El hombre de los círculos azules (2 page)

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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre de los círculos azules
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Así, al niño asilvestrado de los cuatro asesinatos le habían acabado nombrando inspector y luego comisario, mientras seguía garabateando durante horas dibujitos sobre las rodillas, sobre sus deformados pantalones. Hacía quince días le habían ofrecido París. Entonces dejó tras él su despacho lleno de inscripciones que había escrito a lápiz durante veinte años, sin que la vida le agotara jamás.

Sin embargo, ¡cómo podía la gente, a veces, llegar a aburrirle! Era como si demasiado a menudo supiera de antemano lo que iba a oír. Y cada vez que pensaba: «Ahora este tipo va a decir esto», se despreciaba, se consideraba odioso, y aún más cuando el tipo lo decía realmente. Entonces sufría y suplicaba a un dios cualquiera que un día le concediera la sorpresa y no el conocimiento.

Jean-Baptiste Adamsberg removía el café en un bar frente a su nueva comisaría. ¿Acaso ahora entendía mejor por qué habían dicho de él que estaba asilvestrado? Sí, realmente lo veía un poco más claro, aunque la gente utiliza las palabras a tontas y a locas. Sobre todo él. De lo que estaba seguro era de que sólo París podía restituirle el mundo mineral que sabía que necesitaba.

París, la ciudad de piedra.

Había muchos árboles, era inevitable, pero los ignoraba, bastaba con no mirarlos. Y las plazoletas ajardinadas bastaba con evitarlas; entonces todo iba bien. A Adamsberg, en materia de vegetación, sólo le gustaban los matorrales raquíticos y las hortalizas subterráneas. Lo que también estaba claro era que sin duda no había cambiado tanto, pues las miradas de sus nuevos colegas le habían recordado a las de los Pirineos, hacía veinte años: la misma estupefacción discreta, las palabras murmuradas a sus espaldas, los movimientos de cabeza, los pliegues alterados de las bocas y los dedos separándose en gestos de impotencia. Toda esa actividad silenciosa que quiere decir: pero ¿quién es este tipo?

Suavemente había sonreído, suavemente había estrechado las manos, explicado y escuchado, porque Adamsberg siempre lo hacía todo suavemente. Sin embargo, al cabo de once días, sus colegas seguían acercándose a él con la expresión de los hombres que se preguntan a qué nueva especie de ser vivo tienen que enfrentarse, y cómo se la alimenta, y cómo se le habla, y cómo se la distrae y cómo hay que interesarse por ella. Desde hacía once días, la comisaría del distrito 5 se había visto invadida por los cuchicheos, como si un delicado misterio hubiera interrumpido la vida cotidiana.

La diferencia con sus comienzos en los Pirineos era que, ahora, su reputación hacía las cosas un poco más fáciles, aunque ese hecho no consiguiera que todos olvidaran que él venía de fuera. Ayer había oído al parisino más viejo del equipo decir en voz baja: «Viene de los Pirineos, ¿te das cuenta?, eso es como decir del otro extremo del mundo».

Tenía que haber estado en su despacho desde hacía media hora, pero Adamsberg seguía removiendo el café en el bar de enfrente.

No era porque hoy, a los cuarenta y cinco años, hubiera respeto a su alrededor por lo que se permitía llegar tarde. A los veinte años, también llegaba tarde. Incluso para nacer se había retrasado dieciséis días. Adamsberg no tenía reloj, aunque no era capaz de explicar por qué y por otra parte no tenía nada contra los relojes. Ni contra los paraguas. Ni contra nada, en realidad. No era que sólo quisiera hacer lo que deseaba, sino que no podía esforzarse por nada si su humor, en ese instante, no era propicio. Jamás había podido, ni siquiera cuando deseaba gustar a la bella inspectora. Ni siquiera por ella. Todos habían dicho que el caso de Adamsberg era desesperado, y también ésa era a veces su opinión. Pero no siempre.

Y hoy su humor era remover un café, lentamente. Un tipo había sido asesinado en su almacén de tejidos, tres días antes. Sus negocios parecían tan turbios que tres de los inspectores estaban examinando el archivo de sus clientes, seguros de encontrar al asesino entre ellos.

Adamsberg no estaba demasiado preocupado por el caso desde que había visto a la familia del muerto. Sus inspectores buscaban un cliente estafado, e incluso tenían una pista verosímil, y él observaba al hijastro del muerto, Patrice Vernoux, un guapo joven de veintitrés años, delicado y romántico. Era todo lo que hacía, observarle. Ya le había convocado tres veces a la comisaría con variados pretextos, haciéndole hablar de cualquier cosa: qué pensaba de la calvicie de su padrastro, si le desagradaba, si le gustaban las fábricas textiles, qué sentía cuando había una huelga de electricidad, cómo explicaba que la genealogía apasionara a tanta gente...

La última vez, ayer, la conversación se había desarrollado así:

—¿Se considera usted guapo? —había preguntado Adamsberg.

—Me resulta difícil decir que no.

—Tiene usted razón.

—¿Podría decirme por qué estoy aquí?

—Sí. Por su padrastro, por supuesto. Usted me ha dicho que le molestaba que se acostara con su madre.

El joven se encogió de hombros.

—De todas formas no podía hacer nada, salvo matarle, y no lo he hecho. Pero es verdad, aquello me revolvía un poco el estómago. Mi padrastro era una especie de oso. Tenía pelos hasta en las orejas, francamente era superior a mis fuerzas. ¿A usted le habría gustado?

—No lo sé. Un día vi a mi madre acostándose con un compañero de clase, aunque la pobre mujer era bastante fiel. Cerré la puerta y recuerdo que lo único que pensé fue que el chico tenía un lunar verde en la espalda, pero que seguramente mamá no lo había visto.

—No sé qué tiene que ver conmigo —había protestado el chico, molesto—. Si usted es más valiente que yo, es asunto suyo.

—No, pero no importa. ¿Le parece que su madre está triste?

—Naturalmente.

—Bueno. Muy bien. No vaya demasiado a verla.

Y luego había dicho al joven que se fuera.

Adamsberg entró en la comisaría. Su inspector preferido, de momento, era Adrien Danglard, un hombre no muy guapo, muy bien vestido, con el vientre y el culo bajos, que bebía bastante y no parecía muy fiable después de las cuatro de la tarde, y a veces antes. Sin embargo era real, muy real, y Adamsberg aún no había encontrado otro término para definirle. Danglard le había dejado sobre su mesa un resumen del archivo de los clientes del comerciante de tejidos.

—Danglard, me gustaría ver hoy a ese joven, Patrice Vernoux.

—¿Otra vez, señor comisario? Pero ¿qué quiere de ese pobre chico?

—¿Por qué dice «pobre chico»?

—Es tímido, se está repeinando sin parar, es conciliador, hace esfuerzos por agradarle, y cuando le espera, sentado en el pasillo, sin saber lo que usted va a preguntarle, parece tan desconcertado que da un poco de pena. Por eso digo «pobre chico».

—Danglard, ¿no ha advertido usted nada más?

Danglard movió la cabeza.

—¿No le he contado la historia del perrazo baboso? —le preguntó Adamsberg.

—No. Debo decir que no.

—Después, usted me considerará el poli más asqueroso de la tierra. Tiene usted que sentarse un momento, hablo muy despacio, me cuesta mucho resumir, a veces incluso me despisto. Soy un hombre impreciso, Danglard. Salí temprano del pueblo para pasar el día en la montaña, tenía once años. No me gustan los perros y tampoco me gustaban cuando era pequeño. Aquél, un perrazo baboso, me miraba en medio del sendero. Me lamió los pies, me lamió las manos, era un perrazo cretino y simpático. Le dije: «Escucha, perrazo, voy muy lejos, intento perderme y volver a encontrarme después, puedes venir conmigo, pero haz el favor de dejar de lamerme porque me molesta». El perrazo me entendió y me siguió.

Adamsberg se interrumpió, encendió un cigarrillo y sacó un trozo de papel del bolsillo. Cruzó una pierna, se apoyó en ella para garabatear un dibujo y continuó tras mirar de reojo a su colega.

—Me da igual aburrirle, Danglard, quiero contar la historia del perrazo. El perrazo y yo charlamos durante todo el camino de las estrellas de la Osa Menor y de los huesos de vaca, y nos detuvimos en un establo abandonado. Allí había seis chavales de otro pueblo a los que conocía bien. Nos habíamos peleado muchas veces. Dijeron: «¿Es tu chucho?». «Sólo por hoy», respondí. El más pequeño tiró al perrazo de sus largos pelos, al perrazo que era miedoso y blando como una alfombra, y tiró de él hasta el borde del precipicio. «No me gusta tu chucho —dijo—, tu chucho es un gilipollas.» El perrazo gimió sin reaccionar, es verdad que era un gilipollas. El crío le dio una patada en el culo y el perro cayó al vacío. Puse mi mochila en el suelo, lentamente. Yo todo lo hago lentamente. Soy un hombre lento, Danglard,

«Sí —tuvo ganas de decir Danglard—, ya me he dado cuenta.» Un hombre impreciso, un hombre lento, aunque no podía decirlo porque Adamsberg era su nuevo superior. Y además le respetaba. A los oídos de Danglard habían llegado, como a los de todo el mundo, las principales investigaciones de Adamsberg, y, como todo el mundo, había acogido favorablemente la genialidad del desenlace, cosa que hoy le parecía incompatible con lo que había descubierto del hombre desde su llegada. Ahora que le veía, estaba sorprendido, pero no solamente por la lentitud de sus gestos y sus palabras. En primer lugar le había decepcionado su cuerpo pequeño, delgado y sólido, aunque no impresionante, la negligencia general del personaje, que no se había presentado a ellos a la hora fijada y que se había hecho el nudo de la corbata sobre una camisa deformada, metida de cualquier manera en los pantalones. Luego la seducción había subido, como el nivel de un recipiente de agua. Había empezado con la voz de Adamsberg. A Danglard le gustaba oírle, le calmaba, le adormilaba casi. «Es como una caricia», había dicho Florence, aunque bueno, Florence era una chica y la única responsable de las palabras que elegía. Castreau había vociferado: «No dirás que es guapo,..». Florence se había quedado pensativa. «Espera, tengo que pensarlo», había respondido. Florence siempre decía eso. Era una chica escrupulosa que pensaba mucho antes de hablar. No muy segura de sí misma, había balbuceado: «No, pero tiene que ver con el atractivo, o algo así. Lo pensaré». Como sus compañeros se habían reído al ver que Florence parecía tan reflexiva, Danglard había dicho: «Florence tiene razón, es evidente». Margellon, un joven agente, había aprovechado la ocasión para tratarle de maricón. Margellon jamás había dicho nada inteligente, jamás. Y Danglard necesitaba la inteligencia como el beber. Se había encogido de hombros pensando furtivamente que sentía mucho que Margellon no tuviera razón, porque había sufrido un montón de desengaños con las mujeres y pensaba que seguramente los hombres eran menos egoístas. Oía decir que los hombres eran unos cerdos y que cuando se habían acostado con una mujer la clasificaban, pero las mujeres eran peores, porque se negaban a acostarse con nosotros si en ese momento no les convenía. De este modo, no solamente se nos evaluaba y sopesaba, sino que además no nos acostábamos con nadie.

Es triste.

Es duro lo que ocurre con las chicas. Danglard conocía chicas que le habían evaluado y no habían querido nada con él. Como para echarse a llorar. Sea como fuere, sabía que la seria Florence tenía razón en lo que se refería a Adamsberg, y Danglard, hasta ahora, se había dejado seducir por el encanto de ese hombre que le llegaba a la tripa. Empezaba a entender un poco que el deseo difuso de contarle algo que invadía a todos podía explicar que tantos asesinos le hubieran detallado sus masacres, así, podría decirse que como quien no quiere la cosa. Simplemente para hablar con Adamsberg.

Danglard, que tenía buena mano con el lápiz, como solía decirle la gente, hacía caricaturas de sus colegas. Y eso hacía que conociera un poco sus caras. Por ejemplo la jeta de Castreau le había salido muy bien. Sin embargo sabía de antemano que la cara de Adamsberg le costaría mucho, porque era como si sesenta caras se hubieran entrechocado en ella para componerla. Porque la nariz era demasiado grande, porque tenía la boca torcida, cambiaba sin parar y sin duda era sensual, porque tenía los ojos borrosos y caídos, porque los huesos del maxilar inferior eran demasiado evidentes, y le parecía un regalo tener que caricaturizar aquella jeta heteróclita, nacida de una auténtica mezcolanza que no tenía en cuenta una posible armonía un poco clásica. Se podía imaginar que Dios se había encontrado sin materias primas cuando había fabricado a Jean-Baptiste Adamsberg, y que había tenido que rebuscar en los bolsillos, encolar trozos que jamás habrían tenido que estar juntos si Dios hubiera dispuesto de un buen material ese día. Sin embargo, precisamente por eso, parecía que Dios, consciente del problema, se había tomado en cambio la molestia, e incluso mucha molestia, de hacer un esfuerzo magistral por conseguir de forma inexplicable aquella cara. Y Danglard, que por lo que recordaba jamás había visto una cabeza semejante, pensaba que resumirla en tres plumazos habría sido una traición, y que en lugar de conseguir que sus trazos rápidos extrajeran su originalidad, harían, por el contrario, que desapareciera su luz.

Por eso, en este momento, Danglard pensaba en lo que podía haber en el fondo de los bolsillos de Dios.

—¿Me está escuchando o se está durmiendo? —preguntó Adamsberg—. Porque he descubierto que a veces duermo a la gente, con profundo sueño. Seguramente porque no hablo muy alto, o muy deprisa, no lo sé. ¿Recuerda? Me quedé en el momento en que el perro se había caído. Desaté la cantimplora de hierro que llevaba en el cinturón y golpeé con fuerza la cabeza del crío.

»Luego fui a buscar al estúpido perrazo. Tardé tres horas en encontrarlo. De todas formas estaba muerto. Lo importante de esta historia, Danglard, es la evidencia de la crueldad que había en el niño. Yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que había algo en él que no funcionaba, y lo que había era eso, crueldad.

»Le aseguro que tenía una cara normal, que no era un monstruo. Al contrario, era un chico guapo, pero rezumaba crueldad. No me pregunte nada porque no sé nada más, salvo que ocho años después aplastó a una abuela bajo un reloj. Y que la mayoría de los asesinos que actúan con premeditación exigen, además del dolor, además de la humillación, además de la neurosis, además de todo lo que usted quiera, la crueldad, el placer obtenido del sufrimiento, la súplica y la agonía del otro, el placer de aniquilar. Es verdad que eso no siempre se ve enseguida en alguien, pero al menos se siente que algo no funciona en esa persona, que genera algo en exceso, una excrecencia.

—Eso está en contra de mis principios —dijo Danglard, con cierta firmeza—. No es que tenga principios muy sólidos, pero no creo que haya seres marcados por esto o aquello, como las vacas que llevan argollas en las orejas, y que sea así, por intuición, como se descubra a los asesinos. Ya lo sé, digo cosas banales y pobres, pero nos orientamos con los indicios y condenamos con las pruebas. Las sensaciones sobre las excrecencias me espantan, pues son el camino hacia la dictadura de la subjetividad y los errores judiciales.

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