ya algún tiempo después como por efecto de alguna inocente dolencia. Si llamaba a la policía, los hacía arrestar, lo decía todo y movía contra ellos toda la fuerza de Inglaterra, es posible que lograra escapar. De otro modo, imposible. De suerte que en aquel balcón donde había unos caballeros mirando una plaza llena de gente, no se sentía más seguro que si se encontrara en un bote de piratas ante un mar desierto.
En segundo lugar, nunca se le ocurrió otra cosa: el ser ganado por el enemigo. Muchos hombres de ahora, habituados a admirar con toda su miseria la inteligencia y la fuerza, habrían vacilado en su lealtad, bajo el imperio de una personalidad tan poderosa. Habrían declarado que Domingo era el superhombre. Si tal criatura es concebible, nadie se le parecía más que el Domingo, en aquella su abstracción de terremoto, en aquel vago aire de estatua que se echa a andar. Merecía, en efecto, un nombre sobrehumano: los planos de su cuerpo eran vastos, demasiado obvios para ser perceptibles, y aquellas amplias facciones, demasiado francas para ser comprendidas. Pero Syme, ni en aquel extremo de abatimiento podía caer en esta debilidad moderna. Como cualquiera, podía tener miedo ante la fuerza, pero no tanto que la admirara.
Los anarquistas hablaban y comían. Y hasta en esto eran singulares. El Dr. Bull y el Marqués probaban de tiempo en tiempo, y convencionalmente, los mejores bocados: faisán frío, pastel de Estrasburgo. Pero el secretario era vegetariano, y hablaba con mucho calor del proyectado asesinato, entre una tajada de tomate y tres cuartos de vaso de agua tibia. El viejo profesor tomaba las sopas que convenían a su estado de segunda infancia. Y también aquí el Presidente Domingo conservaba su curiosa superioridad cuantitativa, porque comía como veinte, de un modo increíble, con tremenda virginidad de apetito, de un modo que hacía pensar en las fábricas de salchichas. Y tras de haber engullido una docena de bollos o apurado un cuarto de galón de café, se le veía otra vez con la cabezota inclinada, observando a Syme...
—Me estoy preguntando —dijo el Marqués, despachando una rebanada de pan con mantequilla— si no me vendría mejor usar del cuchillo. Muchos buenos golpes se han dado con cuchillo. Y sería una nueva emoción el meterle un cuchillo a un presidente francés, y revolver después el hierro en la herida.
—Se equivoca usted —dijo el secretario frunciendo las cejas—. El cuchillo es el arma de la antigua disputa personal con el tirano personal. La dinamita se esparce, y sólo mata porque se ensancha; asimismo el pensamiento que sólo destruye porque se difunde y ensancha. ¡El cerebro de un hombre es una bomba! —exclamó entregándose a su pasión y pegándose con violencia en el cráneo—. ¡Yo siento que mi cerebro es una bomba, a toda hora del día y de la noche! ¡Quiere estallar, quiere estallar! ¡El cerebro del hombre necesita estallar, aun cuando destruya el universo!
—No quisiera yo que el universo estallara ahora mismo —observó el Marqués subrayando las palabras—. Yo necesito hacer algunas atrocidades antes de morir. Ayer, nada menos, estando en cama, se me ocurrió una...
—No: el único fin de las cosas es la nada —dijo el Doctor Bull con su sonrisa de esfinge—. No vale la pena de hacer nada.
El viejo profesor, a todo esto, contemplaba, absorto, el cielo raso.
—Todos sabemos que, en el fondo, no vale la pena de hacer nada —dijo.
Y hubo un silencio singular, que el secretario cortó abruptamente.
—Nos alejamos de la cuestión. Se trata de saber cómo ha de dar el golpe el Miércoles. Supongo que todos estamos de acuerdo en el punto original de la bomba. En cuanto a lo demás, yo propongo que mañana por la mañana Miércoles se dirija a...
El discurso fue interrumpido por una sombra que envolvió a todos. Era el Presidente que acababa de levantarse y parecía cubrir el cielo.
—Antes de discutir eso —dijo con un tono de voz suave y tranquilo— pasemos a un cuarto reservado. Tengo que hacer una comunicación importante.
Syme fue el primero en ponerse de pie. En el momento de decidirse: la pistola estaba sobre su sien; en la calle oyó al guardia que daba fuertes pisadas para entrar en calor, porque la mañana, aunque luminosa, era fría.
Un organillo se soltó tocando una tonada jovial. Syme se irguió como si oyera el clarín de la batalla. Se sentía lleno de valor sobrenatural, quién sabe por qué. En aquella alegre música, parecían flotar la vivacidad, la vulgaridad, el valor irracional de los pobres que, en las sucias calles de Londres, viven de la caridad y de las virtudes cristianas. Syme se había olvidado de la juvenil travesura que hizo al meterse en la policía: no pensaba ya en ser el representante de una asociación de «gentlemen» que jugaban a ser guardias, ni se acordaba del viejo excéntrico que vivía encerrado en su cuarto oscuro. Sino que se sentía como embajador de toda esa gente de la calle, que todos los días marcha al combate al son del organillo; y el alto orgullo de ser humano lo levantaba a una inmensa altura, sobre aquellos seres monstruosos que le rodeaban. Por un instante, contempló desdeñosamente su absurdas singularidades, desde el pináculo sideral del lugar común. Sintió que tenía sobre ellos la superioridad inconsciente y elemental que experimenta el hombre valeroso ante el poder de las bestias, o el sabio ante el poder del error. Harto sabía él que no contaba con la energía física e intelectual del Presidente Domingo; pero en este momento su inferioridad le pareció cosa tan natural como el no tener los músculos del tigre o un cuerno en la nariz a la manera del rinoceronte. Todo desaparecía ante la certeza definitiva de que el Presidente estaba equivocado, y el organillo tenía razón. Y sonó en su mente aquella verdad irrefutable y terrible del canto de Rolando:
Païens ont tort et Chrétiens ont droit,
que en el antiguo francés nasal resuena como un ruido de armas. Esta liberación de su espíritu, al arrojar el peso de su debilidad, suscitó en él una franca resolución de afrontar la muerte. Como la gente vulgar del organillo, él también sabía cumplir sus obligaciones. Y el orgullo de mantener su palabra era mayor, por lo mismo que había empeñado su palabra a los descreídos. Su triunfo definitivo sobre aquellos fanáticos estaría en penetrar al cuarto privado, y morir por una causa que ellos ni siquiera entendían. Y el organillo entonaba la marcha con la energía y los ruidos mezclados de una orquesta; y Syme creía escuchar, bajo el tañido del cobre que canta el orgullo de la vida, el redoble profundo de los tambores que dicen la gloria de la muerte.
Ya los conspiradores se alejaban, pasando por la puertaventana a los cuartos próximos. Syme pasó el último, extraordinariamente sereno, pero su sangre y sus sienes latían con un ritmo romántico. El Presidente los condujo por una escalerilla lateral que parecía destinada al servicio, hasta una sala penumbrosa, fría y solitaria, donde había una mesa y unos bancos, y que tenía traza de comedor abandonado. Una vez todos adentro, el Presidente echó la llave.