Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
Los dos hombres hablaron un rato de generalidades e hicieron algunos comentarios políticos. Al fin, Stormgren se decidió a encarar la cuestión. El viejo francés se reclinó en su silla y mientras su visitante hablaba las cejas se le fueron levantando milímetro a milímetro hasta confundírsele casi con la melena. Una o dos veces estuvo a punto de interrumpir a Stormgren, pero lo pensó mejor y continuó escuchando en silencio.
Cuando Stormgren terminó, el hombre de ciencia miró con nerviosismo a su alrededor.
—¿Crees que nos estará escuchando? —preguntó.
—No. No creo que sea posible. Me protege algo que Karellen llama un rastreador. Pero no funciona bajo tierra. Ese es uno de los motivos por los que he venido a verte a este sótano tuyo. Se supone que está protegido contra toda clase de radiaciones, ¿no es así? Bueno, Karellen no es un mago. Sabe dónde estoy, pero nada más.
—Ojalá tengas razón. Pero, aparte de eso, ¿no habrá dificultades cuando Karellen descubra tus intenciones? Pues las descubrirá, lo sabes muy bien.
—Correré ese riesgo. Además, nos entendemos bien.
El físico jugueteó con su lápiz y se quedó mirando un rato el vacío.
—Es un bonito problema. Me gusta —dijo simplemente. Buscó luego en un cajón y sacó un enorme bloc de papel. Stormgren nunca había visto otro más grande.
—Bueno —comenzó a decir Duval, garrapateando furiosamente en una especie de taquigrafía privada—. Tengo que conocer todos los pormenores. Háblame de ese cuarto en el que celebran las entrevistas. No omitas ningún detalle, por más trivial que te parezca.
—No hay mucho que decir. Es de metal, y tiene unos ocho metros cuadrados de superficie, por cuatro de altura. La pantalla tiene un metro de ancho y delante hay un escritorio... Mira, será mejor que te lo dibuje.
Stormgren trazó un rápido esbozo del cuartito y le pasó el dibujo a Duval. Estremeciéndose ligeramente recordó la última vez que había hecho un movimiento semejante. Se preguntó qué habría ocurrido con el galés ciego y sus socios, y cómo habrían reaccionado cuando descubrieron que él, Stormgren, había desaparecido.
El francés estudió el dibujo frunciendo el ceño.
—¿Y eso es todo lo que puedes decirme?
—Sí.
Duval bufó disgustado.
—¿Qué hay de la luz? ¿Estás en una total oscuridad? ¿Y qué pasa con la ventilación, la temperatura... ?
Stormgren sonrió ante esa explosión familiar.
—El cielo raso es luminoso, y creo que el aire entra por la rejilla del altavoz. No sé por dónde sale. Quizá de cuando en cuando cambia la dirección de la corriente. No lo he notado. No hay señales de un aparato de calefacción, pero la temperatura es siempre normal.
—Eso quiere decir, supongo, que el vapor de agua se ha condensado, pero no el anhídrido carbónico.
Stormgren trató de sonreír.
—Creo que te lo he dicho todo —concluyó—. En cuanto a la máquina que me lleva hasta Karellen, tiene tan poco carácter como la caja de un ascensor. Sin la silla y la mesa bien podría ser eso.
Hubo un silencio de varios minutos mientras el físico adornaba su lápiz con minuciosos y microscópicos mordiscos. Stormgren se preguntó, observándolo, cómo un hombre como Duval, de mente mucho más brillante que la suya, no había alcanzado un puesto más alto en el mundo de la ciencia. Recordó una frase malévola y probablemente inexacta, de un amigo del Departamento de Estado: "Los franceses producen los más grandes segundones del mundo". Duval era una prueba de esa aseveración.
El físico sonrió satisfecho, se inclinó hacia adelante y apunto con su lápiz a Stormgren.
—¿Qué te hace pensar, Rikki —preguntó—, que la pantalla de Karellen sea realmente una pantalla?
—Siempre me pareció eso. Es exactamente igual a una pantalla. ¿Qué otra cosa podía ser por otra parte?
—Cuando afirmas que se parece a una pantalla quieres decir, ¿no es cierto?, que se parece a una pantalla de las nuestras.
—Claro.
—Eso me parece sospechoso. No creo que los superseñores usen algo tan tosco como una pantalla. Probablemente materializan las imágenes directamente en el espacio. Y además ¿por qué va a usar Karellen un sistema de televisión? La solución más simple es siempre la más adecuada. ¿No te parece mucho más probable que tu "pantalla" sea sólo una hoja de vidrio?
Stormgren sintió tanta vergüenza que guardó silencio unos instantes, rememorando el pasado. Nunca había dudado de la historia narrada por Karellen. Pero ahora que miraba hacia atrás, ¿cuándo le había dicho el supervisor que estaba usando un sistema de TV? Le habían tendido una trampa psicológica, y él, Stormgren, había caído inocentemente. Admitiendo, es claro, que Duval no se equivocaba. Pero ya estaba otra vez, sacando conclusiones. Aún nadie había probado nada.
—Si tienes razón —dijo—, basta romper el vidrio.
Duval suspiró.
—¡Estos salvajes! ¿Crees que podrás romper ese material sin explosivos? Y si tuvieras éxito ¿supones que Karellen respira el mismo aire que nosotros? No será muy bonito para ambos si vive en una atmósfera de cloro.
Stormgren se sintió un poco tonto. Podía haber pensado en eso.
—Bueno, ¿qué sugieres? —preguntó algo exasperado.
—Tengo que pensarlo. Es necesario descubrir ante todo si mi teoría es correcta, y si lo es, averiguar de qué material es la pantalla. Encargaré ese trabajo a dos de mis hombres. A propósito, tú llevas un portafolios cuando vas a visitar a Karellen. ¿Es ése que tienes ahí?
—Si.
—Alcanzará. No tenemos que llamar la atención cambiándolo por otro, sobre todo si Karellen está acostumbrado a verlo.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Stormgren—. ¿Que lleve conmigo un aparato de rayos X?
El físico sonrió con una mueca.
—No lo sé todavía, pero pensaremos en algo. Te avisaré dentro de quince días. —Duval se rió—. ¿Sabes qué me recuerda todo esto?
—Si —respondió en seguida Stormgren—, la época en que fabricabas aparatos ilegales de radio, durante la ocupación alemana.
Duval pareció decepcionado.
—Bueno, supongo que alguna vez he hablado de eso. Pero hay otra cosa.
—¿De qué se trata?
—Cuando te capturen, yo no sabré nada.
—Pero cómo, ¿después de hablar tanto acerca de la responsabilidad de los inventores? Realmente, Pierre, me avergüenzas.
Stormgren dejó caer el pesado informe con un suspiro de alivio.
—Gracias a Dios ya está listo —dijo—. Es raro pensar que estos pocos centenares de páginas encierren el futuro de la humanidad. ¡El Estado mundial! Nunca pensé que llegaría a verlo.
Metió el informe en su portafolios. El fondo no estaba a más de diez centímetros del rectángulo oscuro de la pantalla. De vez en cuando sus dedos jugueteaban con las cerraduras en una semiconsciente y nerviosa reacción. Pero no tenía el propósito de apretar la llavecita hasta que la reunión hubiese terminado. Era posible que todo saliese mal. Aunque Duval había jurado que Karellen no sospecharía nada, no se podía estar seguro.
—Bueno, me ha dicho usted que tenía algunas novedades —continuó Stormgren con una impaciencia mal disimulada—. Se trata de...
—Sí —dijo Karellen—. Recibí una respuesta hace unas pocas horas.
¿Qué quería decir con eso? se preguntó Stormgren. No era posible indudablemente que el supervisor se hubiera comunicado ya con su distante morada, a través de esos innumerables años—luz. O quizá —de acuerdo con la teoría de Van Ryberg— se habla limitado a consultar una enorme máquina computadora, capaz de predecir las consecuencias de cualquier acto político.
—No creo —continuó Karellen— que la Liga de la Libertad y sus asociados se sientan muy satisfechos, pero ayudará a reducir la tensión. No registraremos esto.
»Me ha dicho usted muy a menudo, Rikki, que la raza humana se acostumbraría muy pronto a nosotros, no importa cual fuese nuestro aspecto físico. Eso demuestra que le falta a usted imaginación. Sería así, probablemente, en su caso, pero tiene que recordar que la mayor parte del mundo no está todavía bastante educada y que los prejuicios y supersticiones que la dominan sólo desaparecerán dentro de varias décadas.
»Admitirá usted que algo conocemos de psicología humana. Sabemos, con bastante exactitud, qué pasaría si nos reveláramos hoy al mundo. No puedo entrar en detalles, ni con usted, así que tiene que aceptar la verdad de este análisis. Podemos, sin embargo, hacer una promesa definida, que le dará alguna satisfacción: Dentro de cincuenta años —de aquí a dos generaciones— saldremos de nuestras naves y la humanidad nos verá al fin tal cual somos.
Stormgren guardó silencio durante un rato, asimilando las palabras del supervisor. Sentía muy poco de esa satisfacción que le hubiesen causado en otro tiempo las palabras de Karellen. En realidad, hasta estaba un poco confundido por su éxito parcial, y durante un instante casi dejó de lado su proyecto. La verdad llegaría con el paso de los años. Todo este complot era inútil y quizá muy poco prudente. Si lo llevaba a cabo, sería sólo por la egoísta razón de que dentro de medio siglo él, Stormgren, ya no existiría.
Karellen debió de advertir su irresolución, porque continuó:
—Lamento desilusionarlo, pero al menos no será usted responsable de los problemas políticos del futuro. Quizá aún piense usted que nuestros temores son infundados; pero créame, hemos comprobado que sería muy peligroso seguir otro camino.
Stormgren se inclinó hacia adelante, respirando pesadamente.
—¡Entonces el hombre los vio alguna vez!
—No diría eso —respondió Karellen rápidamente—. No hemos supervisado solamente este planeta.
Pero Stormgren no se daba por vencido con tanta facilidad.
—Hay muchas leyendas que sugieren que la Tierra ha sido visitada ya por otras razas.
—Lo sé. He leído el informe del departamento de Investigaciones Históricas. Parece como si este mundo fuese el cruce de carreteras del universo.
—Quizá ustedes no se enteraron de algunas de esas visitas —dijo Stormgren insistiendo aún ansiosamente—. Aunque como nos observan desde hace mucho tiempo, es poco verosímil.
—Supongo que sí —replicó Karellen con una voz muy poco alentadora.
En ese momento Stormgren tomó su decisión.
—Karellen —dijo de pronto—, redactaré la declaración y se la enviaré para que la apruebe. Pero me reservo el derecho de seguir molestándolo, y si veo alguna oportunidad, haré lo que pueda para descubrir su secreto.
—Me doy cuenta perfectamente —replicó el supervisor con una leve risita.
—¿Y no le importa?
—En lo más mínimo. Aunque le prohíbo usar armas nucleares, gases venenosos o cualquier otra cosa que pueda estropear nuestra amistad.
Stormgren se preguntó si Karellen habría sospechado algo. Detrás de esa broma había creído advertir un tono de comprensión, o quizá —¿quién podría decirlo?— aun de aliento.
—Me alegra saberlo —replicó Stormgren con toda la tranquilidad de que fue capaz.
Se incorporó, cerrando al mismo tiempo la cubierta de su portafolios. Deslizó el pulgar a lo largo de la correa.
—Redactaré la declaración en seguida —repitió— y se la enviaré más tarde por el teletipo.
Mientras hablaba apretó el botón, y comprendió que todos sus temores habían sido infundados. Los sentidos de Karellen no eran más sutiles que los de un hombre. El supervisor no había advertido nada, pues se despidió, y pronunció las palabras familiares que abrían la puerta del cuarto con la misma voz de siempre.
Sin embargo, Stormgren se sentía como un ratero que sale de una tienda observado por un detective. Cuando la lisa pared se cerró a sus espaldas, lanzó un suspiro de alivio.
—Admito —dijo Van Ryberg— que algunas de mis teorías no han sido muy felices. Pero dígame lo que piensa de ésta.
—¿Es necesario? —suspiró Stormgren.
Pieter no lo oyó.
—No es una idea mía realmente —dijo con modestia—. La saqué de un cuento de Chesterton. Suponga que los superseñores estén ocultando el hecho de que no tienen nada que ocultar.
—Un poco complicado, me parece —dijo Stormgren comenzando a interesarse.
—Lo que quiero decir es esto —continuó Van Ryberg con entusiasmo—. Creo que físicamente son seres humanos como nosotros. Han comprendido que toleraríamos que nos gobernasen unas criaturas... bueno, extrañas y superinteligentes. Pero, tal como es, la raza humana no admitiría ser manejada por seres de su misma especie.
—Muy ingeniosa, como todas sus teorías —dijo Stormgren—. Me gustaría que las enumerase, así yo podría recordarlas mejor. Las objeciones a ésta...
Pero en aquel momento entraba Wainwright.
Stormgren se preguntó qué estaría pensando. Se preguntó también si Wainwright habría tenido algún contacto con los hombres de la mina. Lo dudaba, pues tenía la seguridad de que Wainwright se oponía genuinamente a toda forma de violencia. Los extremistas del movimiento se habían desacreditado totalmente, y había pasado mucho tiempo sin que el mundo hubiese oído hablar de ellos.
El jefe de la Liga de la Libertad escuchó cuidadosamente mientras Stormgren le leía el anuncio. Stormgren esperaba que Wainwright apreciara este gesto, que había sido idea de Karellen. El mundo conocería la promesa que los superseñores hacían a los nietos de los hombres actuales sólo doce horas después.
—Cincuenta años —dijo Wainwright pensativamente—. Es mucho tiempo para esperar.
—Para la humanidad quizá, pero no para Karellen —respondió Stormgren.
Sólo ahora comenzaba a comprender la sutileza de la solución ofrecida por los superseñores. Se tomaban el tiempo que creían necesario, y privaban de su base a la Liga de la Libertad. Stormgren no creía que la Liga capitulara, pero su posición se debilitaría muchísimo. Era indudable que Wainwright no pensaba otra cosa.
—En cincuenta años —dijo el hombre amargamente— el daño estará hecho. Aquellos que aún recuerdan nuestra independencia habrán desaparecido; la humanidad habrá olvidado sus tradiciones.
Palabras, palabras vacías, pensó Stormgren. Palabras por las que los hombres habían luchado y habían muerto, y por las que nunca volverían a luchar y a morir otra vez. Y el mundo sería mejor así.
Mientras veía alejarse a Wainwright, Stormgren se preguntó cuánto daño haría aún la Liga de la Libertad. Pero ése, pensó aliviado, era un problema que concernía a su sucesor.
Había algunas cosas que sólo el tiempo podría curar. Era posible destruir la maldad, pero nada podía hacerse con los que vivían engañados.