El fin de la infancia (13 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

BOOK: El fin de la infancia
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—No, gracias —replicó—, prefiero mirar. Quizá en otra ocasión.

—Muy bien. Hay tiempo de sobra para que cambies de parecer.

Oh, ¿hay tiempo? pensó George mirando tristemente su reloj.

Rupert había reunido a sus amigos alrededor de una mesita maciza, perfectamente circular. Levantó la superficie de material plástico y reveló un brillante mar de apretados y redondos cojinetes. El borde un poco saliente de la mesa impedía que escaparan. George no podía imaginar para qué servía todo eso. La luz se reflejaba sobre los cojinetes en centenares de puntos, formando fascinantes e hipnóticas figuras. George se sintió ligeramente mareado.

Mientras los demás acercaban las sillas, Rupert buscó debajo de la mesa, sacó un disco de unos diez centímetros de diámetro, y lo colocó sobre los cojinetes.

—Eso es —dijo—. Vosotros ponéis los dedos aquí, y el disco gira sin encontrar resistencia.

George lanzó una mirada de profundo disgusto al dispositivo. Advirtió que las letras del alfabeto habían sido colocadas sobre la mesa a intervalos regulares, aunque sin ningún orden. Además, distribuidos entre las letras, se veían varios números, del 1 al 9, y en dos extremos opuestos unas tarjetas con las palabras "Sí" y "No".

—Todo esto me parece magia barata —murmuró George—. Me sorprende que alguien se lo tome en serio en esta época.

Luego de haber emitido esta débil protesta, George se sintió un poco mejor. Rupert pretendía no sentir por estos fenómenos más que una desinteresada curiosidad. Tenía una mente amplia, pero no era un crédulo. Jean, en cambio... bueno, George se sentía un poco preocupado. La muchacha creía, en apariencia, que en este asunto de la telepatía y de la segunda visión había algo realmente.

George no advirtió, hasta después de haber hablado, que la frase implicaba también una censura a Rashaverak. —Lo miró nerviosamente, pero no había en el superseñor ningún signo de reacción. Lo que no probaba nada en absoluto.

Ya todos ocupaban sus sitios. Alrededor de la mesa y en el sentido de las agujas del reloj, se habían instalado Rupert, Maia, Jan, Jean, George y Benny Shoenberger. Ruth

Shoenberger estaba sentada aparte con un anotador. Se había opuesto, parecía, a participar de la sesión, lo que había provocado ciertos comentarios oscuramente sarcásticos de Benny a propósito de los que todavía se tomaban el Talmud en serio. Sin embargo, no se oponía de ningún modo a actuar como cronista.

—Ahora escuchen —comenzó a decir Rupert—; para beneficio de los escépticos como George, pongamos las cosas en claro. Haya o no algo anormal en todo esto, funciona. Personalmente creo que se trata de un simple fenómeno mecánico. Cuando ponemos nuestras manos sobre el disco, aunque tratemos de no influir en sus movimientos, nuestro subconsciente comienza a hacer trampa. He analizado centenares de sesiones y no he descubierto una sola respuesta que no fuese conocida, o sospechada, por alguno de los participantes, aunque a veces no conscientemente. Tengo interés en llevar a cabo el experimento en esta peculiar... este... circunstancia.

La "peculiar circunstancia" estaba observándolos en silencio, pero, indudablemente, no con indiferencia. George se preguntó qué pensaría Rashaverak de estas antiguas supersticiones. ¿Ocupaba la posición de un antropólogo ante un rito primitivo? La escena era fantástica, y George se sintió verdaderamente tonto.

Si los otros se sentían como él, lo ocultaban perfectamente. Sólo Jean estaba encendida y excitada, aunque quizá el alcohol fuese el culpable.

—¿Todos listos? —preguntó Rupert—. Muy bien. Guardó, durante unos instantes, lo que quería ser un impresionante silencio, y luego, sin dirigirse particularmente a nadie, exclamó: —¿Hay alguien aquí?

George pudo sentir que el disco temblaba ligeramente bajo sus dedos. No era nada sorprendente si se tenía en cuenta la presión ejercida por las seis personas del círculo. El disco osciló trazando la figura de un 8 y al fin se detuvo.

—¿Hay alguien aquí? —repitió Rupert. Con un tono de voz más normal añadió—: A menudo pasan diez o quince minutos sin que haya una respuesta, pero otras veces...

—Chist... —dijo Jean.

El disco se estaba moviendo. Comenzó a balancearse trazando un amplio arco entre las tarjetas del "Sí" y del "No". A George le costó trabajo ocultar una risita. ¿Qué quedaría demostrado si la respuesta fuese "No"? Recordó aquel viejo chiste: "Sólo estamos nosotras, las gallinas... "

Pero la respuesta era "Sí". El disco volvió rápidamente al centro de la mesa. Parecía como si estuviese vivo, de algún modo, y esperase la próxima pregunta. A pesar de sí mismo, George se sintió impresionado.

—¿Quién eres? —preguntó Rupert.

Esta vez las letras se sucedieron sin titubeos. El disco se movió a través de la mesa, como un ser consciente, y con tanta rapidez que George encontraba difícil mantener el contacto. Podía jurar que no contribuía al movimiento. Miró rápidamente a los demás, pero no pudo ver nada sospechoso en sus caras. Parecían tan atentos y expectantes como él.

—Todos —respondió el disco, y volvió a su lugar de descanso.

—Todos —repitió Rupert—. Una respuesta típica. Evasiva, pero estimulante. Significa, quizá, que no hay nadie aquí, salvo una combinación de nuestras mentes. —Calló un momento mientras elegía la próxima pregunta. Luego dijo, dirigiéndose al aire: —¿Tienes un mensaje para alguno de nosotros?

—No —replicó el disco con rapidez.

Rupert miró alrededor de la mesa.

—Deja el asunto en nuestras manos. A veces habla voluntariamente, pero esta noche tendremos que hacerle preguntas definidas. ¿Alguien quiere comenzar?

—¿Lloverá mañana? —dijo George en broma.

El disco comenzó a oscilar en la línea del SÍ - NO.

—Es una pregunta tonta —protestó Rupert—. Es posible que llueva en alguna parte, y que no llueva en alguna otra. No hagan preguntas cuyas respuestas puedan ser ambiguas.

George se sintió apropiadamente aplastado. Decidió esperar a que algún otro hiciese la pregunta siguiente.

—¿Cuál es mi color favorito? —preguntó Maia.

—Azul —fue la respuesta.

—Es exacto.

—Pero eso no prueba nada. Tres de los presentes, por lo menos, ya lo sabían.

—¿Cuál es el color favorito de Ruth? —preguntó Benny.

—Rojo.

—¿Es cierto eso, Ruth?

La mujer alzó la vista de su anotador.

—Sí, así es. Pero Benny lo sabe, y está en la mesa.

—Yo no lo sabía —replicó Benny.

—Lo sabías muy bien. Te lo he dicho un millón de veces.

—Recuerdo subconsciente —murmuró Rupert—. Ocurre a menudo. ¿Pero no pueden hacer preguntas más inteligentes, por favor? Todo ha comenzado tan bien, que no quiero que perdamos esta mina.

Curiosamente, la misma trivialidad del fenómeno comenzaba a interesar a George. No se trataba de nada supranormal, era indudable. Como decía Rupert, el disco estaba respondiendo a los movimientos musculares inconscientes. Pero este hecho mismo era asombroso. George nunca hubiese creído que fuera posible obtener respuestas tan rápidas y precisas. En una ocasión trató de influir en el disco para que éste deletreara su nombre. Obtuvo la "G", pero eso fue todo; el texto no tenía sentido. Era virtualmente imposible, decidió, que una persona gobernara la mesa sin la colaboración de los demás.

Al cabo de media hora, Ruth había anotado más de una docena de mensajes, algunos bastante largos. Había ocasionales faltas de ortografía, y rarezas de sintaxis, pero pocas. Cualquiera que fuese la explicación, George —estaba seguro— no contribuía conscientemente a obtener esos resultados. Algunas veces, cuando el disco comenzaba a deletrear una palabra, creía adivinar las letras subsiguientes, y de ahí el significado total del mensaje. Y todos las veces el disco había cambiado de dirección y había deletreado algo totalmente distinto. Muy a menudo —pues no había pausa ninguna que indicase el fin de una palabra y el comienzo de otra— el mensaje parecía ininteligible hasta que Ruth lo leía en voz alta.

La experiencia, en su conjunto, le daba a George la impresión de encontrarse ante una mente independiente y dotada de voluntad. Y sin embargo no había ninguna prueba definitiva. Las réplicas eran tan ambiguas, tan triviales... Qué podía significar esto por ejemplo:

CREEDHOMBRESLANATURALEZAOSACOMPAÑA

Aunque a veces se sucedían profundas y hasta perturbadoras verdades:

RECORDADQUEELHOMBRENOESTASOLONOLEJOSHAYOTRAPATRIA

Pero naturalmente todos lo sabían. Aunque ¿quién podía asegurar que el mensaje se refiriese a los superseñores?

George estaba sintiéndose cansado. Era hora, pensó somnoliento, de que volviesen a casa. Todo esto parecía muy curioso, pero no los llevaba a ninguna parte y ya estaban abusando. Miró alrededor de la mesa. Benny parecía sentirse como él. Maia y Rupert tenían una mirada un poco apagada, y Jean... bueno, se lo tomaba muy en serio. La expresión de Jean lo preocupó. Parecía como si tuviese miedo de terminar, y también como si tuviese miedo de seguir.

Quedaba sólo Jan. George se preguntó qué pensaría de las excentricidades de su cuñado. El joven ingeniero no hacía preguntas, ni mostraba ninguna sorpresa ante las respuestas. Parecía estar estudiando los movimientos del disco como si se tratase de un fenómeno científico.

Rupert salió de su aparente letargo.

—Hagamos otra pregunta —dijo—, después podemos darnos por satisfechos. ¿Qué dices, Jan? No has preguntado nada.

Jan, sorprendentemente, no titubeó, como si tuviese la pregunta ya preparada. Lanzó una mirada hacia la impresionante mole de Rashaverak y luego dijo con una voz clara y tranquila:

—¿Qué estrella es el sol de los superseñores?

Rupert lanzó un silbido de sorpresa. Maia y Benny no reaccionaron. Jean había cerrado los ojos y parecía dormir. Rashaverak se había inclinado hacia adelante de modo que podía mirar por encima del hombro de Rupert.

Y el disco comenzó a moverse.

Cuando volvió al centro de la mesa, hubo un momento de silencio y al fin Ruth preguntó con una voz perpleja:

—¿Qué significa NGS 549672?

No obtuvo respuesta, pues en ese momento George dijo ansiosamente:

—Ayúdenme. Me parece que Jean se ha desmayado.

9

—Ese hombre, Boyce —dijo Karellen—. Hábleme de él.

El supervisor no usó, naturalmente, estas mismas palabras, y expresó además unos pensamientos mucho más sutiles. Un hombre hubiese oído una corta explosión de sonidos rápidamente modulados, no muy diferentes de los de un transmisor Morse de alta velocidad. Aunque se habían grabado numerosos ejemplos de ese lenguaje su extrema complejidad había desafiado todos los análisis. Y la velocidad era tal, que nadie hubiese podido, aunque dominase los elementos de esa lengua, sostener una conversación normal con los superseñores.

El supervisor de la Tierra estaba de pie, de espaldas a Rashaverak, mirando a través del abismo multicolor del Gran Cañón. Diez kilómetros más allá, algo velados por la distancia, los pétreos terraplenes reflejaban toda la violencia del sol. Abajo, a centenares de metros del borde rocoso en el que se encontraba Karellen, una rastra de mulas descendía con lentitud hacia las profundidades del valle. Era curioso, pensó Karellen, que los seres humanos aprovechasen aún todas las ocasiones para volver a las costumbres primitivas. Hubiesen podido llegar al fondo del cañón en una fracción de segundo, y con más comodidad. Pero preferían arrastrarse por senderos que parecían muy peligrosos, y que quizá lo eran.

Karellen movió apenas la mano. El gran panorama se desvaneció dejando sólo un sombrío vacío de profundidad indeterminada. La realidad de su empleo y de su posición volvieron a él.

—Rupert Boyce es, en cierto modo, un curioso personaje —respondió Rashaverak—. Profesionalmente está a cargo de una importante sección de la reserva africana. Es bastante eficiente, y tiene interés en su trabajo. Como debe vigilar varios kilómetros cuadrados, está usando uno de los quince visores panorámicos que hemos entregado en préstamo; con los resguardos usuales, como es natural. El visor, además, es el único capaz de emitir toda clase de proyecciones. Boyce puede aprovechar muy bien estas facilidades, por eso le hemos permitido emplear el aparato.

—¿Qué razones ha dado?

—Quería aparecerse a los animales salvajes, para que fueran acostumbrándose, y no lo atacaran cuando se presentase ante ellos. La teoría resultó exacta con animales que reaccionan más con los estímulos visuales que con los olfativos... Aunque probablemente un día terminarán por matarlo. Y, naturalmente, le hemos dejado el aparato por otras razones.

—¿Para que cooperase con nosotros?

—Precisamente. Me puse en contacto con Boyce porque es dueño de una de las mejores bibliotecas del mundo en cuestiones de parapsicología y otros temas afines. Cortésmente, pero con firmeza, rehusó a prestarnos sus libros, y tuve que visitarlo. Me he leído la mitad de su biblioteca. Ha sido una prueba bastante dura.

—Lo creo —dijo Karellen secamente—. ¿Ha descubierto algo entre toda esa bazofia?

—Sí. Once casos seguros, y veintisiete probables. Pero como el material sólo recoge casos aislados no es posible utilizarlos con fines estadísticos. Y la evidencia está mezclada a menudo con cierto misticismo... quizá la mayor aberración de la mente humana.

—¿Y cuál es la actitud de Boyce ante todo esto?

—Pretende ser un hombre de mente libre y escéptica, pero el tiempo y el esfuerzo que ha dedicado a sus libros revelan cierta fe subconsciente. Lo desafié a que me lo negase y me respondió que quizá yo tenía razón. Boyce anda buscando una prueba decisiva. Por eso realiza esas experiencias, aunque pretenda que sólo se trata de juegos.

—¿Y Boyce cree que nuestro interés es sólo académico? ¿Está usted seguro?

—Totalmente seguro. La mente de Boyce es, en muchos sentidos, bastante simple y obtusa. Por eso mismo su interés por esta esfera particular tiene un carácter algo patético. No es necesario tomar ninguna medida especial.

—Ya veo. ¿Y qué hay de la muchacha que se desmayó?

—Esto es lo más interesante. Jean Morrel fue, casi con seguridad, el canal por el que vino la información. Pero ya tiene veintiséis años. Excesivamente mayor para que se la considere, de acuerdo con nuestras experiencias anteriores, un contacto primario. Tiene que haber, por lo tanto, alguien muy unido a ella. La conclusión es obvia. No tendremos que esperar muchos años. Habrá que transferirla a la categoría púrpura. Jean Morrel puede convertirse en el ser humano más importante de esta época.

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