El hombre inquieto (53 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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Aquel día de julio Escania sufría el azote del viento y de la lluvia. Wallander contemplaba por las ventanas el desolador panorama y se decía que aquel verano estaba convirtiéndose en uno de los peores de su vida. Aun así, se obligó a salir y dar un paseo con
Jussi
. Necesitaba oxigenarse y hacer limpieza en su mente. Añoraba tanto los días de sol y tiempo apacible, días que pudiera estar tumbado en el jardín sin tener que preocuparse por los problemas que ahora lo inquietaban.

Después del paseo y de quitarse la ropa empapada, se sentó al teléfono envuelto en su vieja bata y empezó a hojear la agenda. Estaba llena de números tachados, de modificaciones y añadidos. El día anterior, cuando iba en el coche, recordó a un compañero de clase, Sölve Hagberg, que quizá pudiese ayudarle. Y ahora buscaba su número de teléfono. Lo había anotado un día, hacía varios años, en que se lo encontró por casualidad en una calle de Malmö.

Ya de niño, Sölve Hagberg era un tipo peculiar. Wallander recordaba avergonzado que él mismo se contaba entre los que se reían de él por su miopía y su voluntad sincera de aprender algo en el colegio. Sin embargo, todo intento de destruir la confianza en sí mismo de que hacía gala aquel empollón resultó vano: a Sölve le resbalaban los motes, los empujones y las patadas.

Después del colegio perdieron el contacto hasta que, presa del mayor asombro, Wallander lo vio en el programa de televisión
Doble o nada
. Más perplejo aún se quedó cuando supo que Hagberg participaría con preguntas sobre la historia de la armada sueca. Ya de niño adolecía de cierto sobrepeso, pero al verlo en la televisión pensó que podía calificárselo de obeso sin más. Se diría que entró en el estudio rodando sobre cojinetes invisibles. Estaba calvo, llevaba gafas sin montura y hablaba el mismo dialecto indescifrable que Wallander recordaba de los tiempos de colegio. Mona comentó en aquella ocasión su aspecto con desprecio y fue a la cocina a preparar café mientras Wallander lo veía responder correctamente a todas las preguntas que se le hacían. Por supuesto, Sölve ganó después de contestar, con toda naturalidad, cada pregunta de forma clara y con todo lujo de detalles. Por lo que Wallander recordaba, no vaciló en ningún momento, pues conocía a fondo la larga y compleja historia de la armada sueca. El gran sueño de Sölve Hagberg era cumplir el servicio militar en la marina, para luego convertirse en oficial fijo de la armada. Pero, claro está, fue rechazado para el servicio por su enorme corporeidad, desclasificado y enviado a casa, de vuelta a sus libros y a sus modelos de barcos. Y en la tele tuvo su venganza, o más bien se la tomó. Durante un breve período, los diarios se interesaron por aquel hombre tan singular, que aún vivía en Limhamn de dar conferencias y de escribir artículos en revistas y anuarios publicados por diversas instancias militares, en los que también escribía sobre su descomunal archivo. Poseía datos detallados y constantemente actualizados sobre los oficiales de la marina sueca desde el siglo XVII hasta la era moderna. Y Wallander pensaba que quizás hallase en aquel archivo algún documento que arrojase algo más de luz sobre quién era en realidad Håkan von Enke.

Encontró por fin el número de teléfono en el abigarrado margen de la letra hache. Echó mano del auricular y marcó el número. Respondió una mujer. Wallander se presentó y preguntó por Sölve.

—Sölve murió.

Wallander quedó mudo. Al cabo de un rato, la mujer le preguntó si seguía allí.

—Sí, sí, aquí estoy. Lo siento, no sabía que había muerto.

—Pues sí, hace dos años. De un infarto. Estaba en Ronneby, dando una charla para un grupo de viejos maquinistas jubilados que habían trabajado para la Armada. De repente, durante la cena posterior a la conferencia, se desvaneció. Me llegó el curioso mensaje de que «había fallecido entre el segundo plato y el postre».

—Supongo que tú eres su mujer, ¿no?

—Sí, Asta Hagberg. Estuvimos casados durante veintiséis años. Yo le decía que tenía que adelgazar. Y lo único que hizo fue empezar a tomar tres terrones de azúcar en el café, en lugar de cuatro. ¿Y tú, de qué lo conocías?

Wallander le explicó su relación con Sölve y decidió enseguida, algo decepcionado, concluir aquella conversación lo antes posible.

—Entonces, tú eras uno de los que se burlaban de él, ¿no? —le espetó la mujer de forma inesperada cuando hubo terminado—. Sí, ahora recuerdo tu nombre. Uno de los que le hacían la vida imposible en la escuela. Tenía vuestros nombres anotados y sabía perfectamente cómo os trataba la vida. Y no se avergonzaba de alegrarse al saber que a alguno le iba mal. ¿Por qué has llamado? ¿Qué querías?

—Esperaba que me permitiese acceder a su gran archivo.

—Sölve está muerto, pero quizás yo pueda ayudarte. Aunque, la verdad, no sé si quiero hacerlo. ¿Por qué no pudisteis dejarlo en paz?

—Bueno, yo creo que, en realidad, no sabíamos lo que hacíamos. Los niños pueden ser crueles. Y yo no era una excepción.

—¿Te arrepientes?

—Por supuesto.

—Bueno, entonces ven a casa. Él sospechaba que no tendría una vida larga, de modo que me instruyó y me explicó cómo había organizado el archivo. Ignoro lo que pasará el día que yo también falte. Yo siempre estoy en casa. Sölve me dejó bastante dinero y no tengo que trabajar.

La mujer se echó a reír.

—¿Sabes cómo ganaba ese dinero?

—Supongo que era un conferenciante muy solicitado.

—¡Qué va! Por eso no cobraba. Te doy otra oportunidad.

—Pues… no lo sé.

—Jugaba al póquer. En clubes ilegales. Tú te dedicas a eso, ¿no?

—Ah, pues yo creía que hoy en día la gente jugaba por Internet.

—¡Bah! A él eso no le interesaba. Él iba a los clubes y a veces se pasaba fuera varias semanas. En alguna que otra ocasión perdió grandes cantidades de dinero, pero por lo general llegaba a casa con el maletín a rebosar de billetes. Entonces me pedía que los contara y que los ingresara en el banco. La policía vino a visitarnos más de una vez. Y lo detuvieron en varias redadas, pero nunca fue acusado ni sentenciado. Yo creo que tenía un acuerdo con la policía.

—¿Qué quieres decir?

—Pues, que a veces, ni más ni menos, él les proporcionaba información. Si algún sujeto buscado aparecía en un club con dinero, procedente de robos y esas cosas. Nadie se imaginaba que el bueno y obeso de Sölve fuese un soplón. Bueno, ¿vas a venir o no?

Al anotar la dirección, Wallander se dio cuenta de que Sölve había vivido siempre en la misma calle de Limhamn. Acordó con Asta Hagberg que iría a verla aquella misma tarde, sobre las cinco. Después de la conversación llamó a Linda, pero saltó el contestador, de modo que le dejó un mensaje en el que le decía que estaba en casa. Acto seguido, confeccionó una pequeña lista de la compra, después de haber tirado a la basura un montón de comida inservible que tenía en el frigorífico, ahora casi vacío. Estaba a punto de salir, cuando llamó Linda.

—Vengo de la farmacia. Klara está enferma.

—¿Algo grave?

—No tienes por qué preguntar siempre como si estuviera moribunda. Tiene fiebre y dolor de garganta. Nada más.

—¿La has llevado al médico?

—Llamé al centro de salud y creo que lo tengo todo controlado. Siempre que no te pongas nervioso y, de paso, me pongas nerviosa a mí. ¿Dónde has estado?

—Bueno, por ahora no puedo decírtelo.

—En otras palabras, con una mujer. Eso está bien.

—No, nada de mujeres. En fin, tengo un mensaje importante que daros. Hace un rato recibí una llamada telefónica. De Håkan.

En un primer momento, Linda creyó no haber entendido bien. Hasta que gritó directamente al auricular.

—¡¿Qué Håkan ha llamado?! ¿Qué coño estás diciendo? ¿Dónde está? ¿Cómo está? ¿Y qué ha pasado?

—Bueno, bueno, ¡no me grites en el oído! No sé dónde está. No ha querido revelarme su paradero. Sólo me aseguró que está bien. Y no me pareció que le hubiese ocurrido nada.

Wallander oía la pesada respiración de Linda al otro lado del hilo telefónico. Le producía un profundo malestar tener que mentirle y se arrepintió de haber dado su palabra antes de abandonar la isla. «Se lo tengo que decir», pensó. «No puedo andar engañando a mi hija.»

—Eso carece de sentido. ¿Y no te dijo por qué se había marchado?

—No, pero sí que no había tenido nada que ver con la muerte de Louise. Estaba tan impresionado como nosotros. No se había puesto en contacto con ella desde que se marchó.

—¿Están mis suegros locos de atar?

—Pues, yo no puedo contestar a eso, pero deberíamos alegrarnos de que esté vivo. Eso era lo único que quería que os transmitiera, que está bien. Pero no podía decir cuándo iba a volver ni por qué se esconde.

—¿Eso dijo? ¿Qué se esconde?

Wallander comprendió que se había ido de la lengua, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—No recuerdo exactamente sus palabras. No olvides que yo también me quedé pasmado.

—Tengo que hablar con Hans. Está en Copenhague.

—Yo no voy a estar en casa esta tarde, llámame por la noche y seguimos hablando. Ni que decir tiene que quiero saber cómo reacciona Hans.

—Pues qué va a hacer sino alegrarse.

Wallander colgó el teléfono presa de un hondo malestar. El día que la verdad saliese a la luz tendría que estar preparado para la ira de Linda.

Salió de su casa enfurecido y dispuesto a ir a Ystad y hacer la compra. Adquirió un nuevo cazo, que no necesitaba, y pensó que los precios de la comida habían alcanzado unas cotas inexplicables. Dio un paseo por el centro de la ciudad, entró en una tienda de ropa de caballero, donde compró un par de calcetines que tampoco precisaba, y se marchó a casa.

Había dejado de llover, el cielo estaba despejado y había subido la temperatura. Secó el balancín y se tumbó. Cuando despertó, eran las tres y media. Se sentó al volante y puso rumbo a Limhamn.

Ignoraba qué encontraría exactamente. Una vez en su destino, experimentó esa habitual mezcla de malestar y añoranza que siempre sentía cuando regresaba al lugar donde se desarrolló su niñez. Aparcó el coche cerca de la casa de Asta Hagberg y fue caminando al bloque de pisos de alquiler donde él había pasado su infancia. Habían renovado la fachada y una nueva valla rodeaba el edificio, pero aun así lo recordaba todo tal cual estaba en aquellos días. El arenero donde jugó de niño era más grande ahora, pero de los dos robles por los que solía trepar no había ni rastro. Se detuvo en la acera y contempló a unos niños que jugaban. Tenían la piel oscura, seguramente serían de Oriente Medio o del norte de África. Sentada en la entrada del portal, una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo hacía punto mientras les echaba un ojo a los niños. Y por una ventana abierta se oían los acordes de una música árabe. «Aquí viví yo», se dijo. «En otro mundo, en otro tiempo.»

Un hombre que salió del edificio se dirigió a la verja. También él tenía la piel oscura. Observó a Wallander con una sonrisa.

—¿Buscas a alguien? —le preguntó en un sueco dudoso.

—No —respondió Wallander—. Es que yo viví en este bloque hace mucho tiempo. Uno de mis vecinos era conductor de trenes.

Señaló hacia la ventana del segundo que, en su día, fue la de su sala de estar.

—Es un buen sitio para vivir —dijo el hombre—. Aquí estamos a gusto, y los niños también. No tenemos motivos para sentir miedo.

—Eso está bien, la gente no ha de ir por ahí con miedo.

Wallander asintió y se despidió. La sensación de estar envejeciendo lo abrumaba. Apremió el paso, como para alejarse de sí mismo.

El jardín que rodeaba la casa de Asta Hagberg estaba muy descuidado. Una mujer tan obesa como el Sölve Hagberg que él recordaba haber visto en televisión le abrió la puerta. Estaba sudorosa, despeinada y llevaba una falda demasiado corta. En un primer momento creyó que era ella la que emanaba aquel intenso olor a una mezcla de fuertes perfumes, pero enseguida comprobó que toda la casa estaba impregnada de aromas extraños. «¿Irá por la casa perfumando los muebles?», se preguntó. «¿Rociará las plantas con almizcle?» Asta le preguntó si quería café, pero él lo rechazó. Ya se sentía mareado por el asfixiante olor que llegaba a sus fosas nasales desde todos los rincones de la casa. Cuando entró en la sala de estar tuvo la sensación de acceder al puente de mando de un gran buque. Por todas partes había timones, brújulas con bellos herrajes de bronce, barcos votivos colgados del techo y una vieja litera de camarote junto a una pared. Asta Hagberg se acomodó en un alto taburete giratorio que Wallander supuso procedente de algún barco. Él se sentó en lo que creyó un sofá normal y corriente. Sin embargo, una placa de bronce explicaba que perteneció en su día al transatlántico
Kungsholm
, de la compañía marítima Svenska Amerikalinjen.

—Bien, ¿qué puedo hacer por ti? —le preguntó antes de encender un cigarrillo al que le había puesto una boquilla.

—Håkan von Enke, un viejo capitán de fragata ya jubilado.

Asta Hagberg sufrió un repentino ataque de tos. Wallander confiaba en que aquella mujer fumadora y con sobrepeso no fuese a morir allí mismo, en su presencia. Calculó que tendría más o menos su edad, sesenta años. Asta Hagberg tosió tanto que se le saltaron las lágrimas. En cuanto se le pasó el ataque, siguió fumando tranquilamente.

—El desaparecido Von Enke, cuya esposa ha muerto hacía poco, ¿no es eso?

—Sí. Sé que Sölve poseía un archivo único. ¿Crees que contendrá algún documento que me ayude a desentrañar el porqué de la desaparición de Von Enke?

—Bueno, a estas alturas ese hombre está muerto, no cabe duda.

—En ese caso, buscaré entre esos documentos la razón de su muerte —respondió Wallander evasivo.

—Su mujer se suicidó. Lo que indica que la familia se enfrentaba a problemas de envergadura, ¿no es cierto?

Se acercó a una mesa, levantó un paño que protegía un ordenador. A Wallander lo sorprendió la agilidad con que sus gruesos dedos volaban sobre el teclado. Unos minutos más tarde, Asta se alejó un poco de la pantalla, con los ojos entrecerrados.

—La carrera de Håkan von Enke ha sido totalmente normal. Y llegó adonde se esperaba que llegase, más o menos. Si Suecia se hubiese visto involucrada en una guerra, habría podido ascender algo más, quizá, pero es dudoso.

Wallander se levantó y se colocó a su lado. El hedor a perfume resultaba tan asfixiante que procuró respirar por la boca. Leyó el texto que aparecía en la pantalla, observó la fotografía, tomada seguramente cuando Von Enke contaba unos cuarenta años.

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