La Sorelli era muy supersticiosa. Al oír hablar del fantasma a la pequeña Jammes, se estremeció y dijo:
—¡Qué tonta eres!
Como era la primera en creer en los fantasmas en general y en el de la ópera en particular, quiso ser informada inmediatamente.
—¿Lo has visto? —preguntó.
—Como la veo a usted —replicó gimiendo la pequeña Jammes, quien, sin poder aguantarse sobre sus piernas, se dejó caer en una silla.
De inmediato, la pequeña Giry ojos de ciruela, cabellos de tinta, tez color bistre, su pobre piel recubriendo apenas sus huesecitos, añadió:
—Sí, es él, y es muy feo.
—¡Oh, sí! —exclamó el coro de bailarinas.
Y se pusieron a hablar todas a la vez. El fantasma se les había aparecido bajó el aspecto de un señor de frac negro que se había alzado de repente ante ellas, en el pasillo, sin que pudiera saberse de dónde venía. Su aparición había sido tan súbita que podía creerse que salía del muro.
—¡Bah! —dijo una de ellas que más ó menos había conservado la sangre fría—, vosotras veis fantasmas por todas partes.
La verdad es que, desde hacía algunos meses, no había otro tema en la ópera que el del fantasma de frac negro que se paseaba como una sombra de arriba a abajo del edificio, que no dirigía la palabra a nadie, a quien nadie osaba hablar y que, además, se desvanecía nada más ser visto, sin que pudiera saberse por dónde ni cómo. No hacía ruido al andar, como corresponde a un verdadero fantasma. Habían comenzado por reírse y burlarse de aquel aparecido vestido como un hombre de mundo o como un enterrador, pero la leyenda del fantasma en seguida había tomado proporciones colosales en el cuerpo de baile. Todas pretendían haber tropezado más ó menos veces con este ser sobrenatural y haber sido víctima de sus maleficios. Y las que reían más fuerte no eran ni mucho menos las que estaban más tranquilas. Cuando no se dejaba ver, señalaba su presencia ó su pasó acontecimientos chistosos ó funestos de los que la superstición casi general le hacía responsable. ¿Había que lamentar un accidente? ¿Una compañera había gastado una broma a una de las señoritas del cuerpo de baile? ¿Una cajita de polvos faciales se había perdido? ¡Todo era culpa del fantasma, del fantasma de la ópera!
En realidad, ¿quién lo había visto? La ópera está llena de fracs negros que no son de fantasmas… Pero éste tenía una particularidad que no todos los fracs tienen. Vestía a un esqueleto.
Al menos, así lo decían aquellas señoritas.
Y, naturalmente, tenía una calavera.
¿Era serió todo aquello? Lo cierto es que la imagen del esqueleto había nacido de la descripción que había hecho del fantasma Joseph Buquet, jefe de los tramoyistas, que decía haberlo visto. Había chocado, no podemos decir que «había dado de narices», ya que el fantasma no las tenía, con el misterioso personaje en la escalerilla que, cerca de la rampa, llevaba directamente a los «sótanos». Había tenido tiempo de contemplarlo sólo un segundo, ya que el fantasma había huido, pero conservaba un recuerdo imborrable de esa visión.
Y he aquí lo que Joseph Buquet dijo del fantasma a quien quiso oírle:
«Es de una delgadez extrema y sus vestiduras negras flotan sobre una armazón esquelética. Sus ojos son tan profundos que no se distinguen bien las pupilas inmóviles. En resumen, no se ven más que dos grandes huecos negros como en los cráneos de los muertos. Su piel, que está tensa sobre los huesos como una piel de tambor, no es blanca sino desagradablemente amarilla. Tiene tan poca nariz que es invisible de perfil, y la ausencia de nariz es algo terrible de ver. Tres ó cuatro largas mechas oscuras le caen sobre la frente que, por detrás de las orejas, hacen de cabellera».
En vano Joseph Buquet había perseguido a esta aparición. Se esfumó como por arte de magia y él no pudo encontrar su rastro.
El jefe de los tramoyistas era un hombre serió, ordenado, de imaginación lenta, y en aquel momento se encontraba sobrio. Sus palabras fueron escuchadas con estupor e interés, y en seguida hubo gente explicando que también ellos se habían encontrado a un frac con una calavera.
Las personas sensatas que no hicieron caso de esta historia afirmaron, al principio, que Joseph Buquet había sido víctima de la broma de alguno de sus subordinados. Pero después, se produjeron, uno detrás de otro, incidentes tan extraños y tan inexplicables que hasta los más incrédulos comenzaron a preocuparse.
Sabido es que un teniente de bomberos es, desde luego, valiente. No teme a nada, y menos aún al fuego.
Pues bien, el teniente de bomberos en cuestión
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, que había ido a dar una vuelta de vigilancia por los sótanos y se había aventurado, parece ser, un poco más lejos que de costumbre, había aparecido de repente en el escenario, pálido, asustado, tembloroso, con los ojos fuera de las órbitas, y casi se había desvanecido en los brazos de la noble madre de la pequeña Jammes. ¿Y por qué? Porque había visto avanzar hacia él, ¡a la altura de su mirada, pero sin cuerpo, a una cabeza de fuego! Y lo repito, un teniente de bomberos no teme al fuego.
El teniente de bomberos se llamaba Papin.
Los miembros del cuerpo de baile quedaron consternados. Primero, esa cabeza de fuego no respondía en lo más mínimo a la descripción del fantasma que había dado Joseph Buquet. Se interrogó a conciencia al bombero se interrogó de nuevo al jefe de los tramoyistas, después de lo cual las señoritas quedaron persuadidas de que el fantasma tenía varias cabezas que cambiaba según le convenía. Naturalmente, en seguida imaginaron que corrían el mayor de los peligros. Desde el momento en que un teniente de bomberos no vacilaba en desmayarse, corifeos y «ratas»
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podían invocar infinidad de excusas para disimular el terror les hacia huir a toda velocidad con sus patitas al pasar ante algún agujero oscuro de un corredor mal iluminado.
Hasta el extremo de que, para proteger en la medida de lo posible al monumento entregado a tan horribles maleficios, la Sorelli misma, rodeada de todas las bailarinas y seguida incluso por la chiquillería de las clases inferiores en maillot, había colocado, al día siguiente de la historia del teniente de bomberos, sobre la mesa que se encuentra en el vestíbulo del portero, del lado del patio de la administración, una herradura de caballo que cualquiera que entrara en la Opera, siempre que no fuera a título de espectador, debía tocar antes de poner el pie en el primer peldaño de la escalera. Y debía hacerlo bajo pena de convertirse en presa del poder oculto que se había adueñado del edificio, desde los sótanos hasta el desván.
La herradura de caballo, como toda esta historia por lo demás, no la he inventado yo, y hoy en día puede verse aún sobre la mesa del vestíbulo, al lado de la portería, al entrar en la Opera por el patio de la administración.
Todo esto nos da con suficiente rapidez una visión del estado de ánimo de tales señoritas, la tarde en la que entramos con ellas en el camerino de la Sorelli.
—¡Es el fantasma! —había gritado pues la pequeña Jammes.
La inquietud de las bailarinas no hizo más que aumentar. Ahora un silencio angustioso reinaba en el camerino. No se oía más que el ruido de las respiraciones jadeantes. Por fin, Jammes, arrojándose al rincón más apartado de la pared, con los síntomas de un verdadero temor, musitó esta sola palabra.
—¡Escuchad!
A todas les pareció, en efecto, oír un roce detrás de la puerta. Ningún ruido de pasos. Era como si una seda ligera se deslizara por el panel. Después, nada. La Sorelli intentó mostrarse menos pusilánime que sus compañeras. Se acercó a la puerta y preguntó con voz tenue:
—¿Quién está ahí?
Pero nadie le respondió.
Entonces, sintiendo fijos en ella todos los ojos, que espiaban hasta sus más mínimos gestos, se obligó a parecer valiente y dijo con voz muy fuerte:
—¿Hay alguien detrás de la puerta?
—¡Oh, sí! ¡Claro que sí! —repitió esa pequeña ciruela seca de Meg Giry, que retuvo heroicamente a la Sorelli por su falda de gasa—. ¡Sobre todo, no abra! ¡Por Dios, no abra!
Pero la Sorelli, armada con un estilete que no dejaba jamás, se atrevió a girar la llave en la cerradura y abrir la puerta, en tanto las bailarinas retrocedían hasta el tocador y Meg Giry suspiraba:
—¡Mamá, mamá!
Valientemente, la Sorelli miraba en el corredor. Estaba desierto; una mariposa de fuego, en su cárcel de cristal, arrojaba un resplandor rojo y turbio entre las tinieblas, sin llegar a disiparlas. Y la bailarina volvió a cerrar con rapidez la puerta, lanzando un profundo suspiro.
—¡No, no hay nadie! —dijo.
—Sin embargo, ¡nosotras lo hemos visto! —afirmó de nuevo Jammes volviendo a ocupar con pasitos asustadizos su sitio al, lado de la Sorelli—. Debe estar por algún lado, por ahí, merodeando. Yo no vuelvo a vestirme. Deberíamos bajar todas juntas al foyer, en seguida, para el «saludo», y así, volveríamos a subir juntas.
En este punto, la niña se tocó piadosamente el dedito de coral que estaba destinado a conjurar la mala suerte. Y la Sorelli dibujó, furtivamente, con la rosada punta de la uña de su pulgar derecho, una cruz de San Andrés sobre el anillo de madera que llevaba en anular de su mano izquierda.
«La Sorelli —escribió un célebre cronista— es una bailarina alta, de rostro serio y voluptuoso, de cintura tan flexible como una rama de sauce. Se dice de ella que es “una hermosa criatura”. Sus cabellos rubios y puros como el oro coronan una frente mate bajo la cual se engastan unos ojos de esmeralda. Su cabeza se balancea blandamente como una joya en un cuello largo, elegante y orgulloso. Cuando baila tiene un indescriptible movimiento de caderas que da a todo su cuerpo un estremecimiento de inefable languidez. Cuando levanta los brazos para iniciar una pirueta, marcando así todo el dibujo del vestido, la inclinación, del cuerpo hace resaltar la cadera de esta deliciosa mujer, que parece un cuadro como para saltarse la tapa de los sesos».
Hablando de cerebro, parece comprobado que la Sorelli no lo tuvo. Nadie se lo reprochaba.
Dijo entonces a las pequeñas bailarinas:
—Hijas mías, tenéis que reponeros… ¿El fantasma? ¡Lo más probable es que nadie lo haya visto nunca!
—¡Sí, sí! Nosotras lo hemos visto… Lo hemos visto antes —volvieron a decir las chiquillas—. Llevaba una calavera e iba vestido de frac, igual que la tarde en que se apareció a Joseph Buquet.
—¡Y Gabriel también lo vio! —continuó Jammes—, ayer mismo. Ayer por la tarde… en pleno día…
—¿Gabriel, el maestro de canto?
—Claro que sí. ¿No lo sabía usted?
—¿E iba vestido de frac en pleno día?
—¿Quién? ¿Gabriel?
—No, mujer. El fantasma.
—Claro que iba vestido de frac —afirmó Jammes—. El mismo Gabriel me lo dijo… Precisamente por eso lo reconoció. Ocurrió así: Gabriel estaba en el despacho del administrador. De repente se abrió la puerta. Era el Persa. Ya sabéis hasta qué punto el Persa es «gafe».
—¡Desde luego! —respondieron a coro las pequeñas bailarinas que, tan pronto como evocaron la imagen del Persa, hicieron los cuernos al Destino con el índice y auricular extendidos, mientras que el medio y el anular permanecían plegados sobre la palma y retenidos por el pulgar.
¡Y también sabéis que Gabriel es supersticioso! —continuó Jammes—. Sin embargo, es siempre educado y, cuando ve al Persa, se contenta con meter tranquilamente la mano en el bolsillo y tocarse las llaves… Pues bien, en el momento en que la puerta se abrió ante el Persa, Gabriel dio un salto desde el sillón donde se encontraba hasta la cerradura del armario, para tocar hierro. Al hacer este movimiento, se desgarró con un clavo todo un faldón de su abrigo. Al apresurarse para salir, fue a dar con la frente contra una percha y se hizo un chichón enorme; luego, retrocediendo bruscamente, se despellejó el brazo contra el biombo, al lado del piano; quiso apoyarse en el piano, pero con tan mala suerte que la tapa cayó sobre sus manos y le aplastó los dedos; salió como un loco del despacho y, finalmente, calculó tan mal al bajar la escalera, que se cayó y cayo rodando todos los peldaños del primer piso. Precisamente en aquel momento pasaba yo por allí con mamá. Nos precipitamos a levantarlo: estaba completamente magullado y tenía tanta sangre en la cara que nos asustamos. Pero en seguida nos sonrió y exclamó: «¡Gracias, Dios mío, por haberme librado de ésta por tan poco!». Entonces le preguntamos qué le ocurría y nos explicó que el motivo de su temor era haber visto al fantasma a espaldas del Persa. ¡El fantasma con la calavera!, según lo describió Joseph Buquet.
Un murmullo apagado saludó el final de la historia, que Jammes contó muy sofocada por la precipitación de decirla de un tirón, tan aprisa como si la hubiera perseguido el fantasma. Después hubo otro silencio que interrumpió a media voz la pequeña Giry, mientras que, profundamente emocionada, la Sorelli se limaba las uñas.
—Joseph Buquet haría mejor callándose —afirmó la ciruela.
—¿Por qué tiene que callarse? —le preguntaron.
—Es lo que opina mamá —replicó Meg en voz muy baja y mirando a su alrededor como si tuviera miedo de ser escuchada por otros oídos que los que se hallaban allí presentes.
—¿Y por qué dice eso tu madre?
—¡Chis! ¡Mamá dice que al fantasma no le gusta que se le moleste!
—¿Y por qué dice esto tu madre?
—Porque… porque… por nada.
Esta voluntaria reticencia tuvo la virtud de exasperar la curiosidad de aquellas señoritas, que se apretujaron alrededor de la pequeña Giry y le suplicaron que se explicase. Se encontraban allí, codo con codo, inclinadas en un mismo movimiento de súplica y temor.
Se comunicaban el miedo, sintiendo con ello un placer agudo que las helaba.
—¡He jurado no decir nada! —dijo de nuevo Meg, en un suspiro.
Pero las otras la apremiaron insistentemente y tanto prometieron guardar el secreto que Meg, que ardía en deseos de contar lo que sabía, comenzó, con los ojos fijos en la puerta.
—Bueno… es por lo del palco.
—¿Qué palco?
—¡El palco del fantasma!
—¿El fantasma tiene un palco?
Ante la idea de que el fantasma tuviera un palco, las bailarinas no pudieron contener la alegría funesta de su asombro. Lanzaron pequeños suspiros y dijeron:
—¡Oh, Dios mío! Cuenta, cuenta.
—¡Más bajo! —ordenó Meg—. Es el palco del primer piso, el número 5, ya lo conocéis, el primero al lado del proscenio de la izquierda.