Read El hombre que fue Jueves Online
Authors: G. K. Chesterton
—¡Gregory! —jadeó Syme incorporándose en el sitial—. He aquí, pues, al verdadero anarquista.
—Sí —dijo Gregory amenazador y concentrado—. Yo soy el verdadero anarquista.
—Y llegó el día —murmuró Bull que parecía estar ya dormido— en que los hijos de Dios vinieron ante el señor, y también Satán compareció entre ellos.
—Es verdad —dijo Gregory mirando en torno—, soy un destructor. Yo, si pudiera, destruiría el mundo.
Un sentimiento patético pareció estremecer a Syme, comunicándosele desde el fondo de la tierra, y dijo así incoherente y conmovido:
—¡Oh, tú el más desdichado de los hombres! ¡Intentas ser feliz! Tienes los cabellos rojos como tu hermana.
—Mis cabellos rojos, como rojas llamas, han de incendiar al mundo —contestó Gregory—. Yo creía odiar todas las cosas más de lo que cualquier hombre puede odiar una sola cosa; y ahora descubro que nada me es más odioso que tú.
—Yo nunca te he odiado —dijo Syme con amargura. Y entonces aquella ininteligible criatura lanzó sus últimos clamores:
—¡Tú! ¡Tú nunca has odiado porque tú nunca has vivido! Os conozco a todos, desde el primero hasta el último: sois los poderosos, sois la policía; los hombres gordos y risueños vestidos de azul con botones dorados. Sois la Ley, y nunca habéis sido derrotados. Pero ¿hay acaso un alma viviente que no anhele quebrantaros, aunque sólo sea porqué nunca fuisteis quebrantados? Nosotros, los sublevados, disparatamos frecuentemente sobre este y el otro crimen del gobierno. ¡Gran disparate! El único y magno crimen del gobierno está en el hecho de que gobierne. El pecado imperdonable del poder supremo está en que es supremo. No maldigo vuestra crueldad. No maldigo (aunque bien pudiera) vuestra bondad. Maldigo vuestra seguridad. Estáis en vuestro sitial de piedra instalados de una vez para siempre. Sois los siete ángeles del cielo que no sufren nunca. ¡Ay! Yo podría perdonaros todo, oh gobernantes de la especie humana, si supiera que una sola vez, una sola hora habéis padecido la agonía en que yo me consumo...
Syme saltó aquí de su sitial, temblando de pies a cabeza.
—Lo veo todo —gritó—. Ya entiendo todo lo que pasa. ¿Por qué han de pelear entre sí todas las cosas de la tierra? ¿Por qué cada cosa insignificante se ha de sublevar contra el mundo? ¿Por qué quiere combatir la mosca al universo? ¿Por qué la florcita dorada ha de combatir al universo? Por la misma razón que me obligó a estar solo en el temeroso Consejo de los Días. Para que todo lo que obedece a una ley merezca la gloria y el aislamiento del anarquista. Para que todo el que lucha por el orden sea tan bravo, sea tan honrado como el dinamitero. Para que la mentira de Satanás caiga sobre la cara de este blasfemo, y a través de la tortura y las lágrimas, ganemos el derecho de contestarle a este hombre: ¡mientes! Todas las agonías son pocas para adquirir el derecho de decirle al acusado: ¡nosotros también hemos sufrido!
»No es cierto que nunca nos hayan quebrantado, al contrario: hasta nos han descoyuntado en la rueda del tormento. No es cierto que nunca hayamos bajado de estos tronos: hemos descendido a los infiernos. Cuando este insolente compareció para acusarnos por ser felices, estábamos lamentándonos de dolores inolvidables. Rechazo la calumnia: no hemos sido felices. Puedo responder por todos y cada uno de los Grandes Guardianes de la Ley a quienes éste acusa. Al menos...
Y, al llegar aquí, volvió los ojos al Domingo en cuya ancha cara se dibujaba una extraña sonrisa.
—¿Y tú? —gritó Syme con voz espantosa— ¿Has sufrido tú alguna vez?
Y, a sus ojos, aquella cara pareció dilatarse de un modo increíble; agigantarse más que la máscara colosal de Memnón que, de niño, había hecho llorar de miedo a Syme. Aquella cara se hinchó por instantes, hasta llenar todo el cielo; después, todo se oscureció. Y en medio de la oscuridad, antes de que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna otra vez había oído, quién sabe dónde:
¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?
Cuando, en las novelas, los hombres despiertan dé un sueño, vuelven a encontrarse generalmente en el sitio en que se habían quedado dormidos; bostezan en su sillón, o, si es en el campo, se levantan con todo el cuerpo molido. El caso de Syme fue mucho más extraño psicológicamente, concediendo que, en el sentido habitual de la palabra, no hubiera nada de real en las cosas que le habían sucedido. En efecto; más tarde pudo recordar claramente que había perdido el conocimiento ante la metamorfosis de la cara del Domingo, pero nunca pudo recordar cómo ni cuándo volvió en sí. Apenas logró darse cuenta, y esto poco a poco, de que andaba paseando por una calleja de barrio con un compañero de agradable conversación. Este compañero formaba parte de su drama reciente: era Gregory, el poeta de los cabellos rojos. Caminaban como viejos amigos, y estaban hablando de cualquier bagatela. Pero Syme sentía en sus miembros un vigor sobrenatural, y en su mente una nitidez cristalina que parecían superiores a lo que en aquel instante hablaba o hacía. Sentía como si fuera portador de alguna buena noticia casi increíble, junto a la cual todas las demás cosas resultaban meras trivialidades, aunque encantadoras trivialidades.
El alba comenzaba a romper en claros y tímidos colores; la naturaleza arriesgaba un primer intento de luz amarilla, y manteniendo a la vez su último intento de luz rosa. Soplaba una brisa limpia y suave, que no parecía venir del cielo, sino de alguna ventana abierta en el cielo. Y Syme se sorprendió un poco cuando, a uno y otro lado de la calle, reconoció los edificios rojos e irregulares de Saffron Park. No se figuraba estar tan cerca de Londres. Instintivamente, se internó por una calle blanca donde los pájaros madrugadores trinaban y saltaban, y se encontró frente a la reja de un jardín. Allí vio a la hermana de Gregory, la muchacha de la cabellera roja y dorada, que se entretenía en cortar lilas, mientras llegaba la hora del almuerzo, con esa inconsciente gravedad que suelen tener las muchachas.
[1]
Sus críticos se quejan de la Influencia que ha ejercido sobre Chesterton el reaccionarismo Inteligentísimo de Hilaire Belloc, y aun quieren relacionar esta influencia con ciertos flaqueos literarios de Chesterton. Pero la guerra —confiesan todos— nos devolvió un Chesterton renovado en generosidad y valor. Por desgracia, Chesterton cayó enfermo a poco, y hoy la crítica espera con inquietud sus nuevos libros (1919).
[2]
El Napoleón de Notting Hill
parece haber inspirado algún episodio de «La Moneda Rota».
[3]
El hombre torcido que anduvo una milla torcida.
[4]
Juego de palabras:
Bull
quiere decir toro.
[5]
Oh, just the Syme—. The same—
el mismo, y
the syme—
el Syme, tienen, en el Inglés popular de Londres, una pronunciación parecida.(N. del T.)
[6]
Equivoco sobre la palabra inglesa
spectacles
. (N. del T.)