El calor de las arenas, exacerbado por el fuego, hacía que la atmósfera que rodeaba a Byron pareciera irreal: las sales habían vuelto las llamas de colores extraños, sobrenaturales. Incluso el aire estaba trémulo y ondeante. Se sentía verdaderamente enfermo, pero, por alguna razón que sólo él conocía, no era capaz de marcharse de allí.
Byron, que seguía contemplando las llamas, sintió repugnancia cuando el cadáver explotó a causa de la intensa temperatura y sus sesos, apretados contra los barrotes al rojo vivo de la jaula de hierro, bulleron, borbotearon e hirvieron como en una caldera. También podía haber sido una oveja muerta, pensó. Qué visión más nauseabunda y degradante… La realidad terrena de su querido amigo se evaporaba en blancas cenizas ardientes ante sus propios ojos.
Conque eso era la Muerte.
Ahora estamos todos muertos, de una u otra forma, pensó Byron con amargura. Pero ¿acaso no había bebido demasiado Percy Shelley de las pasiones oscuras de la Muerte como para durar una vida entera?
Esos últimos seis años, durante todas sus peregrinaciones, las vidas de los dos famosos poetas habían estado inextricablemente ligadas. Empezando por sus exilios voluntarios de Inglaterra, que habían emprendido el mismo mes del mismo año, si bien no por las mismas razones, y hasta su estancia en Suiza. También habían estado juntos en Venecia, de la que Byron había desaparecido hacía más de dos años, y ahora en su
grand palazzo
de allí, en la cercana Pisa, del que Shelley había salido apenas unas horas antes de su muerte. A ambos los había acechado la muerte; acosados y acuciados, casi se habían visto engullidos por el interminable y cruel vórtice que había empezado a girar tras sus respectivas huidas de Albión.
Primero el suicidio de la primera esposa de Shelley, Harriet, hacía seis años, cuando Shelley se fugó al continente con una Mary Godwin de dieciséis años que ahora era su esposa. Después el suicidio de la hermanastra de Mary, Fanny, a la que los amantes habían dejado en Londres con su cruel madrastra al huir. A ese golpe le siguió la muerte del benjamín de Percy y Mary, William. Y nada más que el febrero anterior, la muerte en Roma por tuberculosis del amigo e ídolo poético de Shelley,
Adonais
: el joven John Keats.
El propio Byron seguía dando tumbos por la muerte, acaecida hacía apenas unos meses, de su hija de cinco años, Allegra: la hija «natural» habida con la hermanastra de Mary Shelley, Clare. Pocas semanas antes de que Shelley muriera ahogado, le había explicado a Byron que había visto una aparición: Percy había creído ver a la difunta pequeña de Byron haciéndole señales desde el mar para que se reuniera con ella bajo las olas. Y de repente ese espantoso final del pobre Shelley.
Primero la muerte en el agua; luego la muerte en el fuego.
A pesar del calor asfixiante, Byron sintió un frío terrible al recrear mentalmente la escena de las últimas horas de su amigo.
Caída ya la tarde del 8 de julio, Shelley había salido del
grand palazzo
de Lanfranchi propiedad de Byron, en Pisa, y había corrido hacia su pequeña embarcación, el
Ariel
, amarrada un trecho de costa más abajo. Contra todo lo aconsejable y todo sentido común, Shelley había zarpado al instante sin avisar a nadie y había puesto rumbo hacia el vientre crepuscular de una tormenta que se acercaba. ¿Por qué?, pensó Byron. A menos que lo persiguieran. Pero ¿quién? ¿Y con qué fin?
No obstante, en retrospectiva esa parecía la única explicación verosímil, como Byron comprendiera esa mañana por primera vez. De súbito, en un fogonazo de lucidez, había visto algo que debiera haber sospechado enseguida: la misteriosa muerte por ahogamiento de Percy Shelley no había sido un accidente. Estaba relacionada con algo —o fue buscada por alguien— que iba a bordo de aquella embarcación. Byron ya no tenía duda alguna de que, cuando el
Ariel
fuera rescatado de su tumba acuosa, como pronto sucedería, verían que había sido embestido por una falúa o alguna otra gran nave con intención de abordarlo. Pero también sospechaba que no habrían encontrado lo que fuera que andaban buscando.
Y es que, como Byron no había intuido hasta esa mañana, Percy Shelley —un hombre que jamás había creído en la inmortalidad— podría haber logrado enviar un último mensaje desde más allá de la tumba.
Byron se volvió hacia el mar de manera que los demás, ocupados con el fuego, no le vieran sacar subrepticiamente de la cartera el tomo con el que había logrado hacerse: el ejemplar de Shelley de los últimos poemas de John Keats, publicados no mucho antes de que este muriera en Roma.
El libro empapado había sido encontrado con el cuerpo tal como lo había dejado el propio Shelley: remetido en el bolsillo de esa corta casaca suya de colegial que le venía pequeña. Todavía estaba abierto y tenía una marca en su poema preferido de Keats,
La caída de Hiperión
, sobre la batalla mitológica entre los titanes y esos nuevos dioses, encabezados por Zeus, que no tardarían en ocupar su lugar. Tras ese famoso combate mitológico que todo niño en edad escolar conocía, sólo Hiperión, dios del sol y el último de los titanes, sigue con vida.
Era un poema por el que Byron nunca había sentido especial inclinación, y que ni al propio Keats le había gustado lo bastante para terminarlo, pero le pareció significativo que Percy se hubiera tomado la molestia de llevarlo consigo, incluso en su muerte. Sin duda había marcado ese pasaje por alguna razón:
Al punto echó a correr el brillante Hiperión;
sus túnicas en llamas fluían tras sus talones,
produciendo un rugido como de fuego terrenal […]
Llameando se alejó…
En ese final prematuro de un poema que estaba destinado a permanecer inconcluso por siempre, el dios del sol parece prenderse fuego y extinguirse en el olvido estallando en una bola de su propia incandescencia: casi como un ave Fénix. Casi como el pobre Percy, inmolado allí, en la pira.
Con todo, lo fundamental era algo que nadie más parecía haber notado cuando encontraron el libro: justo en el lugar en que Keats había dejado su pluma, Percy había empuñado la suya y había dibujado cuidadosamente una pequeña marca en el margen de la página, una especie de huecograbado con algo impreso dentro. La tinta estaba muy desvaída a causa de la larga exposición a la salada agua del mar, pero Byron estaba seguro de que aún podría descifrarlo si lo examinaba en detalle. Por eso lo había llevado consigo esa mañana.
Tras arrancar la página del libro, volvió a guardar el tomo y estudió a conciencia el pequeño dibujo que su amigo había realizado en el borde. Shelley había trazado un triángulo que encerraba tres pequeños círculos, o esferas, cada uno en una tinta de diferente color.
Byron conocía bien esos colores por diversos motivos. Primero, porque eran los suyos: los de la heráldica de su familia materna escocesa, que se remontaba a tiempos anteriores a la conquista normanda. Aunque no era más que una casualidad de nacimiento, durante su estancia en Italia no le había ayudado precisamente hacer siempre orgullosa ostentación de esos colores en su enorme carruaje, un vehículo construido a imitación del que había poseído el destituido y difunto emperador de Francia, Napoleón Bonaparte, pues, como Byron debía saber mejor que nadie, en un lenguaje secreto o esotérico esos colores en especial significaban muchísimo más.
Las tres esferas que Shelley había dibujado en el triángulo eran negra, azul y roja. La negra simbolizaba el carbón, que significaba «fe»; el azul representaba el humo, que quería decir «esperanza», y el rojo era la llama, por la «caridad». Juntos, los tres colores representaban el ciclo vital del fuego. Es más, dispuestos como allí estaban, dentro de un triángulo, símbolo universal de dicho elemento, aludían a la destrucción mediante las llamas del viejo mundo, tal como profetizó san Juan en el
Apocalipsis
y la llegada de un nuevo orden mundial.
Precisamente ese símbolo, esos orbes tricolores dentro de un triángulo equilátero, había sido elegido también como insignia secreta de un grupo clandestino que pretendía llevar a cabo esa misma revolución, al menos allí, en Italia. Se hacían llamar los
carbonari
: los carbonarios.
En los veinticinco años que siguieron a la Revolución francesa, un lapso de terror y conquista que casi redujo a añicos a Europa entera, sólo hubo un rumor más aterrador que el de la guerra: el de la insurrección interna, un movimiento surgido del interior de los reinos que exigía la aniquilación de todos los señores de fuera, de cualquier imperio impuesto.
Durante los dos años anteriores, George Gordon, lord Byron, había vivido bajo el mismo techo que su amante veneciana, Teresa Guiccioli, una niña ya casada a quien doblaba la edad y que se había exiliado de Venecia junto con su hermano, su primo y su padre, pero sin su cornudo esposo. Se trataba de los afamados Gamba —los
Gambitti
, como los llamaba la prensa popular—,m iembros destacados de la Carbonería, el mismo grupo que había jurado enemistad eterna a todas las formas de tiranía… aunque había fracasado en su intento de golpe de Estado, durante el carnaval del año anterior, para expulsar a los gobernantes austríacos del norte de Italia. En lugar de eso, los propios Gamba habían sido expulsados de tres ciudades italianas consecutivamente, y Byron los había seguido en cada nueva escala.
Esa era la razón de que todas las comunicaciones de Byron, ya fuera en persona o por escrito, fuesen diligentemente vigiladas y se tuviera orden de transmitirlas a los amos oficiales de las tres partes de Italia: los Habsburgo austríacos del norte, los Borbones españoles del sur y la propia iglesia de los Estados Pontificios en el centro.
Lord Byron era el
capo
secreto de los Cacciatori Americani: «los Americanos», como se conocía a la rama más popular y populista de la sociedad clandestina. Había financiado con sus fondos privados las armas, la munición y la pólvora de la reciente insurrección frustrada de los
carbonari
… y mucho más.
Le había proporcionado a su amigo Alí Bajá la nueva arma secreta que este quería utilizar en su rebelión contra los turcos, el fusil de repetición, que Byron había mandado diseñar para sí mismo en Estados Unidos.
También estaba costeando la Etaireía ton Philikón, o Sociedad de Amigos: un grupo secreto que apoyaba la lucha para expulsar de Grecia a los turcos otomanos.
Lord Byron era, sin duda, todo lo que los endriagos imperialistas tenían motivos para temer por encima de todo: un enemigo implacable de los tiranos y sus reinos. Esos poderes comprendían que él en persona era exactamente el fermento que requería la insurrección y que, además, era lo bastante rico para, en caso necesario, darle de beber también con agua de su propio pozo.
Sin embargo, en el último año esas tres sublevaciones nacientes habían sido brutalmente aplastadas y habían acabado con la yugular segada, a veces literalmente. No en vano se dijo, tras la muerte de Alí Bajá, hacía siete meses, que había sido enterrado en dos lugares diferentes: su cuerpo en Janina, su cabeza en Estambul. Siete meses. ¿Cómo había tardado tanto en darse cuenta? Hasta esa mañana.
Habían pasado casi siete meses desde que había muerto Alí Bajá y todavía no había recibido noticias, ninguna señal… Al principio, Byron suponía que habría habido un cambio de planes. Después de todo, muchas cosas habían cambiado en los últimos dos años mientras Alí permanecía aislado en Janina, pero el bajá siempre había jurado que, si alguna vez se encontraba en peligro, daría con Byron por cualquier medio a través de su servicio secreto, que era, a fin de cuentas, el más amplio y poderoso que jamás forjara en la historia una organización de ese tipo.
En caso de que, durante las últimas horas del bajá en la tierra, eso resultara imposible, él mismo se inmolaría en el interior de la gran fortaleza de Demir Kule junto con su tesoro, sus seguidores e incluso su amada y hermosa Vasiliki, antes que dejar que nada cayera en manos de los turcos.
Sin embargo, Alí Bajá estaba muerto y, según todos los informes, la fortaleza de Demir Kule había sido aprehendida intacta.
Pese a los reiterados intentos de Byron por descubrir cualquier indicio sobre qué había sido de Vasiliki y de todos los que habían sido apresados en Estambul, todavía no le había llegado noticia alguna. Tampoco había recibido el objeto que se suponía que la Carbonería y él mismo debían proteger.
El libro de poemas de Percy parecía contener la única pista. Si Byron lo había interpretado correctamente, el triángulo que había dibujado su amigo constituía sólo la mitad del mensaje. La otra mitad era el poema en sí: el fragmento que Percy había señalado de
La caída de Hiperión
de Keats. Uniendo esas dos pistas, el mensaje completo decía: «El viejo dios solar será destruido por una llama mucho más peligrosa: una llama eterna».
Byron comprendió al instante que, si eso era cierto, él mismo era quien más tenía que temer. Debía pasar a la acción, y enseguida además, porque si Alí Bajá había muerto sin la colosal explosión prometida, si a sus oídos no llegaban noticias de los supervivientes que habían estado junto a él —Vasiliki y sus consejeros, su servicio secreto, los
shaijs
bektasíes—, si Percy Shelley había sido perseguido desde el
palazzo
pisano de Byron y empujado hacia esa tormenta, hacia su muerte, todo ello no podía significar más que una cosa: que todo el mundo creía que ese trebejo había llegado al destino que le habían asignado, que Byron lo había recibido. Esto es, todo el mundo salvo quienquiera que hubiera escapado de Janina.
¿Y qué habría sido de la Reina Negra perdida?
Byron necesitaba retirarse a pensar y trazar un plan antes de que los demás subieran a bordo de su barco con las cenizas de Percy. Tal vez fuera ya demasiado tarde.
Arrugó en su mano la página que contenía el mensaje y, adoptando su habitual expresión de distante desdén, se levantó de donde estaba sentado y cojeó dolorosamente por las ardientes arenas hasta donde Trelawney seguía atendiendo el fuego. Los rasgos oscuros y salvajes del Corsario Londinense habían ennegrecido más aún a causa del hollín de la hoguera y, con esos resplandecientes dientes blancos y esos mostachos trepadores, el hombre parecía algo más que ligeramente loco. Byron se estremeció al lanzar con indiferencia a las llamas el rebujo de papel. Se aseguró de que prendía y ardía antes de volverse para hablar con los demás.