Ella desvía la mirada.
—¿Qué va a salir a la luz ante los tribunales?
—Es difícil imaginar que se trata de un menor. A mí no se me habría pasado por la cabeza.
—Mintió.
—No lo comprobaste.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Viste alguna vez marcas de aguja en sus manos, hablando de no comprobar cosas? En las yemas de los dedos, las palmas.
—Sí.
—¿Le preguntaste al respecto?
—Inyecciones de botox para que no le sudaran las manos —responde ella—. Su padre es cirujano plástico. Eso ya lo sabes. Empezó a suministrárselas cuando salía al escenario. Ya sabes, conciertos de piano, para que los dedos no le resbalaran sobre las teclas. Ahora sigue utilizando botox porque toca los teclados, está acostumbrado a ello.
—Y tú te lo creíste.
—¿Por qué no iba a creérmelo?
—Ya lo imagino —reconoce Win—. A mí tampoco se me hubiera pasado por la cabeza. A menos que ya sospechara de esa persona. Por no hablar de que nunca he oído de nadie que haga nada semejante: botox en las yemas de los dedos. Tiene que doler de la leche.
—No sería infalible —aduce Lamont.
—Nada lo es. Pero entras en un banco, pasas una nota por debajo del cristal y tienes las manos limpias y secas. No hay huellas en el papel.
—Si piensas demostrarlo, buena suerte.
—Tenemos su huella en cobre, a falta de mejor término para denominarla. En el envoltorio de cámara que se dejó como un estúpido en la cocina de tu nueva casa antigua. No te preocupes. Va a pasar entre rejas una buena temporada —le asegura Win.
—¿Qué va a ocurrir?
—No entiendo tu pregunta —dice él.
Ella le lanza esa mirada suya.
—Claro que la entiendes.
El camarero se acerca a ellos, capta el gesto de Lamont y se retira.
—Es un embustero patológico —dice Win—. ¿La única vez que hubo un encuentro presenciado por otras personas? Bueno, no sólo no estaba él presente, sino que los testigos estaban al tanto de una operación secreta que explica diversos mensajes de correo electrónico que, francamente, los federales y otros organismos policiales tal vez no deseen que trasciendan al público. Sobre todo teniendo en cuenta que la Ley Patriótica disfruta en estos momentos de la misma popularidad que la peste bubónica.
—Tú ya estuviste antes —dice ella—. En la casa, y me viste regresar a mi coche. Y lo que llevaba conmigo. Y todo lo demás.
—No hay ninguna prueba de ello, y a él no lo vi esa noche. He de reconocer, no obstante, que no me hace gracia que alguien se pasee por ahí con mi piel. Formaba parte del subidón. Robar mis pertenencias…
—¿Tendiéndote una trampa?
—No, hurtándome, psicológicamente —responde Win—. Probablemente se remonta a lo que dijo su madre de mí cuando buscaban apartamento, un comentario que tuvo que hacerle sentir más inepto y resentido de lo que ya se sentía. En cualquier caso, supongo que, a su modo, se calzó mi piel, caminó en mis zapatos. Me venció a su extraña manera. Tú no te bebiste el vino que me robó.
—No estaba de ánimo —dice, y vuelve a lanzarle su mirada—. No estaba de ánimo para nada, a decir verdad. Había perdido el ánimo muy pronto, lo que no le sentó nada bien, si sabes a qué me refiero.
—El juguetito se vuelve aburrido.
—Preferiría que no hicieras comentarios así.
—Así que en aquella ocasión, la que más o menos presencié, las cosas no fueron bien. Cuando te vi salir del palacio de justicia, parecías estar en plena discusión. Hablabas por el móvil. Parecías disgustada, de manera que te seguí.
—Sí, discutía. No quería ir allí, a la casa. Se mostró persuasivo. Estaba al tanto de cosas sobre mí. Me puso difícil negarme. Voy a ser sincera por un momento y a decirte que no sabía cómo iba a salir del asunto. Y más aún, no tengo ni idea de cómo me metí en él ya para empezar.
—Voy a ser sincero por un momento y te voy a decir cómo ocurrió. En mi opinión —responde Win—, cuando nos sentimos indefensos, hacemos cosas que nos hacen sentir poderosos. Nuestro aspecto. Nuestra ropa. Nuestras casas. Nuestros coches. Pagamos en efectivo. Hacemos todo lo que esté en nuestra mano para sentirnos deseables. Atractivos. Incluido, bueno, tal vez incluso el exhibicionismo. —Hace una pausa—. A ver si lo adivino. Filmó esos vídeos para YouTube, pero no fue idea suya, sino tuya. Otra cosa sobre ti de la que estaba al tanto.
El silencio de Lamont es su respuesta.
—He de reconocerlo, Monique. Creo que eres la mujer más astuta que he conocido.
Ella bebe su vino.
—¿Y si cuenta algo al respecto? A la policía, o peor aún, ante los tribunales —dice Lamont.
—¿Te refieres a si airea tus trapos sucios, por así decirlo? ¿Los que fuiste lo bastante avispada como para no dejar en el escenario después de…?
—Si dice algo sobre lo que sea —le interrumpe ella.
—Es un embustero. —Win se encoge de hombros.
—Es verdad. Lo es.
—¿Sabes qué otra cosa hacemos cuando nos sentimos impotentes? —continúa Win—. Escogemos a alguien seguro.
—Está claro que no. Todo esto ha sido cualquier cosa menos seguro.
—Queremos sentirnos deseables pero a salvo —insiste Win—. La mujer madura y poderosa. Adorada pero a salvo, porque lleva las riendas. ¿Qué podía ser más seguro que un muchacho brillante con dotes artísticas que te sigue como un cachorrillo?
—¿Crees que Stump es alguien seguro? —pregunta Lamont, que hace un gesto con la cabeza al camarero.
—¿Lo que significa…?
—Creo que ya sabes lo que significa.
Ella tomará ensalada con vinagreta y una ración doble de
carpaccio
de atún con
wasabi
. Él pide el bistec de siempre. Una ensalada. Sin patata.
—Somos buenos amigos —dice Win—. Trabajamos y jugamos bien en equipo.
Es evidente que Lamont quiere saber dos cosas, pero no tiene ánimo suficiente para preguntarlas: si Win está enamorado de Stump y si ella le contó lo que ocurrió hace un montón de años cuando Lamont se emborrachó en Watertown.
—Voy a preguntártelo de nuevo —insiste Lamont—. ¿Es alguien seguro?
—Voy a responderte de nuevo. Somos buenos amigos. Me siento perfectamente a salvo. ¿Y tú?
—Espero que te reincorpores a la unidad el lunes —dice Lamont—. Así que no sé si vas a trabajar mucho más con ella. A menos, claro está, que se cometa un homicidio y aparezca en esa furgoneta tan ridicula. Lo que me lleva a un último asunto, esa organización que puso en marcha.
—El Frente.
—¿Qué deberíamos hacer al respecto?
—No creo que podamos hacer gran cosa —contesta Win—. Ha entrado como un frente, haciendo honor a su nombre, en buena medida. No vas a librarte del asunto.
—No estaba sugiriendo tal cosa —dice Lamont—. Me preguntaba qué podemos hacer para ayudarles, si eso la complace.
—¿Si complace a Stump?
—Sí, a ella. Si la mantiene feliz, y hace que siga siendo alguien seguro.
—Yo, en tu lugar, lo haría —asiente Win—. Cabe decir sin miedo a equivocarse que sería la actitud más inteligente.
Fin
[1]
El término
stump
viene a ser «retaco», pero también «muñón».
(N. del T.)
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[2]
Helen Keller (1880-1968), escritora y activista norteamericana sorda y ciega.
(N. del T.)
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