El inspector jefe indica al camarero que le traiga otro whisky y responde:
—Nos ofrece una excusa para investigar a Monique Lamont.
* * *
La cúpula del antiguo ayuntamiento reluce sobre Boston como una corona dorada, y mientras Lamont mira por la ventanilla tintada del Expedition negro de la policía del estado, se pregunta por qué es de oro de veintitrés quilates en vez de veinticuatro.
Una curiosidad trivial que sin duda fastidiará al gobernador Mather, que se las da de historiador. Lamont tiene ganas de descolocarlo tanto como le sea posible esta mañana, devolverle la moneda por desairarla, y al mismo tiempo recordarle que es inmensamente valiosa. Al cabo, el gobernador le prestará oídos y caerá en la cuenta de lo brillante que es su iniciativa contra el crimen, el caso de Janie Brolin, y sus ingentes implicaciones internacionales.
El ayudante que escolta a Lamont es hablador, Lamont no. Camina decidida, familiarizada con el pasillo, la cámara del concejo municipal, la sala del gabinete, la sala de espera con retratos y elegantes antigüedades, y, por último, el sanctasanctórum. Todo eso debería haber sido suyo.
—¿Gobernador? —dice el ayudante desde el umbral—. Está aquí la señora Lamont.
Está sentado a su mesa, firmando documentos; no levanta la vista al entrar Lamont.
—Si alguien sabe la respuesta a esta pregunta, tienes que ser tú, Howard —comienza ella—. La cúpula del ayuntamiento. ¿Por qué es de veintitrés quilates y no de veinticuatro?
—Supongo que deberías preguntárselo a Paul Reveré —dice, distraído.
—El la cubrió de cobre —señala Lamont.
El gobernador firma algún otro documento y dice:
—¿Qué?
—Por si alguna vez te lo has preguntado, ya sé que no te gustaría incurrir en un error. Paul Revere recubrió la cúpula de cobre para impermeabilizarla. —Toma asiento sin que medie invitación en una pesada butaca tapizada de espléndido damasco—. La cúpula no fue revestida con pan de oro hasta un siglo después. Y me fascina que eligieras un retrato de William Phips. —Observa el severo óleo que cuelga encima de la chimenea de mármol detrás de la mesa de Mather—. Nuestro estimado gobernador, famoso por el juicio de las brujas de Salem —añade.
Una de las ventajas de ser gobernador es la de elegir el retrato de tu gobernador preferido de Massachusetts para que cuelgue en el despacho. Todo el mundo sabe que Mather habría elegido el suyo propio si ya estuviera pintado. William Phips, devoto cruzado en la lucha contra el mal, mira de soslayo a Lamont, que contempla más antigüedades, los ornamentos de estuco que decoran las paredes. ¿Por qué a los hombres, sobre todo a los republicanos, les vuelve locos Frederic Remington? Bronco Buster en su exuberante caballo. Cheyenne sobre un caballo al galope. Serpiente de cascabel a punto de picar a un caballo.
—Agradezco que hayas hecho un hueco para verme, Howard.
—La cúpula del ayuntamiento —dice, pensativo—. Doradura de veintitrés quilates en vez de veinticuatro. Eso me coge de nuevas, pero en cualquier caso, resulta simbólico, ¿verdad? Igual para recordarnos que el gobierno no es del todo puro.
Pero el gobernador lo es: un puro republicano conservador. Blanco, de poco más de sesenta años, con un agradable rostro beatífico en abierta contradicción con el hipócrita despiadado que se esconde tras él. Medio calvo, corpulento, con un aire lo bastante amistoso como para no parecer despótico o deshonesto, a diferencia de Lamont, a quien se supone embustera y hostigadora porque es hermosa, brillante, progresista, exquisitamente vestida, fuerte y bastante explícita en su apoyo e incluso tolerancia hacia los desfavorecidos. En resumidas cuentas, tiene el aspecto y el discurso de una demócrata. Y seguiría siéndolo, de hecho, sería gobernadora, si no llega a ser porque confió su bienestar a un descendiente directo de ese histérico de la caza de brujas que fue Cotton Mather.
—¿Qué debería hacer? —pregunta Lamont—. El estratega eres tú. Reconozco que soy más bien neófita en lo tocante a la política.
—He estado dando vueltas a ese asunto de YouTube, y es posible que te sorprenda lo que voy a decir. —Deja el bolígrafo—. Resulta que no lo veo como una carga sino como una posibilidad. Como verás, Monique, me temo que la verdad pura y simple es que tu cambio al Partido Republicano no ha tenido el efecto deseado. El público, ahora más que en el pasado, te ve como un ejemplo de mujer liberal y ambiciosa, de esas que no se quedan en casa para criar a sus hijos…
—He dejado bien claro que me encantan los niños, tengo una preocupación sincera y demostrable por su bienestar, sobre todo en el caso de los huérfanos…
—Huérfanos en lugares como Lituania…
—Rumania.
—Deberías haber escogido huérfanos autóctonos, los que están aquí mismo, en América. Quizás algún que otro desplazado por el huracán
Katrina
, por ejemplo.
—Tal vez deberías haberlo sugerido antes de que firmara el cheque, Howard.
—¿Ves adonde quiero llegar con esto?
—A por qué me has evitado desde que te eligieron para el cargo, sospecho que es ahí adonde quieres llegar.
—Seguro que recuerdas las conversaciones que tuvimos antes de las elecciones.
—Recuerdo hasta la última palabra.
—Y por lo visto, después de hablarlo todo, empezaste a hacer caso omiso de todas y cada una de mis palabras, actitud que considero ingrata e imprudente. Así que ahora acudes a mí en un momento de necesidad.
—Te lo compensaré, y sé exactamente cómo…
—Si vas a ser una líder republicana de éxito —solapa sus palabras a las de ella—, tienes que representar los valores de familia conservadores, constituirte en una defensora de los mismos, lanzar una cruzada en su apoyo, postularte en contra del aborto, el matrimonio homosexual, el calentamiento global, la investigación con células madre… Bueno… —junta las yemas de los dedos y las entrechoca propinándose leves golpecitos— no soy quién para juzgarlo, y me trae sin cuidado lo que hace la gente con su vida privada.
—A todo el mundo le importa lo que hace la gente con su vida privada.
—Sin duda no peco de ingenuo en lo que se refiere a traumas emocionales. Como bien sabes, luché en Vietnam.
Lamont no esperaba que la conversación diera ese giro, y empieza a mostrarse resentida.
—Después de lo que sufriste, es razonable que emerjas como una persona que tiene más que demostrar. Agresiva, furiosa, decidida, tal vez un tanto trastornada. Temerosa de la intimidad.
—No sabía que Vietnam te hubiera causado ese efecto, Howard. Me entristece ver que pueda atemorizarte la intimidad. ¿Qué tal está Nora, por cierto? Sigo sin acostumbrarme a pensar en ella como la primera dama. —Un ama de casa vieja y regordeta con el coeficiente intelectual de una almeja.
—No me violaron sexualmente en Vietnam —aclara el gobernador en un tono prosaico—. Pero sé de prisioneros de guerra que fueron violados. —Desvía la mirada hacia un lado, igual que el gobernador Phips en el cuadro—. La gente te compadece por lo que te ocurrió, Monique. Sólo un monstruo se mostraría indiferente a aquel horrible suceso de hace un año.
—¿Suceso? —Estalla su furia—. ¿Consideras lo que ocurrió un «suceso»?
—Pero, si hemos de ser realistas —continúa él en un tono comedido—, a la gente le trae sin cuidado nuestros problemas, nuestros contratiempos, nuestras tragedias. Detestamos la debilidad. Tiene que ver con la naturaleza humana, es puro instinto animal. Tampoco nos gustan las mujeres que se parecen demasiado a los hombres. La fuerza y el coraje están bien dentro de unos límites, siempre y cuando se manifiesten de una manera femenina, por así decirlo. Lo que sugiero es que ese vídeo en YouTube es un regalo. Te estás acicalando delante del espejo, intentas ponerte atractiva de una manera que los hombres aprecian y a las mujeres les resulta cercana, exactamente la imagen que te hace falta ahora mismo para contrarrestar esta marea creciente de desafortunadas especulaciones acerca de que lo ocurrido te perjudicó como líder en potencia. Sí, en un primer momento despertaste en buena medida la compasión y la admiración del público, pero ahora todo se está yendo hacia el otro extremo. Se te ve como una persona distante, demasiado dura, más calculadora de la cuenta.
—No tenía la menor idea.
—El peligro de Internet es evidente —continúa—. Todo el mundo puede ser periodista, autor, comentarista de noticias, productor cinematográfico. La ventaja es igual de evidente. La gente como nosotros puede hacer lo mismo, cambiar las tornas contra esos que se han erigido en… Si utilizara la palabra que me viene a la cabeza, sería tan vulgar como Richard Nixon. Es posible que puedas plantearte hacer tu propio vídeo y colgarlo de manera anónima. Luego, tras mucha especulación pública, hazte con algún pringadillo que se adjudique todo el mérito.
Que es exactamente lo que hace Mather. Eso ya lo vio ella hace mucho tiempo.
—¿Qué clase de vídeo? —indaga Lamont.
—No lo sé. Ve a misa con un viudo atractivo que tenga varios hijos pequeños. Puedes dirigirte a la congregación transida de emoción, hablar de tu cambio de valores, una conversión en plan
Camino a Damasco
, que te ha transformado en una apasionada defensora del movimiento antiabortista, así como de cambiar la constitución para prohibir el matrimonio homosexual. Haz referencia a la grave situación de las personas y los animales de compañía desplazados por el huracán Katrina para que la gente olvide que has ayudado a huérfanos que no eran americanos.
—La gente no cuelga cosas así en YouTube. Tiene que ser algo grabado por sorpresa que resulte embarazoso, controvertido, heroico, algo gracioso. Como ese bulldog que va en monopatín.
—Bueno —dice en tono impaciente—, pues cáete por las escaleras cuando bajas del pulpito. Igual un ujier, o mejor aún, el pastor, se apresura a ayudarte y te coge un pecho accidentalmente.
—Yo no voy a misa, no he ido nunca. Y el argumento es humillante…
—¿Y mirarte el escote en el cuarto de baño no lo es?
—Acabas de decir que no lo era. Has dicho que era seductor, has indicado que resultaba atractivo y llevaba a la gente a recordar que soy una mujer deseable y no una especie de tirana desalmada.
—No es buen momento para mostrarse terco —le advierte Mather—. No dispones de tres años antes de que la maquinaria vuelva a arremeter con fuerza. Ya ha empezado a hacerlo.
—Por eso he solicitado repetidas veces hablar contigo de otro asunto. —Aprovecha la oportunidad—. Una iniciativa de la que tienes que estar al corriente.
Abre el maletín, saca una sinopsis del caso Janie Brolin y se la entrega.
Mather la hojea, menea la cabeza y dice:
—Me trae sin cuidado si Win como se llame lo resuelve. Estás hablando de titulares para un día, tal vez dos, y para las elecciones, a nadie le importará, ni lo recordará siquiera.
—No se trata de un caso, sino de algo mucho más importante. Y tengo que hacer hincapié en que todavía no puede hacerse público, de ninguna de las maneras. Te lo digo en confianza, Howard.
El gobernador entrelaza las manos encima de la mesa.
—No sé por qué iba a hacerlo público ya, puesto que no le encuentro ningún interés. Estoy más interesado en ayudarte en el asunto de tu autodestrucción.
Eso sí que es un doble sentido.
—Por eso me he tomado el tiempo necesario para aconsejarte —le dice—. Para ponerle fin.
A lo que quiere poner fin es a ella. La desprecia, siempre la ha despreciado, y la apoyó en las pasadas elecciones sólo con un propósito muy sencillo. Los republicanos tienen que hacerse con todos y cada uno de los puestos a su alcance, sobre todo el de gobernador, y la única manera de tenerlo garantizado pasaba por debilitar al Partido Demócrata al retirarse Lamont de la contienda electoral en el último momento. El que adujera «razones personales» no era más que una fachada detrás de la que ella y Mather hicieron un pacto que ahora, bien sabe Lamont, él no tiene la menor intención de mantener.
Ella no será nunca senadora ni miembro del congreso republicana y, sobre todo, nunca formará parte de su gabinete si Mather alcanzara el objetivo de llegar a la presidencia antes de morir. Cayó presa de sus maquinaciones porque, francamente, en aquellos momentos, no podía pensar con claridad.
—Ahora quiero que me escuches —dice el gobernador—. Se trata de una tentativa insensata y frívola, y no te hace falta más publicidad mala. Ya has tenido suficiente para el resto de tu vida.
—No estás al tanto de los detalles del caso. Cuando los conozcas, tendrás una opinión diferente.
—Bueno, adelante con el discurso de apertura. Hazme cambiar de parecer.
—No se trata de un caso de homicidio sin resolver de hace cuarenta y cinco años —dice—. Se trata de aliarnos con Gran Bretaña para resolver uno de los crímenes más infames de la historia. Hablo del Estrangulador de Boston.
El gobernador frunce el ceño.
—¿Qué demonios tiene que ver Gran Bretaña con que violaran y asesinaran a una pobre chica ciega en Watertown? ¿Qué tiene que ver Gran Bretaña con el Estrangulador de Boston, por el amor de Dios?
—Janie Brolin era ciudadana británica.
—¡A quién le importa un carajo, a menos que fuera la madre de Bin Laden!
—Y muy probablemente fue asesinada por el Estrangulador de Boston. Scotland Yard está interesado; muy, pero que muy interesado. He hablado con el inspector jefe, largo y tendido.
—Vaya, eso me cuesta trabajo creerlo. ¿Por qué iba a ponerse al teléfono siquiera con una fiscal de distrito de Massachusetts?
—Tal vez porque es sincero acerca de lo que hace, está muy seguro de quién es —responde con sutileza—. Y tiene presente que conviene enormemente tanto a Gran Bretaña como a Estados Unidos forjar una nueva alianza ahora que hay un nuevo primer ministro y, con un poco de suerte, dentro de muy poco, un nuevo presidente que no sea… —Recuerda que ahora es republicana, y debería tener cuidado con lo que dice.
—Una alianza con respecto a lo que se hace en Irak, con los terroristas, sí —replica Mather—, ¿pero con el Estrangulador de Boston?
—Te aseguro que en Scotland Yard se muestran entusiasmados y nos prestan todo su apoyo. No seguiría adelante con el asunto si esa parte no hubiera encajado ya.
—Sigue resultándome difícil de creer…
—Escucha, Howard. La investigación está en marcha, ya es una realidad. La coalición de justicia criminal más extraordinaria de la historia. Reino Unido y Estados Unidos aunando fuerzas para enmendar un terrible agravio cometido contra una ciega indefensa, una persona anónima en un lugar desconocido llamado Watertown.