Wallander recordó a otra pareja de ancianos asesinada en Lenarp hacía casi veinte años. En el almanaque privado de Wallander, aquélla fue una de las investigaciones más intensas de sus años en Ystad. Dos refugiados que buscaban asilo atracaron a un viejo campesino que acababa de sacar una gran cantidad de dinero de una oficina bancaria. Era como si lo viese suceder ante sus ojos una vez más, el mismo horror que se repetía. Lo que sucedió en aquellos tiempos ya lejanos se mezclaba con lo que tenía ahora entre manos. La misma violencia bestial, una brutalidad que hoy lo asustaba tanto como entonces.
Durante más de un mes trabajaron para atrapar al autor del crimen. Las primeras semanas se movían sin la menor idea o pista segura, aunque el hecho de que estuviese tan bien planeado fue en sí una pista para Wallander. El asesino reaparecería, con toda probabilidad, entre los delincuentes fichados.
En una ocasión dejó Ystad para visitar Hässleholm, donde habló con un hombre llamado Rune Berglund. Se conocieron en la penumbra del atardecer, ante el estadio deportivo de la ciudad. Berglund tenía en su pasado antecedentes de robo, y en dos ocasiones fue condenado incluso por sendos delitos de lesiones graves. Pero el hombre se redimió de repente y, para asombro de todos, abandonó de veras aquel camino de delincuencia. Pese a haber cesado en su carrera criminal, Berglund poseía una amplia red de contactos. Wallander había recurrido a sus servicios como informante gracias a un policía judicial de Malmö, y a partir de entonces volvió a ponerse en contacto con él alguna que otra vez cuando necesitaba información. El precio era siempre el mismo, doscientas coronas en la cesta de la colecta de la iglesia. Berglund trabajaba de siete a cuatro en una empresa de neumáticos y pasaba todo su tiempo libre en la iglesia libre en cuyo seno había encontrado a Jesús. O quizá fuese al contrario y Jesús lo hubiese encontrado a él…
Wallander nunca dudó de que sus billetes de cien coronas iban a parar adonde él decía.
Berglund no se sorprendió cuando Wallander le explicó el motivo de su visita, los medios de comunicación se habían hecho cumplido eco del robo de armas perpetrado a las afueras de Ystad. Según Berglund, podría tratarse de un trabajo por encargo desde el extranjero. Pese a que Olof Hansson disponía en su vivienda de una completa instalación de seguridad, no era nada comparado con lo que podía encontrarse en el continente. En otras palabras, a unos ladrones de armas experimentados le resultaría más sencillo elegir la casa de Hansson que cualquier otro objetivo extranjero.
Berglund prometió llamarlo si se enteraba de algo. Y eso hizo, de hecho, la víspera de Nochebuena con el soplo de que quizá podía tratarse de una banda compuesta por suecos y un grupo de polacos contratados para aquel fin.
Olof Hansson murió aquella Nochebuena, y el caso pasó de la denominación de robo y lesiones graves a la categoría de asesinato. En el caso trabajaban ante todo dos policías, Ann-Louise Edenman, de Lund, y Kristina Magnusson que, como el propio Wallander, se trasladó de Malmö a Ystad. Sin que nadie lo decidiese en realidad, recayó sobre Wallander la tarea de dirigir la investigación. De vez en cuando recordaba los tiempos en que su superior inmediato, durante sus primeros años en Ystad, era el experto comisario Rydberg. A Rydberg le diagnosticaron un cáncer y falleció. Wallander lo añoró siempre, hubo períodos en que pensaba en él a diario y aún hoy le llevaba flores a su tumba cuando se veía involucrado en una investigación complicada. Y ante la sencilla lápida bajo la que descansaba su maestro se preguntaba qué habría hecho él en su lugar. Al mismo tiempo sentía curiosidad por saber si llegaría el día en que Edenman o Magnusson se preguntasen también qué habría hecho Wallander en una situación determinada.
No lo sabía. Y, en el fondo, tampoco quería saberlo.
El 12 de enero, la vida de Wallander sufrió un cambio radical. En primer lugar, la investigación experimentó un avance decisivo. Kristina Magnusson entró en tromba en el despacho donde Wallander revisaba unos informes sobre robos de armas que le habían enviado desde el departamento central de la policía judicial. Por la expresión de su rostro Wallander comprendió que algo había sucedido. Se reconoció a sí mismo en aquella expresión, pues también él entraba en tromba en los despachos de sus colegas cuando de pronto recibía una información decisiva.
—Hanna Hansson ha empezado a hablar —anunció la colega—, y a recordar.
—¿Qué ha dicho?
—Que reconocía al menos a uno de los dos hombres.
—Pero ¡si iban enmascarados!
—Dice que reconoció las voces. Los dos habían estado en la tienda con anterioridad.
—¿Sin máscara?
Kristina Magnusson asintió. Wallander comprendió enseguida lo que aquello podía implicar.
—Es decir, que están registrados en antiguas grabaciones de las cámaras.
—Podría ser.
Wallander valoró la información que acababa de recibir.
—¿Estás segura de que no se equivoca?
—Parecía tener la mente despejada y sonaba muy convencida.
—¿Sabe que su marido ha fallecido?
—No. Sus dos hijas están en el hospital, pero los médicos les han pedido que no le den la noticia aún.
Wallander meneó la cabeza pensativo.
—Si está tan lúcida como dices, ya lo sabrá. Se lo habrá visto a sus hijas en la mirada.
—Te refieres a que tanto da si se lo decimos, ¿no?
Wallander se levantó de la silla.
—Me refiero a que no debemos dejarnos engañar. Ella sabe que su marido ha muerto. ¿Cuánto tiempo llevaban casados? ¿Cuarenta y siete años? Venga, vamos a reunir a todo el personal disponible y a estudiar las películas de las cámaras de seguridad.
Cuando Wallander salió al pasillo detrás de Kristina Magnusson, cuyo trasero se complacía en observar secretamente, sonó el teléfono de su despacho. Dudó si responder o no, pero finalmente se dio la vuelta y entró en el despacho. Era Linda. Tenía varios días libres después de haber trabajado durante un Fin de Año más agitado de lo común; con infinidad de disputas familiares y de casos de malos tratos en Ystad.
—¿Tienes un momento?
—En realidad, no. Es posible que podamos identificar ya a alguno de los ladrones de armas.
—Tenemos que vernos.
Wallander la notó tensa y se preocupó, como siempre que creía que podía haberle pasado algo.
—¿Se trata de algo grave?
—No, en absoluto.
—Podemos vernos a la una.
—¿En la playa de Mossby?
Wallander creyó que bromeaba.
—¿Quieres que me lleve el bañador?
—Hablo en serio. En la playa de Mossby, pero nada de bañarse.
—¿Qué vamos a hacer allí con el frío que hace y lo que sopla el viento?
—Estaré allí a la una. Y tú también.
Linda colgó sin darle tiempo a hacer más preguntas. ¿Qué querría? Durante un rato se quedó inmóvil intentando dar con la respuesta, pero sin éxito. Después se encaminó a la sala de reuniones que tenía el mejor televisor y se pasó dos horas viendo las películas de las cámaras de seguridad de Hansson. Cerca de las doce y media aún les quedaban por ver la mitad de las filmaciones. Wallander se levantó y anunció que lo retomarían a las dos. Martinsson, uno de los policías con los que Wallander llevaba más años trabajando en Ystad, lo miró sorprendido.
—¿Vamos a dejarlo ahora? Que yo sepa, tú nunca has tenido horas fijas para comer.
—No voy a comer. Tengo otra reunión.
Dejó la sala pensando que había sido más cortante de lo necesario al responder. Martinsson y él no eran sólo colegas, eran amigos. Cuando Wallander celebró la fiesta de inauguración de la casa de Löderup, Martinsson pronunció un discurso en su honor, por el perro y por la casa. «Somos como una triste pareja de ancianos», se dijo mientras salía de la comisaría. «Una pareja que discute, más que nada para mantenerse en forma.»
Se encaminó a su coche, un Peugeot que compró hacía cuatro años, y partió en dirección a su cita. «¿Cuántas veces habré recorrido esta carretera? ¿Cuántas más la recorreré?» Mientras aguardaba ante un semáforo en rojo recordó algo que le contó su padre un día sobre cierto primo al que Wallander no había visto jamás. El primo era conductor de transbordadores entre varias islas del archipiélago de Estocolmo; travesías cortas, que por lo general no duraban más de cinco minutos, año tras año el mismo tramo. Un día no pudo más. El transbordador estaba lleno de coches, a última hora de una tarde de octubre.
Y de repente giró el timón y puso rumbo a mar abierto. Después contó que sabía que el transbordador tenía combustible suficiente para llegar a alguno de los estados bálticos. Pero cuando se vio abrumado por conductores indignados y por los guardacostas que acudieron para obligarlo a recuperar el rumbo no dio más explicación. Jamás explicó por qué lo hizo.
Wallander pensó que, de algún modo, comprendía a su primo.
Unas nubes solitarias se precipitaban por el cielo mientras él conducía por la costa en dirección oeste. Por la mañana oyó en la radio que hacia la tarde podía nevar otra vez. Poco antes de pasar el desvío hacia Marsvinsholm lo adelantó una moto. El conductor saludó con la mano y Wallander pensó que era una de las cosas que más temía en el mundo, que Linda sufriese un accidente con la moto. Él no tenía la menor idea de que le gustasen las motos hasta que un día, varios años atrás, Linda aterrizó en la explanada de la casa de su padre con su flamante Harley-Davidson cuyos adornos en cromo relucían al sol. Lo primero que le preguntó cuando se quitó el casco fue si había perdido la razón.
—Tú no sabes cuáles son mis sueños —le respondió ella con una amplia sonrisa de felicidad—. Del mismo modo que yo no sé los tuyos.
—En ninguno sale una moto, te lo aseguro.
—Lástima. Podríamos haber paseado juntos.
Él incluso llegó a prometerle, a suplicarle, que le compraría un coche y le pagaría la gasolina si se deshacía de la moto. Pero ella se negó y Wallander supo desde el principio que había perdido la batalla. Linda había heredado su tozudez, no conseguiría hacerla desistir de la moto, daba igual con qué intentase convencerla.
Cuando giró para acceder al aparcamiento de la playa de Mossby, que debido al vendaval estaba desierta, Linda ya se había quitado el casco y lo esperaba en la cima de una duna de arena, con el cabello al viento. Wallander apagó el motor del coche y se quedó sentado observando a su hija, vestida con aquella ropa de piel negra y las botas de un precio disparatado, pues se las hicieron a medida en una fábrica de California y le costaron casi el sueldo completo de un mes. «Hace tiempo era una niña que, sentada en mis rodillas, me consideraba el más grande de todos los héroes», pensó Wallander. «Ahora ya ha cumplido treinta y seis años, es policía, como yo, y tiene una mente aguda y la sonrisa franca. ¿Qué más puedo pedir?»
Salió del coche a la ventisca de la intemperie y trepó como pudo por la blanda arena hasta que llegó al lado de Linda. La joven le sonrió.
—Aquí ocurrió algo —le dijo—. ¿Recuerdas qué?
—Me anunciaste que ibas a ser policía. Sí, aquí fue donde me lo dijiste.
—No, estaba pensando en otra cosa.
De pronto, Wallander cayó en la cuenta de a qué se refería.
—Un bote de goma con los cadáveres de dos hombres fue arrastrado a tierra —le dijo—. Hace tantos años que ya ni siquiera recuerdo cuándo sucedió. Es como si esos sucesos hubiesen acontecido en otro mundo.
—Háblame de ese mundo.
—No creo que me hayas hecho venir aquí para eso, ¿verdad?
—Bueno, tú cuéntamelo de todos modos.
Wallander extendió el brazo señalando el mar.
—De los países que hay al otro lado apenas si sabíamos algo. Supongo que a veces fingíamos que no existían. Estábamos separados de los estados bálticos, nuestros vecinos más cercanos. Y ellos de nosotros. Un día, el bote de goma llegó flotando hasta aquí y la investigación me condujo a Letonia, a la ciudad de Riga. Pude hacer una visita al otro lado de un muro de acero que ya no existe. Entonces el mundo era distinto. Ni peor ni mejor, sólo diferente.
—Voy a tener un hijo —declaró Linda—. Estoy embarazada.
Wallander se quedó sin aliento, como si no hubiese comprendido lo que acababa de decirle. Luego empezó a mirarle la barriga, oculta tras la ropa negra de piel. Linda rompió a reír.
—Claro que aún no se nota nada, sólo estoy de dos meses.
Tiempo después, Wallander recordaría cada detalle de aquel encuentro en que Linda le hizo esa importante revelación. Bajaron a la orilla encogidos para protegerse del viento que les soplaba en contra. Linda le contó cuanto quiso saber. Cuando volvió a la comisaría, una hora más tarde, Wallander casi había olvidado la investigación de la que era responsable.
Aún no habían dado las cinco de la tarde, estaba a punto de empezar a nevar otra vez, cuando lograron localizar unas fotografías de los dos hombres que estuvieron presuntamente involucrados en el robo de armas y el brutal asesinato. Wallander sintetizó lo que ya todos sabían, que aquello suponía un gran avance hacia la resolución del caso.
Acababa de terminar la reunión y todos recogían sus documentos y carpetas cuando Wallander sintió un deseo irrefrenable de hacerlos partícipes de la alegría infinita que experimentaba.
Pero, por supuesto, no soltó palabra.
Sencillamente, no se le habría ocurrido decirles nada. A sus colegas no les comunicaría algo tan íntimo. Jamás en la vida.
El día 30 de agosto de 2007, justo después de las dos de la tarde, Linda dio a luz una niña, la primera nieta de Kurt Wallander, en el hospital de Ystad. El parto fue normal y, además, puntual, el día que señaló la comadrona. Wallander se había tomado vacaciones a la espera del evento y se pasó el día intentando conseguir una mezcla de cemento y yeso en condiciones, para tapar las grietas del muro que sujetaba el techo del porche, junto a la puerta de entrada. No es que lo consiguiera, pero al menos lo mantenía ocupado. Cuando sonó el teléfono y le comunicaron que, a partir de aquel momento, podía usar el título de abuelo, se echó a llorar. Le embargó la emoción y, por un instante, se sintió totalmente indefenso.
No fue Linda quien llamó, sino el padre de la criatura, el agente financiero Hans von Enke, y como Wallander no quería mostrarse ante él débil y sensiblero, le agradeció parcamente la información, le pidió que saludase a Linda de su parte y dio por concluida la conversación.