El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (9 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—No se preocupe. A los calculadores nadie nos gana en discreción.

—Me tranquiliza oírlo —dijo el anciano. Con el borde de una tarjeta postal recogió los trocitos de uña, esparcidos por encima de la mesa, y los echó a la basura. Después cogió otro emparedado de pepino, lo espolvoreó con sal y lo mordisqueó con deleite.

—Quizá no me corresponda a mí decirlo, pero está buenísimo —dijo.

—¿Cocina muy bien su nieta? —le pregunté.

—No, no. Sólo sus emparedados son excepcionales. Los otros platos que prepara no están mal, pero no se pueden comparar con los emparedados.

—Vamos, que tiene una especie de talento genuino para eso —dije yo.

—Pues sí —dijo el viejo—. Parece que usted entiende muy bien a mi nieta. A usted sí podría confiársela sin ningún temor.

—¿A mí? —me sorprendí—. ¿Sólo porque he alabado sus emparedados?

—¿No le han gustado?

—Sí, mucho —dije. Y dejé volar mis pensamientos hacia la joven gordita, eso sí, controlándolos en todo momento para que no interfirieran en mis cálculos. Después tomé café.

—Creo que usted tiene algo. O que le falta algo. En realidad, tanto da una cosa como otra.

—A veces yo también pienso lo mismo —le respondí con franqueza.

—A ese estado los científicos lo llamamos estar en pleno proceso evolutivo. Como usted mismo comprenderá antes o después, la evolución es dura. Y lo más duro de todo, ¿qué cree que es?

—No lo sé. Dígamelo usted —repuse.

—Pues que uno no tiene elección. No puede elegir a su gusto. Se parece a una inundación, a un alud o a un terremoto. Nadie sabe cuándo se producirá, y en el momento en que ocurre no caben objeciones.

—Hum... Y esa evolución de la que habla, ¿tiene algo que ver con la insonorización a la que se refería? Quiero decir, con el hecho de que el hombre pierda la capacidad de hablar.

—No del todo. Poder hablar o no, en sí mismo, carece de importancia. No es más que una etapa.

Le dije que no lo entendía. Soy una persona bastante honesta. Cuando entiendo las cosas, lo digo, y, cuando no las entiendo, también. No me gustan las medias tintas. La mayor parte de los problemas, creo yo, surgen por expresarse con poca claridad. Y estoy convencido de que la mayoría de la gente habla de manera ambigua porque, en su fuero interno, busca problemas. Eso creo yo.

—En fin, dejémoslo aquí —dijo el anciano y volvió a reírse con aquellas carcajadas tan ásperas al oído—. Hablar de cosas tan complicadas acabará interfiriendo en sus cálculos. Ya proseguiremos otro día.

No tuve nada que objetar. En ese instante sonó la alarma del reloj y reemprendí el lavado de cerebro. El anciano sacó de un cajón de la mesa una especie de tenazas de acero inoxidable de las que se usan para las brasas, las cogió con la mano derecha y empezó a ir y venir por la estantería donde se alineaban los cráneos; con las tenazas daba golpecitos a algún que otro cráneo y aguzaba el oído a su resonancia. Parecía un gran maestro del violín que paseara entre su colección de Stradivarius y que los fuese cogiendo y pellizcara sus cuerdas con los dedos para ver cómo sonaban. Incluso en el simple acto de escucharlos, mostraba hacia los cráneos un amor fuera de lo común. Pensé que, aunque se llamaran todos cráneos por igual, cada uno producía una resonancia muy distinta. Uno sonaba como un vaso de whisky; otro, como una enorme maceta. Todos habían estado en su día recubiertos de carne y de piel, todos habían contenido cerebros —si bien de diferentes capacidades—, todos habían estado dominados por la idea de la comida o por el deseo sexual. Pero ahora todo eso había desaparecido y sólo quedaba una amplia gama de sonidos. Resonancias parecidas a las de un vaso, a las de una maceta, una fiambrera o una tubería de plomo.

Traté de imaginar mi propia cabeza, desollada, con la carne arrancada y el cerebro extraído, alineada en aquella estantería mientras el anciano iba dándole golpecitos con las tenazas de acero inoxidable. La idea me produjo una sensación extraña. ¿Qué diablos descifraría el anciano de la resonancia de mi cráneo? ¿Podría leer mis recuerdos? ¿O tal vez descubriría otras cosas aparte de la memoria? Me invadió un gran desasosiego.

No temía a la muerte en sí. Como dijo William Shakespeare: «Si mueres este año, no tendrás que morir el año que viene».

Al pensarlo, parecía muy simple. Sin embargo, la idea de que, después de muerto, colocaran mi cabeza en una estantería y le dieran golpecitos con unas tenazas no me entusiasmaba. Me deprimía pensar que, una vez muerto, alguien pudiera extraer algo de mi interior. La vida no es nada fácil, pero uno puede ir trampeando, a su buen juicio. Igual que Henry Fonda en
El hombre de las pistolas de oro.
Pero, al menos después de muerto, me gustaría que me dejasen descansar en paz. Creí entender el deseo de los faraones del antiguo Egipto de que los encerraran dentro de una pirámide al morir.

Unas horas más tarde, concluí finalmente el lavado de cerebro. Como no había calculado el tiempo, ignoraba cuántas horas había necesitado, pero, a juzgar por el cansancio de mi cuerpo, deduje que debían de haber sido unas ocho o nueve horas. Un trabajillo, vamos. Me levanté del sofá, me desperecé largamente, desentumecí algunos músculos. En el manual del calculador hay unas ilustraciones que muestran la forma de desentumecer un total de veintiséis músculos. Si al terminar los cómputos se desentumecen bien los músculos, la fatiga mental desaparece y, si ésta desaparece, se prolonga la vida profesional del calculador. La profesión de los calculadores no ha cumplido siquiera diez años, por eso nadie sabe cuánto puede durar nuestra vida profesional. Hay quien dice que diez años, hay quien defiende que veinte. También hay quien dice que puede prolongarse hasta la muerte. Y quien opina que, antes o después, un calculador acaba quedando incapacitado. Ninguna de estas teorías pasa de ser una simple conjetura. Así que lo único que puedo hacer es desentumecer correctamente mis veintiséis músculos. Y dejar las teorías a las personas adecuadas.

Cuando acabé de desentumecer los músculos, me senté en el sofá, cerré los ojos y uní lentamente el hemisferio derecho y el izquierdo. Con ello, mi tarea finalizó por completo. Tal como indica el manual.

El anciano puso encima del escritorio un cráneo de lo que parecía ser un perro de gran tamaño, midió algunos detalles con un calibrador y apuntó las medidas con lápiz en una fotografía del cráneo.

—¿Ya ha terminado? —preguntó.

—Sí —dije yo.

—Muchas gracias por todo —dijo.

—Ahora me voy a casa. Mañana o pasado mañana haré el
shuffling
y se lo traeré sin falta antes de tres días al mediodía. ¿Le parece bien?

—Muy bien, muy bien —asintió el anciano—. Pero le ruego la mayor puntualidad. Si no llegara antes de mediodía, me vería en serios apuros.

—Lo tendré en cuenta —dije.

—Y extreme las precauciones para que no le roben las listas. Si eso llegara a suceder, yo tendría problemas, y usted también.

—Pierda cuidado. Nosotros, los calculadores, hemos recibido una buena formación al respecto. No nos dejamos robar fácilmente los datos recién procesados. No se preocupe.

De un bolsillo especial, oculto en la parte interior del pantalón, saqué una cartera de metal blando para llevar documentos importantes, introduje las listas de valores y la cerré.

—Esta cerradura sólo puedo abrirla yo. Si otra persona lo intenta, los documentos que hay en su interior se destruyen.

—Veo que está muy bien preparado —dijo el anciano.

Devolví la cartera al bolsillo interior del pantalón.

—Por cierto, ¿le apetece otro emparedado? Aún quedan algunos y yo, mientras trabajo, apenas como. Sería una pena tirarlos.

Aún tenía hambre, así que acepté su ofrecimiento y me zampé todos los emparedados que quedaban. El anciano se había dedicado en exclusiva a los de pepino y sólo había de jamón y de queso, pero, como a mí no me apasiona el pepino, no me importó. El anciano me llenó la taza de café recién hecho.

Me cubrí de nuevo con el impermeable, me puse las gruesas gafas y, linterna en mano, volví al subterráneo. Esta vez, el anciano no me acompañó.

—He ahuyentado a los tinieblos con ondas sonoras, así que no tiene nada que temer. Ésos, de momento, no aparecerán por aquí —dijo el anciano—. Ahora deben de ser ellos los que tienen miedo de asomar la nariz. A ésos basta con amenazarlos un poco, sólo vienen porque se lo piden los semióticos.

Por más optimistas que fueran las palabras del anciano, oír que había unas criaturas llamadas tinieblos pululando por el subsuelo me quitó las pocas ganas que me quedaban de vagar por allí a oscuras. Lo que más me aterraba era desconocer qué diablos eran los tinieblos, qué hábitos y qué forma tenían, no saber, en definitiva, cómo defenderme de ellos. Con la linterna en la mano izquierda y agarrando la navaja con la derecha, emprendí el camino de vuelta a lo largo del río subterráneo.

Dada la situación, al avistar la figura de la joven gordita del traje de color rosa al pie de la larga escalera de aluminio que había descendido a la ida, me sentí a salvo. Me hacía señales, oscilando la luz de la linterna. Cuando llegué hasta ella, me dijo algo, pero el rugido del agua, que volvía a oírse, ahogaba sus palabras, y además estaba demasiado oscuro para poder leer en sus labios, así que no entendí nada de lo que me decía.

Por lo pronto, decidí subir la escalera y salir a la luz. Yo iba delante y ella me seguía. La escalera era altísima. A la ida, como estaba muy oscuro y no veía nada, había descendido sin miedo, pero ahora, mientras subía un peldaño tras otro, al imaginar la altura, mi rostro y mis axilas se cubrieron de un sudor helado. En un edificio, aquella altura habría correspondido a tres o cuatro pisos y, además, los peldaños estaban tan resbaladizos por la humedad que me veía obligado a ascender con grandes precauciones para no sufrir un accidente.

A medio camino quise tomarme un respiro; sin embargo, al pensar en la joven que me seguía, comprendí que no era el momento adecuado y, al final, subí hasta arriba de un tirón. Me deprimía pensar que tres días después tendría que volver al laboratorio por ese mismo camino, pero lo cierto era que no había más remedio: la ruta estaba incluida en el plus.

Tras cruzar el armario empotrado y salir a la habitación, la joven me quitó las gafas y me despojó del impermeable. Yo me quité las botas y dejé la linterna.

—¿Ha ido bien el trabajo? —me preguntó. Su voz, que oía por primera vez, era dulce y clara.

Mirándola fijamente, asentí:

—Si no hubiera ido bien, no habría vuelto. Mi trabajo es así —añadí.

—Gracias por haberle dicho a mi abuelo lo del sonido. Me has hecho un gran favor. Ya llevaba una semana así.

—¿Y por qué no me lo comunicaste por escrito? Todo habría sido más rápido, me hubiese ahorrado un mal rato.

Sin responder, la joven rodeó el escritorio y se colocó bien los enormes pendientes que llevaba en las orejas.

—Son las normas —dijo.

—¿No comunicar nada por escrito?

—Esa es una de las normas.

—Hum...

—Está prohibido todo lo que pueda ir contra la evolución.

—Ya veo —dije, admirado. Realmente, se tomaba las cosas en serio.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.

—Treinta y cinco —dije—. ¿Y tú?

—Diecisiete —contestó—. Eres el primer calculador que conozco. Tampoco he visto nunca a ningún semiótico.

—¿Es verdad que sólo tienes diecisiete años? —le pregunté, sorprendido.

—Sí. ¿Por qué iba a mentirte? Tengo diecisiete años. Pero no lo parece, ¿verdad?

—No —le respondí con sinceridad—. La verdad es que aparentas veinte o más.

—Es que no me gusta aparentar diecisiete —dijo ella.

—¿Y no vas a la escuela?

—No quiero hablar de eso. Al menos, ahora. La próxima vez que nos veamos te lo explicaré todo.

—Hum... —musité. Debía de tener sus razones.

—Y dime, ¿qué vida lleva un calculador?

—Verás, los calculadores, o los semióticos, cuando no trabajamos somos personas normales y corrientes, como todo el mundo.

—La gente será corriente, pero no normal.

—Bueno, ésa es una opinión —dije—. Lo que quiero decir es que somos de lo más vulgar. Que cuando nos sentamos al lado de alguien en el tren no llamamos la atención, que comemos como todo el mundo, que bebemos cerveza... Por cierto, gracias por los emparedados. Eran deliciosos.

—¿De verdad? —preguntó ella, y sonrió.

—Es difícil encontrar emparedados tan buenos. ¡Y he comido muchos en mi vida!

—¿Y el café?

—El café también estaba bueno.

—¿Te apetece tomar otro antes de irte? Así podremos hablar un rato.

—No, gracias. Más café, no —dije—. Abajo he tomado demasiado, ya no me cabe ni una gota más. Además, quiero volver a casa cuanto antes y dormir.

—¡Qué lástima!

—Sí, es una lástima.

—Bueno, te acompaño hasta el ascensor. Porque solo no creo que consigas llegar. El corredor es muy largo y complicado.

—Sí, no creo que pudiera —dije.

Ella cogió una especie de sombrerera redonda que había sobre la mesa y me la entregó. La tomé y la sopesé. Para lo grande que era, apenas pesaba. Si realmente contenía un sombrero, éste debía de ser de dimensiones considerables. La caja estaba rodeada de una gruesa cinta adhesiva para que no se abriera.

—¿Y esto qué es?

—Un regalo de mi abuelo. Ábrelo cuando llegues a casa.

Sacudí ligeramente la caja, de arriba abajo, con las dos manos. No se oyó ningún ruido, no se produjo ningún efecto.

—Cuidado, que se rompe —dijo la joven.

—¿Es un jarrón o algo por el estilo?

—No lo sé. Cuando llegues a casa y lo mires, lo sabrás.

Después abrió un bolso de mano de color rosa y me entregó un cheque metido dentro de un sobre. En él figuraba una cantidad ligeramente superior a la que esperaba. Lo metí en la cartera.

—¿Un recibo?

—No hace falta —dijo ella.

Salimos de la habitación y nos dirigimos al ascensor, doblando esquinas, subiendo y bajando por el mismo corredor que a la ida. Sus altos tacones resonaban por el pasillo con un agradable martilleo, como antes. Su gordura había dejado de inquietarme casi por completo. Andando a su lado, apenas me acordaba de que estaba gorda. Posiblemente, con el tiempo, llegara a familiarizarme con su gordura.

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