Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
»Mientras tanto el auto que había iniciado el trabajo continuaba su evasivo viaje hacia la frontera de Canadá. Quizá Karellen ya lo haya capturado. No lo sé ni me importa. Como usted puede ver —y espero que aprecie mi franqueza —todo nuestro plan dependió de una sola cosa. Estamos bastante seguros de que Karellen puede oír y ver todo lo que pasa en la superficie del mundo, pero a menos que utilice la magia, y no la ciencia, no podrá ver bajo tierra. Por lo tanto no se habrá enterado del cambio efectuado en el túnel, no antes que fuese demasiado tarde. Naturalmente, corrimos un riesgo, pero tomamos también algunas otras precauciones de las que prefiero no hablar. Quizá tengamos que utilizarlas otra vez, y sería una lástima revelar ahora el secreto.
Joe había relatado su historia con una satisfacción tan evidente que Stormgren no pudo evitar una sonrisa. Sin embargo, sintió también una gran preocupación. El plan era muy ingenioso, y era bastante posible que hubiesen engañado a Karellen. Stormgren no tenía la seguridad de que los superseñores ejerciesen sobre él alguna especie de vigilancia protectora. Tampoco la tenía Joe, era indudable. Quizá por eso se había mostrado tan franco; quería estudiar las reacciones de Stormgren. Bueno, tenía que aparentar confianza, cualesquiera que fuesen sus verdaderos sentimientos.
—Tienen que ser un atajo de tontos —dijo Stormgren desdeñosamente— si creen que van a engañar con tanta facilidad a los superseñores. Y en cualquier caso ¿qué beneficio piensan obtener con todo esto?
Stormgren rehusó un cigarrillo. Joe encendió otro y se sentó en el borde de una silla. Se oyó un sospechoso crujido y el hombre se incorporó otra vez rápidamente.
—Nuestros motivos —comenzó a decir— son bastante claros. Descubrimos que los argumentos son inútiles, así que tuvimos que tomar otras medidas. Ya ha habido varios movimientos secretos, y hasta Karellen, con todos sus poderes, no ha podido dominarlos con facilidad. Vamos a luchar por nuestra independencia. No interprete mal. No ejerceremos ninguna violencia física, al principio por lo menos, pero recuerde que los superseñores tienen que usar a seres humanos como agentes. Nosotros nos encargaremos de que esa tarea sea bastante incómoda.
Y empiezan conmigo, supongo, pensó Stormgren. Se preguntó si el otro le habría contado algo más que una fracción de toda la historia. ¿Pensaban realmente que estos métodos criminales llegarían a influir en Karellen? Por otra parte era cierto que un movimiento de resistencia bien organizado traería problemas muy difíciles. Pues Joe había señalado con exactitud el punto débil de la política de los superseñores. En última instancia todas sus órdenes eran ejecutadas por seres humanos. Si se aterrorizase a los hombres hasta llevarlos a la desobediencia, podría derrumbarse todo el sistema. Pero era sólo una débil posibilidad. Stormgren confiaba en que Karellen encontraría muy pronto alguna solución.
—¿Qué intentan hacer conmigo? —preguntó Stormgren al fin—. ¿Estoy aquí como rehén?
—No se preocupe. Lo vamos a cuidar. Dentro de unos días vendrán algunas visitas y hasta entonces trataremos de entretenerlo del mejor modo posible.
Añadió algunas palabras en su propio idioma y uno de los otros sacó un paquete de naipes todavía sin abrir.
—Los hemos comprado especialmente para usted —explicó Joe—. Leí en el Times el otro día que es usted un buen jugador de póker. —Su voz se hizo grave de pronto—. Espero que tenga bastante dinero en su cartera —añadió con ansiedad—. No la hemos revisado. Después de todo nos sería difícil aceptar cheques.
Stormgren, confuso, miró inexpresivamente a sus guardianes. Luego, mientras iba comprendiendo la comicidad de la situación, le pareció sentir que le estaban sacando de encima todos los cuidados y preocupaciones de su cargo. Todo quedaba en manos de Ryberg. Cualquier cosa que ocurriese, él ya nada podía hacer. Y ahora estos fantásticos criminales lo invitaban ansiosamente a jugar al póker.
De pronto, alzó la cabeza y rió como no lo hacía desde muchos años atrás.
Era indudable, pensó Van Ryberg malhumorado, que Wainwright decía la verdad. Podía tener sus sospechas, pero no sabía quién había secuestrado a Stormgren. Ni siquiera aprobaba el secuestro. Van Ryberg suponía que los extremistas de la Liga habían tratado durante un tiempo de que Wainwright adoptara una política más activa. Ahora estaban tomando el asunto entre sus propias manos.
La organización del secuestro había sido excelente. Stormgren podía estar en cualquier lugar del mundo, y había muy pocas esperanzas de encontrarlo. Sin embargo algo había que hacer, decidió Van Ryberg, y rápido. A pesar de sus bromas ocasionales, Karellen lo aterrorizaba. La idea de comunicarse directamente con el supervisor le parecía espantosa, pero no había aparentemente otra alternativa.
Las secciones de comunicación ocupaban todo el último piso del edificio. Hileras de máquinas de imprimir, algunas silenciosas, otras sonoramente ocupadas, se perdían en la distancia. De ellas brotaba un río infinito de estadísticas: cifras de producción, censos, y toda la contabilidad del sistema económico de la Tierra. Allá arriba, en algún lugar de la nave de Karellen, debía de extenderse el equivalente de esta enorme habitación, y Van Ryberg se preguntaba, mientras un estremecimiento le corría por la médula, qué móviles sombras irían a recoger los mensajes terrestres.
Pero hoy no tenía interés en estas máquinas ni en el trabajo de rutina que estaban realizando. Fue hacia la pequeña habitación privada en la que, se suponía, sólo Stormgren podía entrar. Habían forzado la cerradura y el jefe de comunicaciones ya estaba esperando.
—Es una teletipo común —le dijo el hombre—, con el teclado de una máquina de escribir. Hay también una máquina facsimilar, por si se deseara enviar alguna información tabular, o alguna fotografía, pero me ha dicho usted que no va a necesitarla.
Van Ryberg asintió distraídamente.
—Eso es todo, gracias —dijo—. No espero estar aquí mucho tiempo. Luego vuelva a cerrar y entrégueme las llaves.
Esperó a que el jefe de comunicaciones se alejara y se sentó ante la teletipo. Era una máquina, como Van Ryberg lo sabía, muy poco usada, ya que todos los asuntos entre Karellen y Stormgren se discutían en las reuniones semanales. Como se trataba en cierto modo de un circuito de emergencia, esperaba una respuesta rápida.
Tras algunos titubeos comenzó a transcribir con dedos inseguros su mensaje. La máquina ronroneó serenamente y las palabras brillaron durante algunos segundos en la pantalla oscurecida. Luego Van Ryberg se echó hacia atrás y esperó la respuesta.
Había pasado apenas un minuto, cuando la máquina comenzó nuevamente a zumbar. Van Ryberg se preguntó, no por primera vez, si el supervisor dormiría en algún momento.
El mensaje era tan breve como desalentador.
NO HAY INFORMACIÓN. DEJO EL ASUNTO ENTERAMENTE EN SUS MANOS. K.
Con bastante amargura, y sin ninguna satisfacción, Van Ryberg comprendió cuánta responsabilidad había caído sobre él.
Durante los últimos tres días Stormgren había estado estudiando atentamente a sus guardias. Joe era el único importante. Los otros eran seres totalmente prescindibles, la gentuza que suele merodear alrededor de los movimientos ilegales. El ideal de la Liga de la libertad no tenía ningún significado para ellos. Sólo les preocupaba una cosa: ganarse la vida con un mínimo de trabajo.
Joe era indudablemente un individuo más complejo, aunque a veces le recordaba a Stormgren un bebé excesivamente desarrollado. Las interminables partidas de póker alternaban con violentas discusiones sobre política, y pronto fue evidente para Stormgren que el enorme polaco no había pensado nunca con seriedad en la causa por la que estaba luchando. La emoción y un extremo conservadurismo nublaban todos sus argumentos. La larga lucha por la independencia que había sobrellevado su patria lo había condicionado de tal modo que Joe vivía en otra época. Era un pintoresco sobreviviente, un ser completamente inútil dentro de un sistema ordenado. Si ese tipo de hombre desapareciese, el mundo sería un lugar más seguro, pero menos interesante.
No había ninguna duda, por lo menos para Stormgren, de que Karellen no había podido encontrarlo. Había tratado de alardear ante sus guardianes pero estos no se convencían. Stormgren estaba seguro de que lo habían retenido para ver si Karellen actuaba. Ahora que nada había ocurrido seguirían adelante con sus planes.
No se sorprendió cuando unos pocos días después Joe le dijo que esperaban visitas. Durante el último tiempo el grupo había mostrado una nerviosidad creciente, y el prisionero sospechó que los líderes del movimiento, viendo que había pasado el peligro, venían a buscarlo.
Estaban esperando, reunidos alrededor de la desvencijada mesita, cuando Joe le indicó cortésmente que pasara al vestíbulo. A Stormgren le causó gracia advertir que su carcelero llevaba ahora, muy ostentosamente, una enorme pistola. Los dos compinches habían desaparecido, y hasta Joe parecía intimidado.
Stormgren advirtió en seguida que se encontraba ante hombres de mucho mayor calibre. El grupo le recordó una fotografía de Lenin y sus compañeros en los primeros días de la revolución rusa. Había en esos seis hombres la misma fuerza intelectual, la misma férrea determinación, y la misma dureza. Joe y sus cómplices eran inofensivos. Estos eran los verdaderos cerebros de la organización.
Con un breve movimiento de cabeza Stormgren caminó hacia la única silla vacía tratando de revelar cierto dominio de sí mismo. Mientras se acercaba, el más grueso de los hombres sentado en el otro extremo de la mesa, se inclinó hacia adelante y clavó en él unos ojos penetrantes y grises. Stormgren se sintió tan incómodo que olvidó sus propósitos y habló inmediatamente.
—Me imagino que han venido ustedes a discutir mi situación. ¿Cuál es el precio de mi rescate?
Advirtió que en el fondo del vestíbulo alguien tomaba notas en un cuaderno de taquigrafía. Todo tenía un aspecto muy comercial.
El líder replicó con un musical acento galés:
—Puede usted plantearlo así, señor secretario. Pero no tenemos interés en el dinero, sino en la información.
Ah, pensó Stormgren, era un prisionero de guerra, y esto un interrogatorio.
—Ya sabe cuáles son nuestros motivos —continuó el otro con su suave voz cantarina—. Llámenos, si quiere, un movimiento de resistencia. Creemos que tarde o temprano la Tierra tendrá que luchar por su libertad, pero comprendemos que esa lucha sólo puede utilizar métodos indirectos tales como la desobediencia y el sabotaje. Lo hemos raptado en parte para mostrarle a Karellen que estamos decididos a todo, y bien organizados; pero, principalmente, porque usted es el único hombre que puede informarnos sobre los superseñores. Es usted un ser razonable, señor secretario. Coopere con nosotros y pronto lo pondremos en libertad.
—¿Qué quieren saber con exactitud? —Preguntó Stormgren cauteloso, sintiendo que aquellos ojos extraordinarios le horadaban la mente. Nunca había visto unos ojos semejantes. Enseguida volvió a oírse aquella voz cadenciosa:
—¿Sabe usted qué o quiénes son realmente los superseñores?
Stormgren casi sonrió.
—Créame —dijo—. Estoy tan ansioso como usted por saberlo.
—¿Entonces contestará nuestras preguntas?
—No hago promesas. Pero trataré.
Hubo un leve suspiro de alivio de parte de Joe, y un murmullo de expectación corrió alrededor del vestíbulo.
—Tenemos una idea general —continuó el otro—, acerca de las circunstancias que rodean su encuentro con Karellen. Le agradeceríamos que nos las describiera con cuidado sin olvidar ningún detalle importante.
Esto era bastante inofensivo, pensó Stormgren. Lo había explicado ya centenares de veces, y parecería que quería cooperar. Todas éstas eran inteligencias agudas y quizá podrían descubrir algo nuevo. Si llegaban a adivinar algo interesante se sentiría agradecido. Por el momento no creía que su explicación pudiera dañar a Karellen.
Stormgren buscó en sus bolsillos y sacó un lápiz y un sobre usado. Dibujando rápidamente comenzó a decir:
—Usted sabe, por supuesto, que una pequeña máquina voladora, sin ningún medio visible de propulsión, viene a buscarme a intervalos regulares y me lleva hasta la nave de Karellen. Entra en el casco y... usted ha visto sin duda los films telescópicos que se tomaron de esa operación. La puerta se abre de nuevo —Si eso puede llamarse una puerta— y yo entro en un cuartito donde hay una mesa, una silla y una pantalla. La distribución es más o menos ésta.
Stormgren acercó el plano hacia el viejo galés, pero aquellos ojos extraños no se volvieron hacia el sobre. Siguieron fijos en el rostro del secretario. Mientras Stormgren los miraba, algo pareció cambiar en el interior de esas pupilas. Un profundo silencio reinaba ahora en el cuarto. Stormgren oyó que Joe, sentado a sus espaldas, lanzaba un hondo y repentino suspiro.
Preocupado y confuso, Stormgren volvió a mirar al galés, y entonces, lentamente, comprendió. Aturdido, arrugó el sobre y lo dejó caer.
Ahora comprendía por qué esos ojos grises le habían afectado de un modo tan raro. El hombre era ciego.
Van Ryberg no había tratado de comunicarse otra vez con Karellen. Gran parte del trabajo de su departamento —la transmisión de la información estadística, los resúmenes de la prensa mundial, y otras cosas semejantes— habían continuado automáticamente. En París los abogados estaban todavía discutiendo el proyecto de Constitución del Mundo, pero eso, por el momento, no le preocupaba. Faltaban dos semanas para terminar los últimos borradores, de acuerdo con la fecha indicada por el supervisor. Si por ese entonces el trabajo no estaba todavía listo, ya haría Karellen lo que creyese más conveniente.
Y todavía no había noticias de Stormgren.
Van Ryberg se encontraba dictando un informe cuando el teléfono de emergencia comenzó a sonar. Tomó el receptor y escuchó con una creciente sorpresa. En seguida dejó caer el aparato y corrió hacia la ventana. A lo lejos se elevaban unos gritos de asombro, y el tránsito estaba deteniéndose en las calles.
Era verdad. La nave de Karellen, aquel invariable símbolo de los superseñores, ya no estaba en el cielo. Examinó el espacio, hasta donde le alcanzaba la vista, y no vio ni una huella de la nave. Y luego, pareció como si la noche hubiese caído de pronto. Desde el norte, con su vientre sombrío tan negro como una nube de tormenta, la enorme nave volaba a baja altura sobre los rascacielos de Nueva York. Involuntariamente, Van Ryberg se encogió como esquivando la embestida del monstruo. Sabía que las naves de los superseñores eran realmente muy grandes; pero contemplarlas en lo alto del cielo no era lo mismo que verlas pasar sobre la propia cabeza como una nube de demonios.