—Tiene razón —dijo Arleen.
Pero Carolyn persistía en su idea:
—Suponte que alguien más viene aquí, y le ocurre lo mismo que a nosotras. O se ahogan. Pensad por un momento que se ahogan. Entonces seríamos nosotras las responsables.
—Si eso es sólo agua de tormenta, desaparecerá en pocos días —dijo Arleen—. Si decimos algo, todo el mundo hablará de nosotras. Jamás lo olvidaremos. Nos perseguirá durante el resto de nuestra vida.
—No seas tan comedianta —dijo Trudi—. Ninguna de nosotras dirá algo que no hayamos acordado antes, ¿de acuerdo?
—¿De acuerdo, Joyce? —Ésta acusó recibo de la pregunta con un sollozo—. ¿Y tú, Carolyn?
—Bien, sí, qué remedio —contestó ésta.
—Hemos de acordar qué vamos a decir.
—Lo mejor será no decir nada.
—¡Nada! —exclamó Joyce—. ¡Míranos!
—No lo explicaremos ni nos disculparemos, nunca —murmuró Trudi.
—¿Cómo?
—Es lo que mi padre dice siempre.
Y cuando pensó en ello, por ser una filosofía de su familia, pareció sentir algo de consuelo.
—No dar explicaciones…, nunca —repitió Trudi.
—Ya te hemos oído —dijo Carolyn.
—Bueno, pues de acuerdo entonces —siguió Arleen. Se levantó y fue a buscar el resto de su ropa, que había dejado en el suelo.
—Nos lo callamos todo.
Y no hubo ni un solo atisbo de discusión más entre ellas. Las demás imitaron a Arleen, se vistieron y volvieron a la carretera. A su espalda quedaba el lago, a solas con sus secretos y sus silencios.
Al principio, nada sucedió. Ni siquiera tuvieron pesadillas. Sólo una agradable languidez invadió a las cuatro; quizá fuese el recuerdo de haber estado tan cerca de la muerte y haber escapado de ella. Ocultaron sus magulladuras a los demás y siguieron siendo las mismas de siempre, y guardando su secreto.
En cierto sentido, el secreto era el que se guardaba a sí mismo. Incluso Arleen, que había sido la primera en manifestar su horror ante el íntimo asalto que había sufrido, empezó a sentir en seguida un extraño
placer
en su recuerdo, pero no se atrevía a confesarlo ni siquiera a las otras tres. En realidad, hablaban muy poco del tema entre ellas. No necesitaban hacerlo. Todas tenían la misma, extraña, convicción: que, de alguna manera extraordinaria, eran las
elegidas.
Sólo Trudi, que siempre había sentido gran amor por todo lo mesiánico, hubiera expresado lo que sentía con esa palabra. Para Arleen, tal sentimiento no era sino una reafirmación de lo que siempre había sabido de sí misma: era una criatura, única y bella, para la cual, las leyes que regían para el resto del mundo no contaban. Carolyn sentía una nueva seguridad en sí misma, y era un eco confuso de la revelación que tuvo cuando la muerte le pareció tan cercana: cada hora que pasara sin saciar sus apetitos sería tiempo perdido. En el caso de Joyce, en cambio, se trataba de un sentimiento apaciguador, se había salvado de la muerte para Randy Krentzman.
Y no perdió el tiempo en darle a conocer su pasión. Al día siguiente de los acontecimientos del lago se dirigió hacia la casa de Krentzman, en Stillbrook, y le comunicó, de la manera más sencilla posible, que estaba enamorada de él y quería dormir con él. Randy no rió, sólo la miró, aturdido, y le preguntó, algo avergonzado, si se conocían. En otras ocasiones ese olvido hubiera roto el corazón de Joyce, pero algo había cambiado en ella. Ya no era tan frágil.
—Sí —contestó—.
Claro que nos conocemos.
Nos hemos visto varias veces. Pero no me importa si me recuerdas o no. Yo te quiero, y deseo hacer el amor contigo.
Él siguió mirándola mientras hablaba. Después, respondió:
—Esto es una broma, ¿verdad?
Ella respondió que no, que no se trataba de una broma, que sabía perfectamente lo que decía, y, dado que el día era cálido y la casa estaba vacía, a disposición de los dos, no había mejor momento que aquél.
El desconcierto no había sofocado la libido de Krentzman. Aunque no entendía por qué la chica se le ofrecía
gratis,
una oportunidad así no se presentaba tan a menudo como para despreciarla. De forma que, intentando adoptar el tono de alguien para quien esas proposiciones eran cosa de todos los días, acopló. Pasaron la tarde juntos, e hicieron el amor, no una, sino tres veces. Ella salió de la casa alrededor de las seis y cuarto y regresó a la suya cruzando todo Grove, con la sensación de un imperativo satisfecho. Eso no tenía nada que ver con el amor, y Krentzman era un amante vulgar, egoísta y desmañado. Pero quizás aquella tarde ella le había dado vida, o, por lo menos, le había ofrecido su pequeña porción de ingredientes para la alquimia, y esto era, tal vez, lo único que Joyce necesitaba de él. Ese cambio de prioridades era incuestionable. Su mente entendía a la perfección la necesidad de la fecundación. El resto de la vida, pasado, presente y futuro, era muy borroso.
A la mañana siguiente, temprano, después de haber dormido más profundamente que desde hacía muchos años, telefoneó y le propuso un segundo encuentro para aquella misma tarde. Él le preguntó se había sido tan bueno el asunto, y ella le respondió que mejor que bueno, que él era como un toro, y su polla la octava maravilla del mundo. Él, sin más, se mostró de acuerdo con ambas cosas: con las alabanzas y con la cita.
Del cuarteto quizá fue Joyce la que más suerte tuvo en la elección de pareja. Aunque vanidoso, y con la cabeza vacía, Krentzman resultaba inofensivo, y, a su manera desmañada, tierno. La urgencia que empujaba a Joyce a su cama se había manifestado con igual fuerza en Arleen, Trudi y Carolyn, pero llevándolas a relaciones menos convencionales.
Carolyn comenzó a insinuarse con un cierto Edgar Lott, un hombre cercano a los sesenta años, que se había mudado unas manzanas calle abajo desde la casa de los padres de la muchacha, el año anterior. Ninguno de los vecinos había hecho amistad con él. Era un solitario, y, tenía dos perros pachones por toda compañía. Eso, unido a la ausencia de visitas femeninas, y, más especialmente, a su propensión a ir bien combinado en sus complementos al vestir (pañuelo, corbata y calcetines, siempre en tonos pastel), había hecho pensar a la gente que sería homosexual. Pero Carolyn, a pesar de su ingenuidad sobre las particularidades de las relaciones sexuales, conocía a Lott mejor que las personas mayores. Ella había observado su mirada en varias ocasiones, su intuición le dijo que en aquella expresión de Lott había algo más que un simple saludo. Una mañana, le abordó cuando llevaba a los pachones a dar su paseo higiénico matutino y comenzaron a charlar. Después, cuando los perros hubieron marcado su territorio para aquel día, Carolyn le preguntó si podía volver a casa con él. Más tarde Lott le explicaría que sus intenciones habían sido perfectamente honorables, y, si ella no se le hubiera echado encima pidiéndole su devoción sobre la mesa de la cocina, nunca se le hubiera ocurrido ponerle un dedo encima. Pero, ante tal oferta, ¿cómo rechazarla?
A pesar de estar desemparejados en años y en anatomía, ambos copularon con extraña furia; y los perros, encendidos en un delirio de celos al verles, empezaron a aullar y a buscarse el rabo con los dientes hasta quedar completamente exhaustos. Después del primer asalto, él le dijo que llevaba seis años, desde la muerte de su esposa, sin tocar a una mujer, y que eso lo había llevado a la bebida. Además, continuó explicándole, su mujer había sido una persona de mucho peso. El hablar de ese tema pareció ponerle cachondo de nuevo. Volvieron a emparejarse. Menos mal que, esa vez, los perros estaban dormidos. Al principio, todo marchó bien. Ninguno de los dos se mostraba muy experto llegado el momento de desnudarse, ni perdían el tiempo en declaraciones sobre sus respectivas bellezas, algo que, por otra parte, hubiera sido ridículo, ni menos se hacían ilusiones sobre lo que su enlace pudiera durar. Se juntaban para hacer aquello para lo que la Naturaleza les había creado, y les tenían sin cuidado todos los añadidos. Día más, día menos, Carolyn siguió visitando a Mr. Lott, como lo nombraba en presencia de sus padres, y le apretaba el rostro entre sus senos en cuanto la puerta de su casa se cerraba.
Edgar apenas podía creer en su suerte. El que fuera ella la seductora ya resultaba, de por sí, bastante fuera de lo corriente (incluso en su juventud, ninguna mujer le había Hecho semejante cumplido), pero que volviese, cada día, incapaz de quitarle las manos de encima hasta que no copulaban con toda minuciosidad, rayaba en lo milagroso. Por lo tanto, no se sorprendió lo más mínimo cuando, después de dos semanas y cuatro días, Carolyn dejó de visitarle. Al cabo de una semana de ausencia, la vio en la calle y le preguntó, con toda educación:
—¿No podemos reanudar nuestras «relaciones»? —aunque con cierta ironía.
Ella lo miró de manera extraña, y al cabo de un momento le respondió que no. Él no le había pedido explicaciones de ninguna clase, pero ella, de todas formas, le dio una.
—Ya no te necesito —le dijo por lo bajo, al tiempo que se palpaba el vientre.
Más tarde, sentado en su desapacible casa y con el tercer vaso de bourbon en la mano, Edgar comprendió lo que aquellas palabras y aquel gesto significaban, y eso le indujo a beberse un cuarto vaso de bourbon, y hasta un quinto. La consecuencia inmediata fue una vuelta a sus viejas costumbres. Aunque había querido excluir todo sentimiento de aquellas relaciones, ahora, una vez sin la chica, se dio cuenta de que le había roto el corazón.
Arleen no tuvo ese tipo de problemas. El camino que eligió, presionada por el mismo dictado mudo que había inducido a las otras, la condujo a buscar el tipo de hombre que llevan el corazón en el antebrazo y no en el pecho, y además tatuado con tinta azul Prusia. Para Arleen, como para Joyce, todo comenzó al día siguiente a aquel en que estuvieron a punto de ahogarse. Se puso su mejor vestido, cogió el coche de su madre y se dirigió a Eclipse Point, un trozo de playa, al norte de Zuma, conocido por sus bares y sus peleas. Los residentes de la zona no se sorprendieron en absoluto al ver a una chica rica entre ellos. Esa clase de gente iba por allí constantemente; llegaban de sus casas fastuosas para probar la vida de baja estofa, o para que esa vida les probase. Un par de horas solían bastar; después regresaban a su ambiente, en el que sus contactos más cercanos con la clase baja eran los mantenidos con sus chóferes.
En otros tiempos, Point había visto algunos rostros famosos de incógnito, husmeando el cachondeo que podrían encontrar allí. Jimmy Dean había sido uno de los habituales en su época más salvaje, en busca de un fumador que necesitaba un cenicero humano. Uno de los bares tenía una mesa de billar consagrada a la memoria de Jayne Mansfield, que había realizado un acto sobre ella del que aún se hablaba sólo en reverenciales susurros. Otro tenía tallado en las tablas del suelo la silueta de una mujer que había dicho ser Veronica Lake, y que había perdido allí mismo el conocimiento de borracha que estaba. Arleen, por lo tanto, seguía un camino bastante trillado, desde el regazo mismo del lujo hasta la mugre de un bar elegido por ella sin otra razón que su nombre: The Slick
[2]
. Ella no necesitaba, como otras que la habían precedido por aquel camino, para el libertinaje, la disculpa de necesitar una copa. Se limitó a ofrecerse, sin más. Y hubo bastantes que aceptaron, entre los que no hizo distingo ni remilgo alguno. Ninguno de los que llamaron a su puerta la encontró cerrada.
A la noche siguiente volvió a buscar más, y más todavía la de después, sus ojos fijos en sus amantes, como enviciada por ellos. No todos se aprovecharon. Algunos, después de la primera noche, la observaron con atención y sospecharon que tanta generosidad debía de ser producto de la locura, o de la enfermedad. Otros, hallando en sí mismos un resquicio de galantería que nunca hubieran sospechado, la instaron a que se levantara del suelo antes de que la cola llegase a los últimos de la manada, pero ella protestó alto y razonadamente contra tanta intromisión, y les dijo que la dejasen tranquila. Ellos se retiraron; algunos incluso volvieron a ponerse a la cola.
Así como Carolyn y Joyce podían mantener sus aventuras en secreto, era imposible que la conducta de Arleen pasara mucho tiempo inadvertida. Al cabo de una semana de desaparecer de su casa a media tarde cada día y no regresar a ella hasta el amanecer —una semana durante la cual la única contestación que daba a la pregunta de sus padres de a dónde iba era una mirada de desconcierto, casi como si ni ella misma lo supiese muy bien—, su padre, Lawrence Farrell, decidió seguirla. Él se consideraba un padre liberal, pero si su princesa estaba cayendo en malas compañías —jugadores de fútbol, quizás, o
hippies
—, quizá, se viera obligado a hacerle alguna advertencia. Una vez fuera de Grove, Arleen se puso a conducir como una loca, y él tuvo que pisar el acelerador con ganas para mantener una distancia prudencial. Un par de kilómetros antes de llegar a la playa, la perdió de vista. Tardó una hora en comprobar todos los estacionamientos, hasta que encontró el coche de Arleen aparcado ante el «Slick». La reputación del bar había llegado incluso intencionalmente a taponados oídos, y entró, temiendo por su chaqueta y por su cartera. Dentro había mucho revuelo; un círculo de hombres aullando como animales, con la tripa llena de cerveza y el cabello largo hasta la mitad de la espalda, se apretujaba alrededor de algún espectáculo en el suelo, al fondo del bar. No había ni huella de Arleen. Contento de haberse equivocado (lo más probable, era que Arleen estuviese dando un paseo por la playa, viendo a los que hacían
surf
), y a punto de irse, oyó que alguien comenzaba a pronunciar el nombre de su princesa:
—
¡Arleen! ¡Arleen!
Se volvió. ¿Estaría ella viendo el espectáculo del suelo? Se abrió paso entre la multitud de borrachos aulladores. Allí, en el centro, encontró a su bella niña. Uno le estaba echando cerveza en la boca, mientras otro copulaba con ella. Él, como todos los padres, odiaba la idea de que su hija copulase, excepto —en sueños— con él. Arleen echada debajo de aquel hombre, era igual que su madre, o, mejor dicho, era así en los tiempos, ya lejanos en que todavía podía excitarse. Agitándose y sonriente, loca por el hombre que tenía encima. Con un alarido, Lawrence gritó el nombre de Arleen y fue derecho a arrancar al bruto en plena labor. Alguien le dijo que debería esperar su turno. Lawrence le dio un puñetazo en la mandíbula, un soplo que lo mandó, tambaleándose, contra aquellos hombres, muchos de los cuales estaban ya preparados, con la cremallera abierta. El tipo aquél escupió un coágulo de sangre y se abalanzó sobre Lawrence, que se quejaba (mientras los demás lo golpeaban hasta hacerle caer de rodillas) de que aquélla era su hija…
¡Dios mío, su hija!
No cejó en sus protestas hasta que su boca perdió toda capacidad de emitir las palabras. Incluso entonces intentó arrastrarse hasta donde Arleen se encontraba echada, para abofetearla hasta que se diese cuenta de lo que estaba haciendo. Pero los admiradores de la joven lo arrastraron afuera y lo dejaron tirado al borde de la carretera. Allí se quedó un rato, hasta que pudo recuperar la suficiente energía para levantarse. Tambaleándose anduvo hasta el coche, y, allí, esperó varias horas, llorando a menudo, hasta que, por fin, Arleen hizo acto de presencia en la puerta. No pareció impresionada por sus hematomas y su camisa ensangrentada. Cuando él le contó que había visto lo que estaba haciendo, Arleen levantó la barbilla ligeramente, como si no supiese con certeza de qué le hablaba. Lawrence le ordenó que subiese a su lado, en el coche, y ella le obedeció sin protestar. Él condujo hasta casa en silencio.