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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (18 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Debe de estar bromeando.

—¿Ah, sí? —dice Jan, y se desabrocha la chaqueta—. ¿Qué quiere la policía? ¿Quieren beber zumo con nosotros?

Matilda parece desconcertada, hasta que él le guiña un ojo. Los niños pequeños dicen todo tipo de disparates; les resulta difícil separar lo verdadero de lo falso, la realidad de la fantasía.

Pero lo cierto es que la policía sí que está allí. No en la escuela infantil… sino en el interior de la zona hospitalaria. Cuando un cuarto de hora después Jan mira a través de la ventana de la cocina, ve un coche de policía aparcado a lo lejos, en el hospital, y de repente dos policías uniformados se acercan caminando por el otro lado de la verja. Hablan en voz baja y con la vista fija en el suelo húmedo de rocío, como si buscaran algo.

Jan siente un repiqueteo de intranquilidad en su cabeza. Le ocurre cada vez que ve a la policía, desde el suceso en Lince.

Marie-Louise entra en la cocina.

—¿Qué hace la policía aquí? —pregunta él.

—No lo sé… Al parecer ha ocurrido algo en el hospital.

Suena preocupada y Jan la observa.

—¿Se trata de una fuga?

—No debemos pensar eso —responde Marie-Louise—. Pero seguro que mañana nos enteraremos de qué ha pasado, con el informe.

Se refiere al informe semanal del doctor Högsmed. Suele enviarlo al ordenador de la escuela infantil cada miércoles y Marie-Louise lo imprime, pero hasta ahora no había consistido más que en una lectura aburrida.

Jan espera, pero nadie aporrea la puerta de la escuela. Cuando vuelve a mirar por la ventana, la policía ya se ha ido.

Comienza a relajarse y se olvida de la visita, hasta que se acercan las diez y es hora de acompañar al pequeño Felix a la sala de visitas. Entonces Marie-Louise se dirige hacia él en la sala de juegos y le dice en voz queda:

—Jan, hoy no habrá visitas… Se han suspendido.

—¿Ah, sí? —Jan también baja la voz de forma automática—. ¿Por qué?

—Ha habido una defunción en el hospital.

—¿Una defunción?

Marie-Louise asiente, y baja la voz aún más.

—Un paciente ha muerto esta noche.

—¿Cómo?

—No lo sé… Al parecer ha sido algo inesperado.

Jan no hace más preguntas, y sigue jugando con los niños, a pillar y al escondite. Pero tiene la cabeza en otro sitio. No deja de pensar en las cartas que entregó la noche anterior. Cartas de amor, pero quizá también de odio.

¿Dónde vive Lars Rettig? ¿Cuál es su número de teléfono? Jan no lo encuentra en la guía y solo se le ocurre una manera de ponerse en contacto con él, así que por la tarde después de trabajar se acerca al centro. Primero echa un vistazo en el Bills Bar, pero esa noche los Bohemos no actúan.

Jan no se da por vencido, se dirige al local de ensayo. La puerta está cerrada, pero oye guitarras en el interior. También el repiqueteo de una batería. Su sonido hace que se sienta olvidado y excluido.

Llama a la puerta, pero sin obtener respuesta.

A continuación golpea fuerte con la mano, pero la música no para. Al cabo de un rato él mismo abre la puerta y asoma la cabeza.

La música se detiene. Primero las guitarras, luego la batería. Cuatro cabezas se vuelven hacia él.

—Hola, Jan.

Rettig le saluda, tras un corto silencio.

—Hola, Lars. ¿Podemos hablar?

—Sí, claro. Pasa.

—Quiero decir… tú y yo.

Jan se siente observado. Los músicos detrás de Lars han dejado de moverse, esperan con sus instrumentos preparados y con la vista clavada en Jan. Carl, el batería, es un rostro nuevo, pero Jan cree haberlo visto antes.

—De acuerdo —responde Rettig—. Espera un momento. Ahora voy.

«La Banda de los Cuatro», piensa Jan. Quizá todos los miembros de los Bohemos trabajen como vigilantes en Santa Psico.

Sí, ahora reconoce a Carl. El perro guardián de grandes mandíbulas. Fue él quien se encargó de Josefine al salir del ascensor, el portador del gas lacrimógeno en el cinturón.

Carl mira fijamente con expresión adusta hacia la puerta. Jan retrocede un poco y sale, está seguro de que el guardia lo ha reconocido.

Rettig se acerca.

—Jan, no tengo mucho tiempo, solo un par de minutos… Salgamos.

Se alejan unos metros por la acera desierta hasta que Rettig se detiene.

—Bien, ¿de qué se trata?

A Jan le resultan difíciles las confrontaciones, poner a la gente contra las cuerdas, pero toma fuerzas:

—¿Quién ha muerto esta noche?

Rettig le mira y repite.

—¿Quién ha muerto?

—Esta mañana nos hemos enterado de que alguien había muerto en Santa Patricia.

Rettig parece dudar, antes de asentir.

—Un paciente.

—¿Hombre o mujer? —pregunta Jan.

—Hombre.

—¿Uno de los que escriben cartas?

—No menciones ese tema.

Rettig le sonríe, pero se trata de una mueca forzada.

Jan se pregunta si Rettig sabe que él añadió una carta al sobre, un saludo a la paciente que él cree que es Alice Rami. El riesgo existe.

—Solo quiero saber para qué son las cartas —continúa Jan—. ¿Por qué es tan importante para ti? ¿Me lo puedes explicar?

Al principio Rettig no responde. Luego baja la mirada.

—Mi hermano está encerrado —explica—. Tomas, mi hermanastro.

—¿En el hospital?

Rettig niega con la cabeza.

—En la cárcel. Tomas está encerrado en Kumla, le cayeron ocho años por robo con violencia. Y a él le gustaría recibir cartas, muchas cartas… pero la mayoría son interceptadas. Y yo no puedo tener ningún tipo de contacto con él, ya que pondría mi trabajo en peligro. —Suspira—. Así que, a cambio, hago algo por los pobres internos de Patricia.

Jan asiente. Quizá sea cierto.

—Pero quien ha muerto… ¿era uno de los que escribían cartas? ¿O uno de los que recibió carta anoche?

—No. —Rettig suena cansado al responder—: Se trataba de un pederasta, no tenía amigos que le escribieran. Solo tenía un compañero en esta vida, una segunda cabeza que crecía entre sus hombros. Era una persona callada y agradable, pero esa segunda cabeza no era buena. Claro que solo él la podía ver… pero el tipo aseguraba que esa cabeza era la que le obligaba a desear hacer cosas con niñas pequeñas. No tenía contacto con nadie fuera de Patricia… ni siquiera su abogado quería visitarlo, así que se fue deprimiendo cada vez más.

—¿Qué hizo?

Rettig se encoge de hombros.

—Bueno, esta mañana le entraron nuevas energías… Él y sus dos cabezas consiguieron colarse en una habitación sin barrotes en la ventana. Se tiró por ella desde un quinto piso y cayó sobre el suelo de piedra.

—¿Esta mañana?

Rettig asiente y emprende el camino de vuelta al local de ensayo. Vuelve la cabeza hacia Jan.

—Lo encontramos a las seis y media, pero el doctor cree que se tiró hacia las cuatro… Es entonces cuando la soledad en esta tierra se vuelve más insoportable, ¿no crees?

Jan no tiene respuesta a eso, se siente mal al oír hablar del suicidio, como si fuera su culpa.

—No lo sé —contesta lacónico—. A esas horas suelo dormir.

26

El muro de hormigón que se levanta junto a la escuela infantil infunde una sensación de desesperación. Desesperación y brutalidad. Esos sentimientos embargan a veces a Jan cuando lo observa, así que cuando está en el jardín con los niños suele mirar hacia los otros vecinos de la escuela. Hacia las casas adosadas.

Allí transcurre la vida cotidiana: coches que vienen y van, niños que se dirigen a la escuela, luces en los dormitorios que se encienden por la mañana y se apagan por la noche. Allí también se siguen unas rutinas diarias, al igual que en la escuela infantil.

Es mediados de octubre y sobre la costa se forman oscuras nubes. Mientras los niños están jugando fuera, de repente comienzan a caer frías gotas de lluvia en el jardín, así que Jan se los lleva al cuarto de juegos. Además, dentro de poco tendrá lugar la revisión médica. Una enfermera de la clínica ha venido para hacerles una revisión a los niños.

—Están sanos como manzanos —anuncia al finalizar—. Todos parecen estar bien alimentados.

Jan asiente, pero ¿no se dice sanos como «manzanas»?

Después se reúnen en la habitación de los cojines, donde Marie-Louise dirige la ronda de propuestas semanales. Los niños siempre tienen una larga lista.

—Yo quiero tener una mascota —dice Mira.

—¡Yo también! —grita Josefine.

—¿Por qué? —pregunta Marie-Louise—. Ya tenéis vuestros animales de peluche.

—Queremos animales de verdad.

—¡Animales que se muevan!

Mira dirige a Marie-Louise y a Jan una mirada suplicante.

—Por favor… ¿no podemos tener una mascota?

—¡Yo quiero palos! —exclama Leo—. ¡Insectos palo!

—Un hámster —dice Hugo.

—No, yo quiero un gato —añade Matilda.

Los niños están excitados. Marie-Louise no sonríe ante sus deseos.

—Los animales necesitan que los cuiden —observa.

—¡Pero nosotros los cuidaremos!

—Hay que ocuparse de ellos todo el tiempo. ¿Y qué haremos cuando no haya nadie en Calvero?

—Pueden quedarse en una jaula —responde Matilda, y sonríe—. ¡Los dejaremos encerrados con mucha comida y mucha agua!

Marie-Louise sigue sin sonreír, apenas niega con la cabeza.

—No se puede dejar a los animales encerrados.

Por la noche Jan se queda a solas con dos niños, que se han dormido enseguida. A partir de esta semana solo Mira y Leo dormirán en la escuela infantil, pues a Matilda le han asignado una familia de acogida que viene a recogerla todos los días a las cinco. Se trata de una señora mayor y un hombre con gorra gris, parecen tranquilos y amables.

Jan confía en que lo sean. Pero ¿cómo puede estar seguro? Piensa en las palabras de Rettig sobre el paciente que se suicidó: «Era una persona callada y agradable, pero esa segunda cabeza no era buena».

Uno tiene que atreverse a confiar en las personas. ¿O no? El propio Jan es una persona de confianza: excepto durante los minutos nocturnos en que deja solos a los niños dormidos y toma el ascensor que lleva al hospital.

Es lo que hace esta noche, con el corazón desbocado. Aún se acuerda de cómo oyó bajar a alguien en el ascensor y salir a la calle a través de la escuela infantil, a pesar de que después de aquel día todo haya estado tranquilo y casi había conseguido olvidar aquella noche.

Su pulso se acelera en la sala de visitas, debajo del sofá hay otro sobre grande con la orden: «¡ABRIR Y ENVIAR POR CORREO!».

Jan desea abrir el sobre en el cuarto de empleados de la escuela infantil, pero no puede arriesgarse: son las diez menos veinte y Hanna puede aparecer en cualquier momento y descubrirlo.

Así es, su compañera llega a las diez menos diez.

—¿Qué tal todo?

Las mejillas sonrosadas sobresalen entre los rizos rubios que se escapan del gorro de lana. Parece más alegre que de costumbre. Jan se limita a asentir con la cabeza mientras se pone la chaqueta.

—Se han dormido a las siete y media. Ahora que solo son dos, las tardes resultan mucho más tranquilas.

—Ya —responde Hanna.

Jan no tiene más que decirle y coge su mochila con el sobre oculto en su interior, pero de repente se da cuenta que aún tiene la tarjeta magnética de la puerta del sótano en el bolsillo. Cerró la puerta del sótano al regresar de la sala de visitas, pero se olvidó de dejarla en el cajón de la cocina.

«Idiota.»

Se da la vuelta hacia el cuarto de empleados.

—Creo que he olvidado algo…

—¿El qué? —pregunta Hanna.

Pero él ya va camino de la cocina.

—¿Has olvidado dejar la tarjeta?

Es Hanna la que pregunta detrás de él, aún con el abrigo de piel y el gorro puestos. Las mejillas han perdido algo de color.

—Sí… —Jan cierra el cajón, y se endereza—. Después de la última recogida, esta tarde.

—También me ha pasado a mí alguna vez.

Jan no sabe si ella le cree, pero ¿qué más puede hacer? Nada, solo asentir y salir por la puerta. Por lo menos no se ha olvidado el sobre del hospital, lo lleva oculto en su mochila.

Tan pronto como llega a casa, sus dedos se apresuran a rasgar el sobre en la cocina; le tiemblan las manos mientras ojea las cartas sobre la mesa. No se trata de nerviosismo, sino de emoción. No se atreve a pensar que haya podido recibir una respuesta de Rami, pero…

Sí, hay una carta sin remitente, dirigida a la dirección inventada por Jan. Rettig la ha dejado pasar, si es que ha llegado a descubrirla.

Jan la toma y la aparta a un lado. Recoge el resto de las veintitrés cartas y las deja en el recibidor, saldrá más tarde a echarlas al buzón. Pero primero abre la carta dirigida a él.

En su interior hay solo una hoja, y en el papel hay tres frases escritas a lápiz con fuerza, sin firma.

LA ARDILLA QUIERE SALTAR LA VERJA.

LA ARDILLA QUIERE ABANDONAR LA RUEDA.

¿TÚ QUÉ QUIERES?

Jan coloca la carta con cuidado frente a sus ojos. Luego busca un papel en blanco y se sienta para comenzar a escribir una respuesta. Pero ¿cómo debe dirigirse a ella? ¿Alice? ¿Maria? ¿Rami? Al fin escribe unas pocas líneas, tan claras y legibles como puede.

Quiero ser libre, quiero ser un rayo de sol del que se puedan colgar las sábanas limpias. Soy un ratón que se oculta en el bosque, soy un farero en una casa de piedra, soy un pastor que cuida de los niños descarriados.

Me llamo Jan.

Fui tu vecino hace quince años.

¿Te acuerdas de mí?

Eso es todo lo que escribe por el momento; además, hasta la próxima entrega no puede enviarle ninguna carta a Rami.

Ella tiene que recordar dónde y cuándo fueron vecinos. Tiene que acordarse del tiempo pasado en Bangen.

Desde entonces siempre ha llevado jerséis y camisetas de manga larga. Se levanta la manga derecha y observa las delgadas líneas rosadas que recorren sus venas. Su propia marca, su recuerdo del tiempo escolar.

También podría haberse levantado la manga izquierda: la cuchilla de afeitar dejó numerosas cicatrices en ambos brazos.

Bangen

Lo primero que Jan oyó al despertarse fue una música triste.

Un lento acorde de guitarra en
sol
menor. Sonaba cerca, llegaba a través de la pared, y se repetía. Alguien tocaba el mismo simple acorde una y otra vez.

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