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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (17 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Cierra la puerta para que no entre el frío, corre el cerrojo y resopla. Mira el reloj, son las doce y cuarto.

Jan tiene un último asunto pendiente antes de acostarse: regresa al sótano, cuelga el cuadro de la pared y apaga la luz del refugio. Y, por supuesto, devuelve la botella a su sitio: si Marie-Louise encontrara la botella de vino vacía en la escuela, no resultaría fácil explicar su origen.

Lo último que hace es colocar una silla debajo del picaporte de la puerta del sótano de forma que nadie pueda abrirla desde dentro, aun teniendo la tarjeta magnética.

A las ocho de la mañana siguiente Jan regresa a casa. El resto de la noche transcurrió con tranquilidad, por fin pudo conciliar el sueño. Su corazón palpitaba con fuerza en la cama, aunque se sentía más solo que asustado.

«Nuestra actividad es segura», había dicho el doctor Högsmed. «Nuestra prioridad es la seguridad de todos.»

Jan no ha encontrado todavía un camino para llegar a Rami. Pero ahora sabe una cosa: alguien utiliza la escuela infantil como una vía de escape, como un camino para salir del hospital.

Confía en que no sea un paciente.

24

El segundo sobre de Rettig llega por la mañana, cuando aún está en la cama. Se hallaba sumido en un tranquilo y cálido sueño amoroso, pero se despierta bruscamente a las siete. Al principio no entiende la causa, pero a continuación comprende que ha sido el buzón de la puerta al cerrarse de golpe.

No recuerda el sueño y tiene que levantarse. Cuando echa una ojeada al suelo del recibidor ve un sobre que enseguida reconoce. La única diferencia con el anterior es el color, este es amarillo claro. Pero es igual de grueso que el primero, y las letras «S.P.» aparecen escritas en la parte delantera.

En esta ocasión Jan hace algo con el sobre que no se atrevió a hacer la primera vez: lo abre.

Se lo lleva a la cocina, lo deposita sobre la mesa y estudia el precinto. Se trata de celo normal —como el que se puede adquirir en cualquier supermercado—, y eso le decide a cortarlo y despegarlo del sobre.

Duda por un instante. ¿Está prohibido abrir una carta cuya entrega no está permitida? Jan aleja la pregunta de su mente.

Una vez que ha despegado el celo le resulta bastante fácil introducir un cuchillo afilado y separar con cuidado la solapa del sobre. Consigue abrirlo.

Introduce la mano y extrae el contenido.

Rettig no le ha mentido. Son cartas, solo cartas. Cuenta hasta treinta y cuatro, de todos los tamaños y colores. En la parte delantera aparecen nombres escritos con distintas caligrafías, a tinta o a lápiz, y todas van dirigidas a la misma dirección: «Hospital Santa Patricia».

Observa detenidamente el nombre de los destinatarios, y comprueba que uno de ellos se repite varias veces: Ivan Rössel.

Rössel, el asesino, ha recibido nueve cartas en total.

Es el único nombre que Jan reconoce. No hay ninguna carta dirigida a Alice Rami, ni tampoco a Maria Blanker.

Jan se restriega los ojos y piensa. Si él no puede entrar a ver a Rami, quizá podría enviarle una carta. ¿Qué puede perder?

En el cajón de la cocina guarda papel de cartas. Su madre le regaló un juego cuando se fue de casa, con sobres hechos a mano y papel grueso, pero en diez años apenas los ha utilizado.

Coge un bolígrafo, clava la mirada durante unos segundos en el papel en blanco y desea llenarlo de palabras. Tiene tanto que decir…

Pero al final solo escribe una pregunta:

«QUERIDA ARDILLA: ¿QUIERES SALTAR LA VERJA?».

Jan firma con su propio nombre. Duda en incluir también su dirección, antes de recordar que seguramente Lars Rettig u otro guardia verían el sobre con la respuesta de Rami. Si responde. Así que escribe el nombre de «Jan Larsson» y su antigua dirección en Gotemburgo.

A continuación escribe la dirección del hospital y el nombre de la destinataria: «Maria Blanker». Cierra el sobre y lo introduce entre el resto.

Al día siguiente, cuando Jan regresa a Calvero, lleva la entrega para los pacientes en su mochila. Es lunes y tiene el turno de tarde. Se quedará solo con los niños durante tres horas, y tendrá tiempo de sobra para acercarse hasta Santa Psico cuando se hayan dormido. Irá a la sala de visitas, que ahora también funciona como oficina de correos.

Todo parece estar en calma en la escuela, pero cuando entra en el cuarto de empleados se encuentra a Marie-Louise sentada a la mesa con un extraño.

Jan se detiene en el umbral, un escalofrío le recorre la espalda. De repente, recuerda claramente los sucesos de hace unas noches, al visitante desconocido que utilizó el ascensor para salir a través de la escuela infantil.

Pero, al mirar al hombre, de pronto reconoce las gafas y el espeso cabello castaño. Y la boca que apenas sonríe.

—Hola, Jan. ¿Cómo estás?

Se trata de Högsmed, el médico jefe, que ha pasado a visitarlos. Jan está preparado para enfrentarse a una serie de gorros, listos para ser escogidos, pero sobre la mesa solo hay una taza con restos de café.

Esboza una media sonrisa, y se acerca a estrecharle la mano.

—¿Cómo está, doctor?

—Llámame Patrik, Jan.

Jan asiente enseguida con la cabeza. Para él Högsmed siempre será el «doctor», pero tendrá que aprender a disimularlo.

Högsmed lo escruta con la mirada.

—Bueno, ¿te has acostumbrado a todas las rutinas?

El doctor espera una respuesta.

—Sí, claro —responde Jan—. Todo va de maravilla.

—Me alegro.

La sonrisa de Jan se convierte en una mueca rígida. Piensa en las cartas que guarda en la mochila. Está cerrada, claro, pero ¿sospechará algo Högsmed? ¿Habrán descubierto a Lars Rettig?

Por fin el médico aparta la mirada y la dirige a la jefa de Jan.

—¿Se porta bien?

Högsmed parece preocupado, pero Marie-Louise asiente entusiasmada.

—Ya lo creo, ¡estamos muy contentos! Además, Jan se ha convertido en uno de los favoritos de los niños, un verdadero compañero de juegos.

Jan escucha el elogio, pero aun así no consigue respirar con normalidad. Desea desaparecer de la habitación, lejos del doctor Högsmed. Cuando Marie-Louise le pregunta si le apetece un café, se apresura a negar con la cabeza.

—Gracias, pero acabo de tomarme uno justo antes de venir. Si bebo demasiado café me pongo nervioso —explica, y añade—: Por la cafeína.

Se da media vuelta y se encamina a la sala de juegos para encontrarse con los niños. A su espalda, Högsmed se inclina y le dice algo a Marie-Louise en voz baja, pero los niños gritan y ríen y Jan no puede oír nada.

—¡Ven, Jan!

—¡Ven, vamos a construir algo!

Natalie y Matilda lo arrastran a jugar, pero hoy a Jan no le resulta fácil hablar y bromear como de costumbre. Se vuelve continuamente hacia la puerta, esperando que una mano se pose en su hombro y una voz severa le llame para mantener una pequeña charla, un interrogatorio arriba en el hospital con la gente de seguridad.

Pero no ocurre nada. Cuando al cabo de un rato pasa por el cuarto de empleados, la mesa está vacía. Högsmed se ha marchado.

Jan puede relajarse, o al menos intentarlo. Esta noche no debería subir a dejar las cartas: ¿y si el doctor volviera a pasarse por la escuela infantil? Pero tampoco quiere guardarlas en la taquilla.

El tiempo transcurre lentamente, pero al fin llega la noche. Vienen a recoger a los niños, el personal se marcha a casa. Jan calienta cordero en salsa de eneldo y patatas para los niños que se quedan a dormir y les lee un libro, y por fin consigue que se duerman.

Son las nueve de la noche. Rettig le ha aconsejado que no suba tan pronto. Pero Jan está impaciente. Le queda una hora antes de que le releve Andreas, tiene tiempo de sobra.

Espera un rato, echa una última ojeada a los niños dormidos, y a continuación baja al sótano con el Ángel en el cinturón y el sobre oculto bajo el jersey.

Deprisa, un cartero tiene que trabajar deprisa.

El ascensor espera en el sótano. Respira hondo y sube a la sala de visitas. Todo está en silencio, se halla desierta y a oscuras.

Rápidamente, se acerca de puntillas al sofá, levanta el cojín y se detiene: hay un sobre.

Pero no se trata del mismo sobre que dejó hace unos días. Este es más grande y más grueso, y en la parte delantera hay garabateadas unas palabras:

«¡ABRIR! ¡ENVIAR POR CORREO!».

Una respuesta de Santa Psico. Jan clava la vista en el sobre. Acto seguido, lo coge con un rápido movimiento, lo esconde debajo del jersey y deja el sobre amarillo bajo el cojín.

Cuando Jan regresa a la escuela infantil, todo sigue en silencio.

Treinta minutos después se abre la puerta de la calle. Jan se sobresalta, pero solo se trata de Andreas, que entra tan tranquilo y contento como de costumbre. Andreas es una persona estable, al parecer no sufre problemas de ningún tipo.

—Hola, Jan. ¿Qué tal todo?

—Bien. Nuestros amiguitos duermen.

Jan esboza una sonrisa, se pone la chaqueta y abre la taquilla donde está la mochila con el sobre. Se siente expectante, casi como si fuera Nochebuena.

—Que vaya bien, Andreas… Hasta mañana.

Cuando Jan llega a casa, aún sigue pensando en el doctor Högsmed. Cierra la puerta con llave y baja la persiana de la cocina. Luego saca el sobre de la mochila y lo abre.

Aparecen cuarenta y siete cartas del hospital: casi una baraja de cartas grandes y pequeñas, todas con su sello y la dirección de distintas personas de Suecia, excepto dos. Una va dirigida a Hamburgo, y otra aún más lejos, a Bahía, en Brasil. Ninguna tiene remitente.

Fascinado, Jan coloca las cartas sobre la mesa como si fuera una especie de solitario. Las va moviendo, estudiando los distintos tipos de escritura de las direcciones, descuidadas o esmeradas, hasta que al fin las recoge.

Ahora están en sus manos. Podría deshacerse de ellas.

Al acostarse una hora después, piensa en qué pacientes habrán escrito todas esas cartas.

Quizá Ivan Rössel. Recibió muchas cartas, ¿suele responder a quienes le escriben?

¿Y Rami? ¿Habrá escrito a alguien? Arriba, en la sala de visitas, hay una carta suya para ella, esperando…

Jan se duerme, y al rato se encuentra inmerso en el mismo sueño cálido que tuvo la noche anterior. Ahora lo recuerda a la perfección: está junto a Alice Rami. Ella y Jan viven juntos en el campo, en una granja sin tejado ni vallado. Caminan a grandes zancadas por un sinuoso camino de gravilla, libres y resueltos, habiendo dejado atrás todos los errores de la vida. Rami lleva un gran perro marrón sujeto de la correa. Un San Bernardo, o un rottweiler. Se trata de un perro guardián, pero es bueno, y Rami lo tiene controlado.

Lince

Sigrid, la cuidadora, se presentó en la clase Lince a las cuatro y veinte; Jan la vio llegar por el rabillo del ojo. Habían regresado del bosque hacía más de media hora y la guardería estaba a punto de cerrar.

Todo había ido bien en el camino de vuelta a la guardería, excepto que eran dieciséis niños en el grupo, en lugar de diecisiete. Pero Jan no lo había comentado y ni Sigrid ni ninguno de los niños echó en falta a William.

Él apenas pensaba en otra cosa.

A las tres y media se tomó un pequeño descanso, una pausa habitual a la que tenía derecho en el trabajo. Salió a dar un paseo de diez minutos hasta el buzón más cercano. Se encontraba a tres manzanas de Lince, y en el camino se detuvo en un portal oscuro y sacó el gorrito de William.

La noche anterior había preparado un sobre franqueado. Introdujo el gorro, cerró el sobre y metió la carta en el buzón. Luego se apresuró a volver al trabajo.

Cuando Sigrid entró en la clase, Jan se encontraba en el guardarropa y hablaba con una mujer cuyo nombre no recordaba. Se trataba de la mamá de Max Karlsson y había venido a recoger a su hijo.

Sigrid se acercó e interrumpió la conversación con voz apagada y preocupada:

—Disculpa, Jan… ¿Puedo hablar contigo un momento?

—Sí, claro, ¿qué pasa?

Lo llevó aparte.

—¿Tenéis un niño de más en Lince?

La miró y se hizo el sorprendido.

—No, solo quedan cuatro, ya han venido a buscar al resto… ¿Por qué?

Sigrid miró alrededor en el guardarropa.

—Se trata de William, el pequeño William Halevi. Su padre lo está esperando en Oso Pardo, ha venido a buscarlo… pero no está en la guardería.

—¿No?

Ella negó con la cabeza.

—¿Puedo echar una ojeada en la otra habitación?

—Claro.

Jan asintió, y Sigrid desapareció en el interior. Entretanto Jan le abrió la puerta a Max y a su madre, y los despidió con la mano; tres minutos después Sigrid regresó al guardarropa. Estaba aún más preocupada que antes, y negaba con la cabeza hacia Jan.

—No sé dónde está… —Se pasó la mano por el pelo revuelto—. No recuerdo si William regresó del bosque con nosotros. Estaba en el grupo cuando salimos, eso lo recuerdo, pero no recuerdo si… No recuerdo si estaba con nosotros al regresar. ¿Te acuerdas tú?

Jan negó con la cabeza. En su mente vio a William corriendo hacia el barranco, pero respondió en voz baja:

—Lo siento… No me preocupé demasiado de los niños de Oso Pardo.

Se hizo un silencio. Los dos cuidadores se miraron. Sigrid cabeceó, como si deseara despertar de un mal sueño.

—Tengo que ir a atender a su padre. Pero creo que… habrá que llamar a la policía, ¿verdad?

—De acuerdo —respondió Jan.

Sintió caer entre sus pulmones un carámbano duro como una piedra. El frío se propagó hasta el interior de sus entrañas.

«Habrá que llamar a la policía.»

Todo estaba en marcha. Jan ya no tenía el control.

25

Como un criminal, un espía o un mensajero secreto… Jan no corre riesgos con el sobre de Santa Psico. A la mañana siguiente coge un desvío al trabajo con la bicicleta y se apresura a introducir todas las cartas en un buzón de una calle desierta. «Buena suerte.» Las cuarenta y siete cartas de los pacientes van camino de sus destinatarios.

A continuación se dirige al trabajo. Empiezan a formarse placas de hielo en los caminos, pronto tendrá que dejar de ir en bicicleta si no quiere resbalar. Es muy peligroso.

Al entrar en Calvero, unos pequeños zapatos corretean hacia él en el guardarropa. Es Matilda y tiene los ojos iluminados.

—¡Ha venido la policía!

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