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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (23 page)

BOOK: El guardián de los niños
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La moqueta cubre todo el suelo, pero no está pegada. Se puede retirar, y Hanna se dirige a una esquina para levantarla. A continuación tira de ella hacia el interior de la habitación.

La moqueta se alza obediente, y Jan ve el hormigón gris.

—Ayúdame —dice Hanna—. Ya casi está.

Ahora ella parece excitada, lo apremia. Siguen apartando la moqueta, y de pronto Jan ve una trampilla, de chapa metálica y medio metro de ancho.

—Ahí tienes la entrada.

Jan observa la trampilla, y luego a Hanna.

—¿Conduce al hospital?

Ella asiente.

—Pasa justo por debajo.

—¿Dónde acaba?

—No tengo ni idea.

Jan retira un trozo suficiente de moqueta para que la trampilla quede al descubierto, y ve que hay una argolla.

—¿Cómo la encontraste? —pregunta Jan.

—He hecho lo mismo que tú —responde Hanna—, he buscado, he investigado… y he tenido más tiempo para hacerlo.

—¿Te ha ayudado Rössel? —inquiere Jan.

Ella niega con la cabeza.

Jan se agacha, pasa los dedos por el asa de metal y levanta la trampilla.

La coloca a un lado, y observa el gran agujero cuadrado. No es un sumidero, se trata de una especie de conducto eléctrico con gruesos cables bajo el suelo del sótano. No es muy profundo, quizá tenga un metro; pero es el comienzo de un pequeño pasaje que corre bajo el hormigón en dirección a la puerta de acero cerrada. Está oscuro como el carbón.

—¿Vas a bajar? —pregunta Hanna.

—Puede.

Jan duda. Se pone de rodillas y echa un vistazo al interior del pasadizo. El agujero es tan oscuro que no puede adivinar su extensión. Abajo hay unas viejas cañerías junto a los cables, y pelusas de polvo. Siente un débil olor a moho o quizá a lodo, pero el hormigón del túnel está seco.

Está seco, y es lo suficientemente ancho para él. Debería haber espacio de sobra para bajar y avanzar gateando por el suelo.

¿Habrá un nido de ratas? Quizá. Aguza el oído, pero todo está en silencio.

—¿Hola? —susurra en voz baja.

No obtiene respuesta, ni siquiera el eco.

Jan se pone de pie. Coloca con cuidado la tapa, pero deja la moqueta tal como está. Mira a Hanna.

—Tengo que volver a la escuela… Necesito más luz.

—¿De dónde? —pregunta Hanna.

—De un Ángel.

32

Hanna observa los aparatos que Jan saca de la taquilla.

—¿Qué es eso? —pregunta.

—Vigilantes electrónicos de bebés —responde—. ¿No los habías visto antes?

—No.

Niega con la cabeza ante los dos objetos de plástico.

—¿Para qué sirven?

Jan la mira.

—Se nota que no tienes hijos… Los vigilabebés sirven para controlar a los niños mientras duermen.

—Eso lo tiene que hacer uno mismo.

—No todo el mundo tiene tiempo… Se trata más bien de seguridad. Niños seguros, padres seguros. —Piensa en William Halevi y añade—: Los padres inseguros no son felices.

Hanna toma uno de los Ángeles, pero no parece convencida.

—¿Qué vas a hacer con ellos?

—Había pensado utilizar uno en el sótano como linterna —explica—. Si te dejo el otro a ti, podrás oírme.

Hanna lo observa.

—¿Te sentirás más seguro así?

—Un poco más.

Hanna sopesa el Ángel y dice:

—Puedo escuchar, pero no pienso hacer nada más. Quiero decir que, si necesitas ayuda allí abajo, yo no podré…

—Es suficiente con que me escuches —la interrumpe Jan.

Sería como una cuerda de seguridad. Como entrar en una gruta con una cuerda atada al tobillo.

—¿Tienes miedo? —le pregunta.

—No. Me dejé el miedo en los otros pantalones.

Jan esboza una rápida sonrisa, pero no consigue relajarse. No sabe qué va a pasar, no sabe si hay personal de vigilancia. Si se encuentra a alguien allí abajo espera que se trate de Lars Rettig o alguno de sus amigos. Si es que puede confiar en ellos.

Cinco minutos después se halla en el sótano junto al agujero. Pronto darán las once, pero aquí abajo reina una sensación de intemporalidad. Bajo tierra siempre es de noche.

Toma el Ángel y lo enciende.

—Bien —dice al micrófono—. Voy a bajar.

Su voz resuena en el refugio, y no sabe si Hanna lo oye.

Se ayuda con las manos e introduce las piernas hasta el fondo del conducto eléctrico, apenas a un metro por debajo del suelo del sótano. Una vez dentro, le resulta más fácil agacharse y alumbrar con la linterna hacia el interior del túnel. Al hacerlo comprueba que continúa recto, hacia la oscuridad.

Se pone de rodillas y respira un aire seco y polvoriento.

—Ahora voy a entrar.

Y eso hace. Consigue que su cuerpo quede lo más aplanado posible, se agacha y se introduce a cuatro patas por debajo del hormigón sin golpearse la cabeza.

Es como adentrarse en una cripta, rodeado de pesados bloques de piedra, con un grueso techo presionándote la espalda.

¿Claustrofobia? Tiene que alejar el miedo, nada de pensar en féretros y puertas de saunas cerradas. Puede respirar, puede moverse. El túnel es lo bastante ancho como para poder avanzar sin problemas: lo único que no puede hacer es darse la vuelta. Si ocurre algo lo único que puede hacer es dar marcha atrás.

Pero ¿qué podría ocurrir?

Tose y echa de menos un poco de agua. Hay mucho polvo, pero sigue adelante. Su sombra baila informe sobre el hormigón bajo la luz de la linterna.

Cuando levanta el haz luminoso, le parece ver que el túnel acaba en una pared de hormigón gris a unos diez metros de distancia, aunque quizá solo gire.

Alza el Ángel de nuevo.

—Creo… creo que me encuentro debajo de la puerta del refugio.

Resulta un poco ridículo hablar solo. ¿Puede estar seguro de que los guardias del hospital no cuentan con dispositivos electrónicos que les permitan escuchar todo lo que dice? No del todo.

Baja el Ángel, aprieta los dientes y continúa adelante. Escucha por si oye ruidos o chillidos, pero de momento no ve rata alguna. Hay pequeños trozos negros en el suelo que pueden ser excrementos de rata… a no ser que sean moscas muertas. No piensa comprobarlo.

Primero una pierna, luego la otra. Arrastrarse, solo arrastrarse.

De pronto Jan descubre algo en el techo, a unos cinco metros de distancia. Alza la linterna de nuevo, y descubre otra trampilla de metal. De metal acanalado, igual a la que utilizó para entrar.

Ese descubrimiento hace que se arrastre más rápido por el túnel, tanto como puede. Los hombros y la cabeza golpean contra el hormigón, siente las manos y las rodillas entumecerse al presionar contra el suelo, pero al fin la alcanza.

Deja el Ángel en el suelo y levanta las manos, casi seguro de que la trampilla estará cerrada o atornillada.

Pero no es así. Está suelta; coloca las manos contra el metal y empuja hacia arriba. Chirría, y la pesada trampilla cede. Consigue apartarla un poco, despacio y con cuidado. Mientras empuja la tapa a un lado, el metal araña el suelo con un ruido ensordecedor, pero no se detiene.

Se abre un resquicio negro encima de él, no entra luz alguna. La habitación está completamente a oscuras, y al apartar la trampilla se hace un silencio sepulcral.

Jan se pone en pie despacio, sosteniendo el Ángel en una mano. Se encuentra erguido dentro de un agujero cuadrado en el suelo de hormigón, una abertura idéntica a la del lugar por donde ha bajado; detrás de él ve la puerta de acero cerrada del refugio.

Se apoya en las manos y se impulsa hacia arriba. Le cuesta salir del agujero, y logra ponerse de pie.

—Todo ha ido bien —susurra al Ángel—. He cruzado, y me encuentro en… una especie de sótano.

A continuación lo apaga: no le parece conveniente hablar en voz alta allí abajo, en un lugar tan silencioso. Ni siquiera se atreve a susurrar.

Alza la linterna del Ángel y la blande como si fuera un sable. Pero el Ángel de la Guarda no es un arma; Jan no tiene nada con lo que defenderse, y se siente tan pequeño como un niño de cuatro años al que han dejado solo y a oscuras en una gran casa. El aire está viciado a este lado de la puerta de acero.

Tampoco hay alfombras, ni alegres dibujos colgados de la pared. Debería de sentirse mejor por haber salido del estrecho túnel, pero no consigue librarse del agobio.

Se encuentra en un pasillo vacío que continúa hacia delante, dobla una esquina y desaparece en la oscuridad. Al acercarse y mirar al otro lado del recodo, a la izquierda, descubre, a unos siete u ocho metros de distancia, un umbral oscuro.

Jan duda, pero comienza a caminar con cuidado hacia el espacio que se abre más allá.

Se halla totalmente solo en un mundo desconocido. Pero parpadea en la oscuridad y consigue evocar el rostro de Alice Rami, no como era cuando se conocieron en la adolescencia, sino como él se la imagina de adulta durante todas las noches solitarias en las que piensa en ella. Bella, inteligente, experimentada. Quizá algo cansada y marcada por el tiempo transcurrido, pero fuerte y sonriente.

Rami, su primer amor, su única novia.

Jan busca un interruptor en el pasillo, pero no encuentra ninguno. Sin la luz del Ángel estaría como en boca de lobo, pero el haz luminoso se está debilitando y no dispone de pilas de repuesto.

Al final del pasillo levanta la linterna y echa un vistazo al interior de la habitación.

Se trata de una gran sala que parece no tener fin. Observa que el suelo y las paredes están revestidos de azulejos blancos. El suelo está gris a causa de la suciedad y el polvo, y en todas las superficies claras se extienden unas rayas de moho negro.

¿Puede que se trate de una sala de duchas? No, descubre librerías rotas y mesas de acero vacías a lo largo de la pared. Más allá hay unas cortinas de plástico amarillo, medio corridas alrededor de camas oxidadas y lavabos bajos.

Es una sala de reconocimiento, aunque parece cerrada y abandonada desde hace años.

Jan observa las paredes de azulejos y siente los latidos del corazón.

Ha conseguido entrar en Santa Psico.

Segunda parte
Rituales

La locura es un asunto triste, deprimente. La pérdida de control no es nada romántica. En lugar de aportar alivio de la realidad, se convierte en una trampa cada vez más complicada.

JULIÁN PALACIOS,
Solo en las nubes

Lince

Jan no veía mucho del bosque en la oscuridad, pero oía los sonidos agrestes que le rodeaban. Sus botas rechinaban rítmicamente sobre las piedras y la gravilla, el viento nocturno susurraba entre los abetos, un búho ululó junto al lago. Y los tambores retumbaban, pero solo en su cabeza.

Eran las nueve y veinticinco y se hallaba al otro lado del estrecho barranco. La montaña que se alzaba a la izquierda apenas era una masa informe, pero Jan se orientó sin problema.

Unos minutos después se encontraba en el sendero debajo del búnker, se detuvo y miró hacia arriba. No oyó gritos ni llantos.

Jan se deslizó como un gato sendero arriba, en silencio y con cuidado, hasta la puerta de hierro cerrada. Al llegar apartó las ramas, apoyó la oreja contra el metal y escuchó de nuevo. No oyó nada.

Corrió despacio los pestillos, abrió y asomó la cabeza.

No oyó nada, no percibió nada. El búnker no estaba ni frío ni caliente.

Tampoco olía a miedo.

Jan contuvo la respiración. Nada se movía, pero en la quietud entre las paredes de hormigón escuchó una débil respiración.

Se deslizó hacia el interior. Lenta y cuidadosamente sacó su móvil y lo encendió, de forma que una tenue luz se extendió por el refugio.

El robot de juguete estaba en medio del suelo, con pequeñas luces parpadeantes. Jan vio un par de envases de zumo Festis vacíos en un rincón, junto a bolsas de caramelos abiertas y envoltorios de sándwiches.

Eso estaba bien, William había bebido y comido durante el día. Y si había tenido ganas de orinar, Jan había dejado un cubo al fondo de la habitación.

Un pequeño cuerpo yacía sobre el colchón: William. Se movió un poco en sueños.

Finalmente, en algún momento de la noche, William se había rendido al cansancio y se había acostado junto a la pared de hormigón. Ahora dormía en paz, bajo una gruesa capa de mantas.

Jan entró, sacó el cubo y lo vació en la oscuridad a una decena de metros del búnker.

Luego regresó y se tumbó boca arriba para escuchar la respiración de William.

En ese momento, Jan experimentó una sensación de enorme tranquilidad que invadió todo su cuerpo. Se sentía seguro de la victoria, casi feliz de que ese día todo hubiera ido tan bien. Había logrado atraer y encerrar a William, pero no le había causado daño alguno.

Todo saldría bien, sin problemas. Cuarenta y seis horas transcurrirían enseguida.

Los padres de William serían quienes peor lo pasarían, Jan era consciente de que en esos momentos estarían sufriendo terriblemente; la inquietud se habría convertido en miedo, y el miedo en auténtico pánico. Esa noche les resultaría imposible dormir un solo minuto.

Jan suspiró y cerró los ojos. En el bosque todo estaba en calma.

Solo se quedaría tumbado un rato y velaría al niño, a pesar de no tener obligación de hacerlo: ningún adulto había velado a Jan mientras estuvo encerrado.

33

Jan avanza con pasos cortos a través del sótano de Santa Patricia y se detiene a menudo, como un explorador en un mundo subterráneo desconocido. Camina despacio y a tientas a través de sinuosos pasillos y salas oscuras, con la pequeña linterna del Ángel en su mano derecha como única ayuda. Aún no se ha apagado, pero su luz es cada vez más tenue.

En la primera sala no parecía haber otras salidas, así que ha retrocedido y ha continuado por el pasillo. Tras unos metros ha doblado a la derecha, luego de nuevo a la derecha, y a continuación a la izquierda. Entra en otra gran sala revestida de azulejos. Algo cruje bajo su zapato, en el suelo hay cristales rotos.

Ahora Calvero le parece muy lejano; Jan ansía dar media vuelta y regresar a la seguridad del refugio. Sin embargo, sigue adelante.

El silencio reina en la oscuridad que le rodea, y eso le tranquiliza.

En la gran sala se abren cuatro vanos que conducen fuera de la estancia. Se acerca y dirige la linterna hacia ellos, pero en cada umbral solo encuentra un pasillo que acaba en otra puerta de acero oxidado. Ante tres de ellas da media vuelta, pero de pronto observa que en el último pasillo hay menos polvo, como si alguien hubiera pasado por allí no hace mucho. La puerta también está algo menos oxidada, así que se acerca y la abre.

BOOK: El guardián de los niños
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