Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
—¿Estás casado? —quiso saber la joven.
—No —dije—. Lo estuve hace tiempo, pero ahora no.
—¿Te divorciaste al hacerte calculador? La gente dice que los calculadores no pueden tener un hogar.
—Eso no es verdad. Hay muchos calculadores que tienen familia y a los que, además, les va muy bien. Si bien es cierto que la mayoría piensa que se trabaja mejor sin una familia. Nuestro trabajo comporta un desgaste nervioso enorme, es peligroso, y a veces una mujer e hijos suponen un impedimento.
—Y en tu caso, ¿cómo fue?
—Yo me hice calculador después del divorcio. Así que no tiene nada que ver con mi trabajo.
Se quedó pensativa y dijo:
—Perdona que te haga preguntas raras. Es la primera vez que veo un calculador y tenía ganas de saber muchas cosas.
—No importa —dije yo.
—He oído decir que a los calculadores, al acabar un trabajo, os aumenta mucho el deseo sexual. ¿Es verdad?
—Pues no lo sé. Tal vez sí. Es que nuestro trabajo conlleva una tensión nerviosa muy peculiar.
—Y, en esas ocasiones, ¿con quién te acuestas? ¿Tienes novia?
—No —contesté.
—Entonces, ¿con quién te acuestas? Porque no eres ni homosexual ni una de esas personas que no sienten interés por el sexo, ¿verdad? ¿No quieres contestar?
—¿Y por qué no voy a querer contestar? —repuse. No soy en absoluto un hombre que vaya divulgando su vida por todas partes, pero, como no tengo nada que ocultar, si me preguntan, respondo—. Pues me acuesto con diferentes mujeres, según la ocasión —dije.
—¿Te acostarías conmigo?
—No. Creo que no.
—¿Por qué?
—Por principios. Casi nunca me acuesto con chicas que conozco. Suele traer complicaciones. Tampoco me acuesto con mujeres con las que tengo una relación laboral. Tratándose de un trabajo en el que guardas secretos ajenos, es necesario marcar un límite entre ambas cosas.
—¿No será porque estoy gorda y me encuentras fea?
—No estás tan gorda y, además, no eres nada fea —dije.
Volvió a quedarse pensativa.
—¿Con quién te acuestas entonces? ¿Se lo propones a chicas que encuentras por ahí?
—Alguna vez ha ocurrido.
—¿O te acuestas con prostitutas?
—También ha ocurrido eso.
—Si yo me acostara contigo a cambio de dinero, ¿aceptarías?
—No. No lo creo —respondí—. La diferencia de edad es demasiado grande. Y yo, con chicas demasiado jóvenes, no consigo encontrarme cómodo.
—En mi caso, es diferente.
—Tal vez. Pero no quiero buscarme más problemas de los necesarios. En lo posible, deseo vivir tranquilo.
—Mi abuelo dice que, la primera vez, es mejor que me acueste con un hombre de más de treinta y cinco años. Y dice que, cuando el deseo sexual se acumula y llega a cierto grado de intensidad, se pierde la lucidez.
—Sí, a mí también me lo ha dicho —dije yo.
—¿Crees que es cierto?
—No soy biólogo, no lo sé —dije—. Pero creo que esto depende de cada persona y que no se pueden hacer afirmaciones tan categóricas.
—¿Tú eres de los que tienen una intensidad muy alta?
—Supongo que lo normal —respondí tras reflexionar unos instantes.
—Yo aún sé muy poco sobre mi deseo sexual —dijo la joven gorda—. Por eso quería comprobar algunas cosas.
Mientras dudaba sobre qué responderle, llegamos ante el ascensor. El ascensor se abrió y esperó pacientemente a que yo subiera, como un perro bien adiestrado.
—¡Hasta la próxima! —se despidió.
Las puertas del ascensor se cerraron sin hacer el menor ruido. Yo me apoyé en las paredes de acero inoxidable y suspiré.
Cuando ella depositó el viejo sueño sobre la mesa, tardé en darme cuenta de que aquello era un viejo sueño. Tras permanecer largo rato con los ojos clavados en él, alcé la cabeza y me volví hacia la muchacha, que estaba de pie, a mi lado. Ella miraba el viejo sueño que descansaba sobre la mesa, bajo sus ojos. Pensé que el nombre de «viejo sueño» no cuadraba con aquel objeto. Las palabras «viejo sueño» sugerían un texto antiguo o, en todo caso, algo de contornos más vagos e imprecisos.
—Eso es un viejo sueño —dijo. Y en el tono de su voz se apreciaba una resonancia indefinida y sin rumbo que decía que, más que explicármelo a mí, se lo confirmaba a sí misma—. Para ser exactos, el viejo sueño está en su interior.
Asentí, todavía sin comprender.
—Cógelo —dijo ella.
Tomé el objeto con cuidado y lo recorrí con los ojos, buscando algún vestigio de viejo sueño. Pero, por más atentamente que lo observé, no descubrí el menor indicio. Aquello era un simple cráneo de animal. De un animal no muy grande. El hueso frontal del cráneo estaba reseco, como si hubiera permanecido largo tiempo expuesto al sol y su color original hubiera palidecido. La mandíbula, proyectada con fuerza hacia delante, permanecía ligeramente abierta, como si hubiera quedado congelada en el preciso instante en que se disponía a decir algo, y las dos pequeñas cuencas oculares, despojadas de su contenido, conducían a su vacío interior.
El cráneo poseía una ligereza antinatural y, debido a ello, había perdido casi toda su cualidad material. No quedaba reminiscencia alguna de la vida que había vibrado en él. Le habían arrebatado toda la carne, todos los recuerdos, todo el calor. En medio de la frente tenía una pequeña cavidad, rugosa al tacto. Cuando la palpé con el dedo y la observé, se me ocurrió que podía tratarse de la huella de un cuerno desaparecido.
—¿Es el cráneo de uno de los unicornios de la ciudad? —le pregunté a la chica.
Ella asintió.
—Los viejos sueños se han infiltrado en su interior y están ahí —respondió en voz baja.
—¿Y debo leerlos ahí?
—Ése es el trabajo del lector de sueños —dijo ella.
—¿Y qué tengo que hacer con lo que lea?
—Nada. Sólo tienes que leer.
—No lo comprendo —dije—. Entiendo que tenga que leer los sueños de los cráneos. Pero no entiendo que baste con eso. No sé, me da la sensación de que eso no es un trabajo. Un trabajo debe tener algún objetivo. Como, por ejemplo, apuntar lo que leo en alguna parte, ponerlo en orden alfabético y clasificarlo.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé explicarte bien dónde está el sentido. Tal vez lo descubras por ti mismo conforme vayas leyendo. En todo caso, el sentido de tu trabajo no tiene mucho que ver con tu trabajo en sí.
Puse el cráneo sobre la mesa y, esta vez, probé a observarlo desde lejos. Lo envolvía un profundo silencio que hacía pensar en la nada. Sin embargo, tal vez el silencio no procediera de fuera sino que brotase de su interior, como el humo. Fuera como fuese, era de una naturaleza extraña. Me pregunté si aquel silencio no ligaría con fuertes lazos aquellos huesos con el centro de la Tierra. El cráneo, mudo e inmóvil, clavaba unos ojos sin sustancia en un punto de la nada.
Cuanto más lo observaba, más me parecía que el cráneo quería decirme algo. A su alrededor flotaba un aire de tristeza, pero era incapaz de explicarme a mí mismo qué expresaba esa tristeza. Había perdido las palabras precisas.
—Lo leeré —dije, y volví a coger el cráneo de encima de la mesa y lo sopesé—. Sea como sea, no tengo elección.
Ella esbozó una sonrisa, tomó el cráneo de mis manos, limpió cuidadosamente el polvo que se acumulaba en su superficie con dos trapos distintos y depositó aquellos huesos, que habían acrecentado su blancura, sobre la mesa.
—Bueno, voy a enseñarte cómo se leen los viejos sueños —dijo—. Pero sólo te explicaré el proceso, por supuesto. Yo no soy capaz de leerlos. El único que puede hacerlo eres tú. Mira con atención. Primero, pones el cráneo mirando de frente hacia ti y, luego, apoyas suavemente los dedos de ambas manos aquí, en las sienes. —Posó los dedos sobre los huesos parietales del cráneo y me dirigió una mirada, como para cerciorarse de que la entendía—. Después fijas la vista en el hueso frontal. No lo hagas con mucha intensidad, míralo dulcemente, con suavidad. Pero no puedes desviar la mirada. Por más que te deslumbre, no la apartes.
—¿Deslumbrar?
—Sí, en efecto. Cuando lo mires fijamente, el cráneo despedirá luz y calor, así que tú sólo has de descifrar con calma esta luz con las yemas de los dedos. Así podrás leer los viejos sueños.
Repetí para mis adentros el procedimiento que me había enseñado. No podía imaginar, claro está, cómo era la luz de la que hablaba ni qué tacto debía de tener, pero, por lo pronto, había asimilado el procedimiento. Mientras contemplaba los finos dedos de la muchacha posados sobre los huesos, me asaltó la vívida impresión de que ya había visto antes aquel cráneo en algún otro lugar. Tanto los huesos —tan blancos que parecían haber sufrido repetidos lavados— como la cavidad de la frente provocaban una peculiar sacudida en mi corazón, tal como me había sucedido con el rostro de la muchacha cuando la vi por primera vez. Sin embargo, no pude discernir si era un auténtico retazo de memoria o sólo una ilusión causada por una deformación momentánea del espacio y del tiempo.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella.
Sacudí la cabeza.
—Nada. Estaba pensando. Me parece que he entendido bien qué debo hacer. Ahora falta ponerlo en práctica.
—Cenemos primero —dijo ella—. Es que, en cuanto nos pongamos a trabajar, ya no tendremos tiempo.
De una cocina pequeña que había al fondo, trajo una olla y la puso a calentar sobre la estufa. La comida consistía en potaje de verduras con cebollas y patatas. No tardó en calentarse y, en cuanto comenzó a hervir, produciendo un sonido muy agradable, la muchacha vertió el contenido de la olla en los platos y los llevó a la mesa junto con pan de nueces.
Sentados frente a frente, cenamos sin decir palabra. La comida era frugal y era la primera vez que probaba los condimentos que la aliñaban, pero no sabía mal y, además, al terminar, sentí que me había entonado. Luego, la muchacha sirvió té caliente. Un té verde, con un regusto amargo, hecho de plantas medicinales.
La lectura de los sueños no era una tarea tan sencilla como las explicaciones de la chica daban a entender. El rayo de luz era muy fino y, por más que concentrara toda mi atención en las yemas de los dedos, no lograba orientarme a través de aquel confuso laberinto. Con todo, mis dedos podían percibir con nitidez la presencia de los viejos sueños. Estos consistían en una especie de rumor, un torrente de imágenes deshilvanadas. Pero mis dedos todavía no eran capaces de traducirlos y convertirlos en mensajes claros. Sólo alcanzaban a constatar su existencia.
Cuando finalmente terminé de leer dos sueños, ya habían dado las diez de la noche. Le devolví a la chica los cráneos, cuyos sueños acababa de descifrar, me quité las gafas y me masajeé despacio los ojos embotados.
—Estás cansado, ¿verdad? —me preguntó ella.
—Un poco —respondí—. Mis ojos todavía no están acostumbrados. Al clavar la vista, absorben la luz de los viejos sueños y, al final, acaba doliéndome la cabeza. Es un dolorcillo sin importancia, pero la vista se me nubla y ya no puedo fijarla.
—Al principio, a todos les pasa lo mismo —dijo ella—. Hasta que los ojos no se habitúan, cuesta. Pero tranquilo: pronto te acostumbrarás. Durante un tiempo, será mejor que nos lo tomemos con calma.
—Sí, creo que será lo mejor.
Ella inició los preparativos para volver a casa. Levantó la tapa de la estufa, recogió con una pequeña pala las brasas de carbón al rojo vivo y las enterró en un cubo de arena.
—No dejes que el cansancio se adueñe de tu corazón
[1]
—dijo ella—. Mi madre siempre me lo decía. Me decía que, aunque el cansancio llegue a dominar nuestro cuerpo, debemos seguir siendo dueños de nuestro corazón.
—Sí, es un buen consejo —dije.
—Lo cierto es que no sé qué es el corazón. No sé qué significa exactamente, ni tampoco sé cómo se usa. Sólo he aprendido la palabra.
—El corazón no se usa —dije—. El corazón está ahí y basta. Es como el viento. Es suficiente con que puedas sentir su latido.
Ella tapó la estufa, llevó la cafetera esmaltada y las tazas al fondo, las lavó y, una vez que hubo terminado, se envolvió en un abrigo de una tosca tela azul. Un azul sombrío, como un jirón arrancado del cielo que, a lo largo del tiempo, hubiese ido perdiendo sus recuerdos primigenios. Sin embargo, ella permaneció de pie, al lado de la estufa apagada, sumida en sus reflexiones.
—¿Vienes de otro país? —me preguntó como si se acordara de repente.
—Sí.
—¿Y cómo era tu tierra?
—No me acuerdo de nada —dije yo—. Lo siento, pero no tengo ni un solo recuerdo. Cuando me quitaron la sombra, todos los recuerdos de mi viejo mundo se fueron juntos. En todo caso, era una tierra muy lejana.
—Pero tú sabes qué es el corazón, ¿verdad?, tienes uno.
—Creo que sí.
—Mi madre también tenía corazón —dijo ella—. Pero ella desapareció cuando yo tenía siete años. Y seguro que fue por culpa de que tenía un corazón, como tú.
—¿Desapareció?
—Sí, desapareció. Pero cambiemos de tema. Aquí es de mal agüero hablar de las personas desaparecidas. Háblame de la ciudad donde vivías. De algo te acordarás, ¿no?
—Sólo recuerdo dos cosas —dije—. Una, que la ciudad donde vivía no estaba rodeada por ninguna muralla y, otra, que todos caminábamos arrastrando una sombra.
Sí. Todos arrastrábamos una sombra. Pero al llegar a esta ciudad, tuve que confiar mi sombra al guardián de la puerta.