El gran espectáculo secreto (29 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Viene ahora mismo —le tranquilizó Grillo, acercándose a la cama.

Los dibujos, muchos de los cuales se habían caído del edredón y estaban esparcidos por el suelo, parecían representar el mismo personaje bulboso. Grillo se agachó y recogió uno de ellos:

—¿Y quién es este señor? —preguntó.

—El hombre globo —respondió Philip, serio.

—¿Tiene nombre?

—Hombre globo —fue la respuesta, matizada de impaciencia.

—¿Es de la televisión? —Grillo estudiaba con atención el abigarrado garabato que se veía en la hoja.

—No.

—¿De dónde sale?

—De mi cabeza —contestó Philip.

—¿Es bueno?

El niño dijo que no con la cabeza.

—¿Entonces, muerde?

—Sólo a ti —fue la respuesta.

—Eso no es muy cortés —oyó Grillo decir a Ellen.

Se volvió y la miró. Ella trataba de ocultar sus lágrimas, pero, evidentemente, no engañaba a su hijo, que miró a Grillo con expresión acusadora.

—No se acerque mucho a él —le dijo Ellen a Grillo—. Ha estado enfermo, pero muy enfermo de verdad, ¿no es cierto?

—Ahora me encuentro bien.

—No es cierto. Tienes que seguir en la cama mientras yo acompaño a la puerta a Mr. Grillo.

Este se levantó, dejando el dibujo sobre la cama, entre los otros.

—Gracias por enseñarme al Hombre Globo —dijo.

Pero Philip no contestó. Volvió a su actividad, poniéndose a colorear de escarlata otro dibujo.

—¿Qué le estaba yo diciendo…? —prosiguió Ellen en cuanto estuvieron fuera del alcance de los oídos del niño— Ah, sí, que esto no es todo. Hay mucho más, créame. Pero todavía no ha llegado el momento de contárselo.

—Cuando ese momento llegue, estaré dispuesto a oírlo —dijo Grillo—. Puede dar conmigo llamándome al hotel.

—Quizá lo llame, quizá no. Todo lo que le cuente no será más que una parte de la verdad, ¿no? La pieza más importante es Buddy, y usted nunca podrá hacerle preguntas. Lo que se dice nunca.

Este pensamiento final, como una despedida, se fijó en la mente de Grillo mientras volvía en el coche por Grove camino del hotel. Era una observación muy elemental, pero tenía mucho peso. Buddy Vance, indudablemente, estaba en el centro mismo de esa historia. Su muerte había sido enigmática y trágica al mismo tiempo; pero más enigmática todavía era, evidentemente, la vida que había precedido a su muerte. Y Grillo tenía ya suficientes pistas sobre esa vida para sentirse muy intrigado. La colección carnavalesca que llenaba las paredes de «Coney Eye» (El Verdadero Arte de Norteamérica); la amante moral que todavía lo amaba; la esposa prostituta que, con toda probabilidad, ni lo amaba ni lo había amado nunca. Incluso sin su muerte, tan singularmente absurda, a modo de remate… La historia era desde el punto de vista periodístico estupenda. La cuestión no era
si
convenía contarla, sino
cómo
contarla.

La idea de Abernethy sobre este tema sería categórica. Estaría a favor de las suposiciones por encima de los hechos, de la porquería por encima de la dignidad. Pero había misterios allí mismo, en Grove. Grillo mismo los había visto, saliendo violentamente de la tumba de Buddy Vance, ni más ni menos; volando derechos al cielo. Era importante contar esa historia, con sinceridad y bien, porque, de lo contrario, sólo conseguiría añadir algo más de confusión a la ya existente, y eso no sería de utilidad para nadie.

Lo primero es lo primero. Tenía que anotar los datos tal y como los había oído en aquellas veinticuatro horas: de boca de Tesla, de la de Hotchkiss, de la de Rochelle, y, ahora, de la de Ellen. Y se puso a ello en cuanto entró en su habitación del hotel, redactando así, a mano, un primer borrador de la historia de Buddy Vance en la diminuta mesa de su habitación. Comenzó a dolerle la espalda de tanto escribir, y los primeros síntomas de fiebre le humedecieron la frente de sudor. Sin embargo, no cayó en la cuenta de ello hasta que tuvo escritas unas veinte páginas de notas cuidadosamente clasificadas. Sólo entonces, desperezándose al levantarse de la silla, comprendió que, aunque el Hombre Globo no había llegado a morderle, el trancazo sí.

VI
1

Durante el pesado camino desde la Alameda hasta la casa de Jo-Beth, Howie se dio cuenta claramente de por qué ésta había insistido tanto en que lo ocurrido entre ellos —sobre todo el terror que ambos habían sentido en el motel— era obra del diablo. No era de extrañar, dado que Jo-Beth trabajaba en compañía de una mujer tan devota, en una librería donde no había otra cosa que literatura mormona. Por difícil y violenta que hubiera sido su conversación con Lois Knapp, por lo menos le había dado una idea más clara del reto con el que tenía que enfrentarse. De alguna manera, se trataba de convencer a Jo-Beth de que no había crimen contra Dios o contra el hombre en el afecto que sentían el uno por el otro; y de que en él, en Howie, tampoco había nada demoníaco. La verdad era que la tarea se le presentaba difícil.

A pesar de todo, no tuvo mucha oportunidad de persuadir a Jo-Beth. Al principio, ni siquiera consiguió que le abrieran la puerta. Llamó y oprimió el botón del timbre durante cinco minutos por lo menos, convencido instintivamente de que en la casa había alguien que le podía abrir si quería. Pero hasta que no se apartó unos pasos del portal y comenzó a gritar hacia las ventanas empersianadas, no oyó el ruido de las cadenas de seguridad de la puerta. Entonces regresó al portal y dijo a la mujer que se asomó por la rendija, y que, indudablemente, debía de ser Joyce McGuire, que quería hablar con su hija. Por lo general, las madres solían hacerle caso. Su tartamudeo y sus gafas le daban aspecto de estudiante aplicado y algo introvertido. Pero Mrs. McGuire sabía muy bien que las apariencias engañan. El consejo que dio a Howie fue copia exacta del de Lois Knapp:

—No le queremos aquí —dijo—. Haga el favor de volverse a su casa y dejarnos en paz.

—Lo único que quiero es hablar un momento con Jo-Beth —replicó él—, está aquí, ¿verdad?

—Sí, está aquí, pero no quiere verle.

—Me gustaría que ella misma me lo dijera, si a usted no ¡e importa.

—¿Ah, sí? —dijo Mrs. McGuire, y, sin más, con gran sorpresa de Howie, abrió la puerta.

Dentro de la casa estaba oscuro, y en el portal, en cambio, había luz. Howie vio a Jo-Beth de pie, en medio de la oscuridad, en el fondo del vestíbulo. Iba vestida de oscuro, como si estuviera a punto de asistir a un funeral. Esto hacía que pareciera más cenicienta de lo que se sentía. Sólo sus ojos reflejaban algo de la luz que iluminaba el portal.

—Venga, díselo —la apremió su madre.

—Jo-Beth, ¿podemos hablar? —preguntó Howie.

—No debes venir aquí —dijo ella en voz baja. Su voz apenas se oía en el interior de la casa. El aire que había entre ellos estaba muerto—. Es peligroso para todos nosotros —prosiguió—. No debes volver nunca más aquí.

—Pero necesito hablarte.

—No sirve de nada, Howie, ocurrirán cosas terribles si no te vas.

—¿Qué cosas? —quería saber Howie.

Pero no fue ella quien le respondió, sino Joyce:

—No es culpa tuya —dijo, en su voz ya no hubo la agresividad de antes—. Nadie te echa la culpa, pero has de comprender, Howard, que lo que nos ocurrió a tu madre y a mí no ha terminado.

—No, mucho me temo que no lo comprendo —replicó él—. No lo comprendo en absoluto.

—Pues quizá sea preferible así —fue la respuesta—. Lo mejor será que te vayas. Ahora mismo.

Y, diciendo esto, comenzó a cerrar la puerta.

—Es… es… es… —comenzó Howie.

Pero antes de que pudiera terminar la palabra que quería decir: «Espera», se encontró cara a cara con un gran tablero de madera a unos centímetros de su nariz.

—¡Mierda! —consiguió decir, y esta vez sin tartamudear.

Siguió así, mirando la puerta cerrada, durante varios segundos, mientras los cerrojos y las cadenas volvían a su sitio en el interior de la casa. Era imposible imaginar derrota más completa. No sólo Mrs. McGuire lo echaba de allí con cajas destempladas, sino la misma Jo-Beth, cuya voz se añadía al coro. Decidió dejar las cosas así, en lugar de hacer otra intentona, y verla coronada por el fracaso.

Ya tenía pensada su visita siguiente antes incluso de apartarse del portal y echar a andar calle abajo.

En algún lugar del bosque, en el otro extremo de Grove, estaba el paraje donde Mrs. McGuire y su madre y el comediante habían encontrado sus respectivas desgracias, y cuyo signo eran la violación, la muerte y el desastre. Quizás hubiera en algún sitio una puerta que no su le cerrase.

—Es lo mejor que cabía hacer —dijo su madre cuando los pasos de Howard Katz dejaron de oírse.

—Lo sé —repuso Jo-Beth, mirando todavía a la puerta cerrada.

Su madre tenia razón. Si los sucesos de la noche anterior —la aparición del Jaff en la casa y la captura de Tommy-Ray, demostraban algo, era que no se podía confiar en nadie. Un hermano al que creía conocer, y que había querido, le había sido arrebatado, en cuerpo y alma, por una fuerza que volvía del pasado. Howie también regresaba del pasado: del pasado de su madre. Fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo ahora en Grove, Howie formaba parte de ese pasado. Tal vez fuese su víctima, o su exorcizador. Pero, inocente o culpable, permitir que Howie cruzase el umbral de su casa era poner en peligro la pequeña esperanza de salvación que habían ganado en el ataque de la noche anterior.

Nada de eso hacía más fácil la tarea de cerrar la puerta en las narices de Howie. Incluso en ese momento, los dedos de Jo-Beth ardían en deseos de descorrer los cerrojos y abrir la puerta de par en par; llamarle a gritos y darle un abrazo; contarle, quizá, cosas que les reconciliaran. Pero de nada valía la reconciliación en ese momento. ¿Acaso les serviría para volver a estar juntos, para vivir de nuevo la aventura que su corazón anhelaba con toda su fuerza, para recuperar y besar a ese muchacho que, posiblemente era su propio hermano? ¿O para, en esa situación tensa como una inundación, asirse a las viejas virtudes que le arrebataba una más con cada oleada?

Su madre tenía la respuesta; la respuesta de siempre en situaciones adversas:

—Necesitamos rezar, Jo-Beth; rezar para liberarnos de nuestros opresores.
Y entonces el Maligno se verá descubierto, y el Señor le consumirá con el espíritu de Su boca, y le destruirá con la luz de Su llegada.

—No consigo ver ninguna luz, mamá, ni creo haberla visto nunca.

—Llegará —insistió su madre—, y todo se aclarará.

—No, no lo creo —dijo Jo-Beth.

A su mente acudió la imagen de Tommy-Ray, que había vuelto tarde a casa la noche anterior, sonriendo, con aquella sonrisa inocente suya, cuando ella le preguntó por el Jaff, como si no hubiera ocurrido nada. ¿Era Tommy-Ray uno de los malignos por cuya destrucción rezaba su madre con tanto fervor?
¿Le
consumiría el Señor con el espíritu de Su boca? Jo-Beth esperaba que eso no sucediera. Más aún, al arrodillarse con su madre para hablar con Dios rezó porque no fuese así, rezó para que el Señor no juzgase a Tommy-Ray con demasiada severidad, ni tampoco a ella por querer seguir al muchacho que había acudido a su puerta e irse con él a dondequiera que fuese.

2

Aunque la luz del día asestaba sus golpes sobre el bosque, la atmósfera que reinaba bajo su follaje era la de un lugar dominado por la noche. Los pájaros y los demás anímales que vivían allí seguían cobijados en sus guaridas o en sus nidos. La luz, o algo que latía a la luz, los había acallado. A pesar de todo, Howie sentía su escrutinio. Seguían con gran atención cada paso que daba, como si fuera un cazador llegado entre ellos bajo una luna demasiado brillante. Howie no se sentía bien recibido. Y, sin embargo, el impulso de seguir adelante crecía en él con cada paso que daba. Un susurro le había conducido allí el día anterior; un susurro que él había desechado luego, como si no fuera más que una treta de su mente confusa. Pero ahora no había una sola célula en todo su cuerpo que pusiese en duda la autenticidad de la llamada. Allí había alguien que quería verle; encontrarle; conocerle. Ayer había rechazado su llamada. Pero ya no le rechazaría.

Un impulso que no era suyo por entero lo indujo a caminar con la cabeza echada hacia atrás, de modo que el sol que pasaba entre el follaje le diese como un golpe diurno en el rostro, vuelto hacia arriba. No vaciló ante su luz, sino, por el contrario, abrió más los ojos para recibirlo. La luz y la manera rítmica con que golpeaba su retina parecían fascinarle. En cualquier otra circunstancia, Howie se hubiera negado a dejar de controlar sus propios procesos mentales. Sólo bebía cuando sus iguales le obligaban a ello; se detenía en el momento en que sentía ceder su dominio sobre sí mismo; las drogas, para él, eran impensables. Pero en esta ocasión recibía la embriaguez con anhelo; invitaba al sol a extinguir en su interior la realidad a fuerza de luz y calor.

Y dio resultado. Cuando volvió la vista a la escena que le rodeaba, se sintió medio cegado por colores que ninguna brizna de hierba podría ostentar. Su vista mental captó rápidamente el espacio que dejaba vacío lo palpable. De pronto, su vista comenzó a llenarse, a desbordarse de imágenes que indudablemente sacaba de algún lugar no explorado de su córtex, porque no guardaba el menor recuerdo de haberlas vivido. Vio delante una ventana, tan sólida —no,
más
sólida— que los árboles por entre los que pasaba. La ventana estaba abierta, y, a través de ella, se veían el cielo y el mar.

Esta visión dejó paso a otra, menos apacible. En torno a él había hogueras en las que parecían arder hojas de libros. Howie anduvo entre las hogueras sin el menor miedo, sabiendo que esas visiones no podían hacerle daño alguno; al contrario, las deseaba más y más.

Y le fue otorgada una tercera visión, mucho más extraña que las anteriores. A medida que las hogueras se iban extinguiendo, se formaban tenues peces con los colores de su ojos, lanzándose hacia delante en bancos de color del arcoiris.

Howie rompió a reír alto ante lo absurdo de su visión, y su risa dio lugar a otra maravilla más, pues las tres alucinaciones se sintetizaron, introduciendo en su estructura al bosque mismo que él estaba cruzando, hasta que, finalmente, hogueras, peces, cielo, mar y árboles se fundieron en un solo y brillante mosaico.

Los peces nadaban con fuego en lugar de aletas. El cielo se volvía verde y brotes de flores de estrella de mar surgían de él. La hierba se agitaba en olitas, como una marea bajo sus pies; o, mejor dicho, bajo la mente que veía los pies, porque sus pies se le volvieron de pronto completamente extraños; y lo mismo cabía decir de sus piernas, o de cualquier otra parte de su máquina. En aquel mosaico, él no era más que
mente:
un guijarro que saltaba sobre el suelo, y buscaba.

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