—Sí —admitió Wallander—. Hace unos años empecé a darme cuenta de que miraba las necrológicas del
Ystads Allehanda
. Y si caía en mis manos cualquier otro periódico, también leía su obituario. Cada vez me preguntaba con más frecuencia qué habría sido de mis compañeros del colegio de Limhamn. ¿Cómo se habría desarrollado su vida en comparación con la mía? Empecé a investigar con cierto interés la vida que habían llevado.
Se sentaron en la escalinata de piedra que conducía al castillo.
—Desde luego, los que empezamos el colegio en otoño de 1955 hemos llevado vidas muy distintas. Hoy creo que sé qué fue de la mayoría. A muchos no les sonrió la fortuna. Algunos están muertos, se pegaron un tiro después de haber emigrado a Canadá. Unos cuantos lograron lo que se habían propuesto, como Sölve Hagberg, que ganó el concurso
Doble o Nada
. La mayor parte de ellos han arrastrado una vida llena de trabajos, sin dar mucho ruido. Así fueron sus vidas, y así ha sido la mía. Cuando llegas a los sesenta, lo tienes casi todo a tus espaldas, no queda más remedio que aceptarlo por difícil que resulte. Ya quedan muy pocas decisiones importantes por tomar.
—Pero ¿tienes la sensación de que se te acaba la vida?
—A veces.
—¿Y en qué piensas entonces?
Wallander vaciló antes de responder y, al cabo de un instante, le dijo la verdad.
—Que lamento que Baiba no esté. Y que lo nuestro nunca llegase a nada.
—Hay otras mujeres —observó Linda—. No tienes por qué estar solo.
Wallander se levantó.
—No —dijo—. No hay otras mujeres. No es posible reemplazar a Baiba.
Volvieron al coche y continuaron camino de la clínica, de la que aún los separaban varios kilómetros. Era un conjunto de cuatro edificios que formaban un cuadrado en cuyo interior habían conservado el antiguo jardín. Mona estaba sentada en un banco fumando cuando ellos entraron y caminaron sobre el paseo adoquinado.
—Ah, pero ¿ha empezado a fumar? —preguntó Wallander—. Antes no fumaba.
—Dice que lo hace para calmarse y que lo dejará en cuanto se haya recuperado.
—¿Y eso cuándo será?
—Debe permanecer aquí otro mes.
—¿Y Hans es quien lo paga?
Linda no contestó, pues la respuesta era obvia. Mona se levantó al verlos acercarse. Wallander observó con displicencia su palidez y sus ojeras, muy pronunciadas. Le pareció fea, algo que jamás se le había ocurrido pensar de Mona.
—Muy amable de tu parte venir a verme —le dijo Mona estrechándole la mano.
—Bueno, quería ver cómo estás —respondió él entre dientes.
Se sentaron en el banco, cada uno a un lado de Mona. Wallander no deseaba otra cosa más que marcharse de allí. El que Mona sufriese ansiedad y el síndrome de abstinencia no constituía razón suficiente para justificar su presencia en aquel lugar. ¿Por qué quiso Linda que fuese a verla en el estado en que ahora se encontraba? ¿Para que, de un modo u otro, admitiese su culpa? ¿Culpa de qué? Tomó conciencia de que su indignación se enardecía por momentos, mientras que Linda y Mona charlaban tranquilamente. Al cabo de un rato, Mona preguntó si querían ver su habitación. Wallander dijo que no, pero Linda la acompañó al interior del edificio.
Él se quedó paseando mientras esperaba. De pronto sonó el móvil, lo sacó del bolsillo. Era Ytterberg.
—¿Te has incorporado ya o sigues de vacaciones? —le preguntó el colega.
—Estoy de vacaciones —respondió Wallander—. O al menos, eso quiero creer.
—Pues yo estoy en mi despacho. Y tengo delante el informe de uno de nuestros colegas del servicio secreto militar. ¿Quieres saber lo que dice?
—Puede que tengamos que interrumpir la conversación.
—Si me concedes dos minutos, habrá tiempo. Es un informe extraordinariamente breve. Lo que significa que consideran que ni yo ni ningún policía normal y corriente debe tener acceso al resto. Cito textualmente: «Ciertas partes del informe son secretas». Me figuro que con eso quieren decir que la mayor parte del informe es secreto. A nosotros nos han dejado tan sólo unas migajas. Las perlas, si las hay, se las han quedado ellos. —Ytterberg sufrió un repentino ataque de estornudos—. Es la alergia —explicó a modo de excusa—. Alguno de los detergentes que usan en la comisaría, se ve que no lo tolero. Creo que voy a empezar a limpiar personalmente mi despacho.
—Me parece una buena idea —respondió Wallander impaciente.
—En el informe consta lo siguiente, que paso a leerte: «El material (microfilmes, negativos y texto codificado) encontrado en el bolso de Louise von Enke contiene material militar secreto. La mayor parte de la información ahí contenida es delicada y se ha clasificado como secreta a fin de impedir que vaya a parar a manos de personas no autorizadas». Fin de la cita. En otras palabras, no cabe la menor duda.
—¿Quieres decir que el material es auténtico?
—Exacto. En el informe dice además que material de naturaleza similar ha llegado en ocasiones anteriores a manos rusas, pues, mediante diversos procedimientos de exclusión, han obtenido pruebas más que concluyentes de que los rusos disponían de información a la que no deberían haber tenido acceso. ¿Comprendes lo que quiero decir? El informe está redactado de un modo algo forzado.
—Sí, los colegas de la secreta suelen expresarse así, ¿por qué iban a ser distintos los del servicio secreto militar? Pero bueno, yo creo que lo he entendido.
—No consta mucho más, pero es inevitable concluir que Louise von Enke ha estado hurgando en el pastel de los militares. Vendió material del servicio de inteligencia. Sólo Dios sabe de dónde lo sacó.
—Sí, quedan muchas incógnitas por despejar —admitió Wallander—. ¿Qué pasó en Värmdö? ¿Por qué la asesinaron? ¿Con quién fue a verse allí? ¿Y por qué la persona o personas que la esperaban no se llevaron lo que guardaba en el bolso?
—Quizá no sabían que estuviese allí.
—O quizá no lo llevara consigo —apuntó Wallander.
—Sí, también estamos considerando esa posibilidad, que alguien los pusiera allí.
—Pues, a mi entender, no es impensable.
—Pero ¿por qué?
—Para que resulte sospechosa de espionaje.
—Ya, bueno, era espía, ¿no?
—Verás, yo me siento como en un laberinto —confesó Wallander—. Y no encuentro la salida. Pero… déjame que piense en lo que me has leído. ¿Qué prioridad tiene ahora este asesinato en vuestra comisaría?
—Muy alta. Corren rumores de que se hablará de ello en un programa de televisión sobre crímenes sin resolver. Los jefes se ponen muy nerviosos cuando los medios de comunicación los acosan con los micrófonos.
—Mándamelos a mí, que no les temo —aseguró Wallander.
—¿Y quién tiene miedo? Lo que ocurre es que me pone muy nervioso haber de responder a preguntas absurdas.
Wallander se sentó en el banco y revisó mentalmente la información que Ytterberg acababa de facilitarle. Se esforzó por hallar alguna incoherencia, pero no lo logró. Le costaba concentrarse.
Mona tenía los ojos brillantes cuando volvió con Linda. Wallander supuso que había llorado. No quería saber de qué habían estado hablando, pero de repente sintió compasión por ella. También a ella podría preguntarle: ¿cómo fue tu vida? Allí la tenía, ajada y abatida, trémula, enfrentada a fuerzas más poderosas que ella.
—Es la hora de mi tratamiento. Os agradezco la visita. Esto me está costando mucho.
—¿En qué consiste el tratamiento? —quiso saber Wallander en un valeroso intento de mostrarse interesado.
—Pues, ahora, en una charla con un médico. Se llama Torsten Rosen. Él también tiene problemas con el alcohol. He de darme prisa.
Se despidieron en el jardín. Linda y Wallander guardaron silencio durante todo el trayecto de vuelta. Wallander pensó que ella estaría más afectada que él, puesto que había conseguido tener una relación muy estrecha con su madre, una vez superada la turbulenta adolescencia.
—Me alegro de que me hayas acompañado —dijo Linda cuando lo dejó en la puerta de su casa.
—Bueno, no me dejaste alternativa —respondió—. Pero claro, era importante que yo viese cómo se encuentra y cómo lo está pasando. La cuestión es si lo logrará.
—No lo sé. Eso espero.
—Sí —dijo Wallander—. Al final, es lo único que nos queda, la esperanza.
Metió la mano por el hueco de la ventanilla abierta y le acarició fugazmente el cabello. Ella giró y se marchó. Wallander se quedó mirándola hasta que el coche desapareció. Sentía un hondo desaliento. Soltó a
Jussi
y se sentó un rato a rascarle detrás de las orejas antes de abrir la puerta.
Lo notó enseguida, alguien había estado allí. Sus precauciones dieron resultado. Una de las pequeñas señales de alarma que había colocado no estaba en su lugar. En la ventana más próxima a la puerta, alguien había cambiado de sitio un pequeño candelabro que él había colocado justo delante de la manivela. Ahora, en cambio, estaba en el rincón izquierdo del alféizar. Se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. ¿Serían figuraciones suyas? No, estaba seguro. Al acercarse a mirar la ventana más de cerca descubrió que la habían abierto desde fuera con algún objeto fino y punzante, seguramente alguna herramienta similar a la que utilizaban los ladrones de coches para forzar las cerraduras.
Con mucho cuidado, tomó el candelabro y escrutó los brazos, que eran de madera, rematados por un aro de cobre. Volvió a dejarlo donde estaba y revisó despacio toda la casa. No halló más rastro de la persona que había estado allí. «Son muy cautos», se dijo. «Cautos y hábiles. Lo del candelabro ha sido un descuido inusual.»
Se sentó a la mesa de la cocina y observó el candelabro. Comprendió que sólo podía existir una explicación de por qué un desconocido había entrado en su casa.
Alguien estaba convencido de que él poseía datos que él mismo ignoraba poseer. Datos que podían figurar en sus notas o incluso en algún objeto.
Era incapaz de moverse. «O bien me estoy acercando a la solución, o bien alguien se está acercando a mí», se dijo Wallander.
Al día siguiente lo arrancaron del descanso nocturno unas ensoñaciones que no logró recordar una vez despierto. Tal vez los caballos hubiesen andado al trote de nuevo, o quizás otra figura, era incapaz de acordarse. El candelabro seguía en la ventana como recordatorio de que alguien andaba por allí, cerca de él. Salió desnudo al jardín, para orinar y soltar a
Jussi
. Una primera neblina otoñal se aposentaba sobre los campos. Se estremeció de frío y se apresuró a entrar. Se vistió, preparó café y se sentó a la mesa de la cocina, decidido a intentar arrojar, una vez más, algo de luz sobre lo que podía haberle ocurrido a Louise von Enke. Ni que decir tiene que era consciente de que no podría pergeñar más que una explicación muy provisional, pero necesitaba revisar toda la información a conciencia, ante todo para dar con el origen de su sensación de estar pasando por alto algún detalle, que ya lo corroía por dentro. En efecto, dicha sensación no había disminuido por el hecho de haber recibido en su casa una segunda y misteriosa visita. En pocas palabras: no pensaba darse por vencido.
Pero resultó que aquella mañana le costaba concentrarse. Tras varias horas intentándolo abandonó su empresa, recogió los papeles que tenía esparcidos sobre la mesa y se dirigió a la comisaría. Volvió a optar por la entrada del garaje y llegó a su despacho sin ser visto. Media hora más tarde alzó la vista de los documentos y echó un vistazo al pasillo desierto, antes de encaminarse a la máquina del café. Y justo cuando se había llenado la taza, apareció a su espalda Lennart Mattson. Wallander llevaba mucho tiempo sin ver a su jefe, sin haberlo echado por ello de menos. Lennart Mattson estaba muy bronceado y había perdido peso, constatación que irritó y llenó de envidia a Wallander.
—¿Ya de vuelta? —preguntó Lennart Mattson—. ¿No puedes resistirte? ¿Te atrae el trabajo? Como debe ser, sin sufrimiento no se forja un buen policía. En fin, si no recuerdo mal, no te incorporabas hasta el lunes, ¿verdad?
—Sí, ya me iba a casa —respondió Wallander—. Necesitaba unos documentos que tenía en el despacho.
—¿Tienes un momento? Hay una buena noticia que me gustaría compartir con alguien.
—Tengo todo el tiempo del mundo —aseguró Wallander sin ocultar la ironía que, estaba convencido, Lennart Mattson no sería capaz de detectar.
Se encaminaron, pues, al despacho del jefe. Wallander se sentó en una de las sillas de las visitas. Lennart Mattson tomó un archivador que había sobre el pulcro escritorio.
—Buenas noticias, ya te digo. Resulta que en Escania tenemos uno de los porcentajes más altos de todo el país en lo que a resolución de casos se refiere. O sea, que resolvemos más casos que la mayoría de las comisarías. No sólo contamos con los mejores resultados, sino también con el mayor incremento en comparación con el año anterior. Y esto es justo lo que necesitamos para mejorar más aún.
Wallander escuchaba a su jefe. No había razón para desconfiar de que lo que decía era exactamente lo que constaba en el informe.
Pero Wallander sabía que interpretar las estadísticas era como hacer magia. Siempre cabía la posibilidad de elaborar una estadística que, al mismo tiempo, fuese falsa. Tanto Wallander como sus colegas tenían la dolorosa conciencia de que el porcentaje de resolución de casos de la policía sueca era el más bajo de Occidente. Y todos intuían que aún podían caer más bajo. El desarrollo a la baja no se detendría. Las constantes reformas burocráticas implicaban, a su vez, un incremento igualmente constante de casos sin resolver. Se cerraban o se reformaban unidades policiales competentes, hasta que dejaban de serlo. Era más importante cumplir objetivos estadísticos que resolver los casos y castigar a los delincuentes según la ley. Además, tanto Wallander como la mayoría de sus colegas pensaba que no se elegían las prioridades adecuadamente. El día que la dirección de la policía sueca decidió que los «delitos menores» debían tolerarse, acabaron con el último asidero de la relación de confianza entre la policía y los ciudadanos.
Para el ciudadano de a pie no era natural aceptar que le robasen el reproductor de música del coche, o que le robasen en el garaje o en la casa de verano. Los ciudadanos querían que también se resolviesen esos delitos o, al menos, que se investigasen.
Claro que nada más lejos de su deseo que discutir todo aquello en aquel momento con Lennart Mattson. Ya tendrían otras oportunidades para abordarlo durante el otoño. Lennart Mattson dejó a un lado el informe y miró a su colega con expresión preocupada. Wallander tomó nota de que le sudaba el cuero cabelludo.