El fantasma de la ópera (8 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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—¡Bah! Los deja sobre la mesita del palco. Los encuentro allí junto con el programa que siempre le traigo. Hay tardes en las que encuentro incluso flores en mi palco, una rosa que habrá caído del escote dé su dama… Estoy segura de que viene alguna vez con una señora porque un día olvidaron un abanico.

—¡Ajá! ¿Conque el fantasma olvidó un abanico? Y, ¿qué hizo usted con él?

—Pues bien, se lo devolví a la primera oportunidad.

Aquí se dejó oír la voz del inspector:

—No ha seguido usted el reglamento, señora Giry. Le pondré una multa.

—¡Cállese usted, imbécil! (voz de bajo de Firmin Richard).

—¡Le llevó usted el abanico! ¿Y entonces?

—Y entonces, se lo llevaron, señor director; no volví a encontrarlo al final del espectáculo. La prueba está en que dejaron en su lugar una caja de bombones ingleses, de esos que me gustan tanto, señor director. Es una de las amabilidades del fantasma…

—Está bien, señora Giry… Puede usted retirarse.

Después de que mamá Giry hubo saludado respetuosamente, no sin cierta dignidad, que jamás la abandonaba, a los dos directores, éstos comunicaron al inspector que estaban decididos a prescindir de los servicios de esa vieja loca… Y despidieron al señor inspector.

Cuando el señor inspector se hubo retirado, tras conversar acerca de su dedicación a la empresa, los directores advirtieron al administrador que preparara la cuenta del señor inspector. Cuando se encontraron solos, los directores se transmitieron simultáneamente el mismo pensamiento, el de ir a dar una vuelta por el palco n° 5.

Y hasta allí los seguiremos.

CAPÍTULO VI

EL VIOLÍN ENCANTADO

Christine Daaé, víctima de intrigas sobre las que nos referiremos más tarde, no volvió por un tiempo a tener otro triunfo como el de la famosa velada de gala. Sin embargo, a partir de ésta, había tenido la ocasión de hacerse oír en la ciudad, en casa de la duquesa de Zúrich, donde cantó los más bellos fragmentos de su repertorio. Así es cómo el gran crítico, X. Y. Z., que se encontraba entre los invitados notables, se expresa al respecto.

«Cuando se la oye en Hamlet, uno se pregunta si Shakespeare ha venido de los Campos Elíseos para hacerle ensayar Ofelia… También es cierto que, cuando ciñe la diadema de estrellas de la reina de la noche, Mozart, por su parte, debe abandonar las moradas eternas para venir a escucharla. Pero no, no tiene por qué molestarse, ya que la voz aguda y vibrante de la mágica intérprete de su Flauta mágica sube al Cielo, el cual escala con soltura, al igual que ha sabido, sin esfuerzo, ascender de su choza en la aldea de Skotelof al palacio de oro y mármol construido por Garnier».

Pero, después de la velada de la duquesa de Zúrich, Christine ya no vuelve a cantar en público. El hecho es que por esta época rechaza cualquier invitación, cualquier mensaje. Sin dar pretexto plausible alguno, renuncia a aparecer en una fiesta de caridad a la que anteriormente había prometido su ayuda. Actúa como si no fuera ya dueña de su destino, como si tuviera miedo de un nuevo triunfo.

Supo que el conde de Chagny, para complacer a su hermano, había realizado gestiones muy activasen su favor con el señor Richard. Ella le escribió para darle las gracias y para rogarle que no volviera a hablar de ella a sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones de una actitud tan extraña? Unos pretendían que todo ello ocultaba un inconmensurable orgullo, otros vieron en ello una divina modestia. No se es tan modesto cuando se está en el teatro. En realidad, no sé si debería escribir simplemente esta palabra: terror. Sí, creo que Christine Daaé tenía por aquel entonces miedo de lo que acababa de ocurrirle y que estaba tan perpleja como todo el mundo a su alrededor. ¿Estupefacta? ¡Vamos! Tengo aquí una carta de Christine (colección del Persa) que se refiere a los acontecimientos de esta época. Pues bien, después de haberla releído, no escribiré nunca que Christine estaba estupefacta, ni siquiera asustada por su triunfo, sino horrorizada. Sí, sí…, horrorizada. «¡Ya no me reconozco a mí misma!», dice.

¡La pobre, pura y dulce niña!

No se dejaba ver en ninguna parte, y el vizconde de Chagny intentó en vano cruzarse en su camino. Le escribió para pedirle permiso para visitarla en su casa, y ya había perdido la esperanza de recibir una respuesta, cuando una mañana ella le hizo llegar la siguiente nota:

«Señor, no he olvidado al niño que fue a buscar mi chal al mar. No puedo evitar escribirle esto, hoy que parto para Perros, llevada por un deber sagrado. Mañana es el aniversario de la muerte de' mi pobre papá, a quien usted conoció y que le apreciaba. Está enterrado allí, con su violín, en el cementerio que rodea la pequeña iglesia, al pie de la ladera donde, siendo aún muy niños, tanto jugamos; al borde de aquella carretera donde, ya un poco más crecidos, nos dijimos adiós por última vez».

En cuanto recibió esta nota de Christine Daaé, el vizconde de Chagny se precipitó sobre una guía de ferrocarriles, se vistió a toda prisa, escribió algunas líneas que el mayordomo entregaría a su hermano y se precipitó en un coche que, por cierto, lo dejó demasiado tarde en el andén de la estación de Montparnasse para coger el tren de la mañana con el que contaba.

Raoul pasó un día angustioso y no recuperó el gusto por la vida hasta la tarde, cuando se vio instalado en su vagón. A lo largo de todo el viaje releyó la nota de Christine, aspiró su perfume; resucitó la imagen de sus años jóvenes. Pasó toda la noche en el tren sumido en un sueño febril que tenía como principio y fin a Christine Daaé. Comenzaba a despuntar el día cuando se apeó en Lannion. Corrió hacia la diligencia de Perros-Guirec. Era el único viajero. Interrogó al conductor. Supo que la víspera por la noche una joven, que parecía parisina, se había hecho conducir a Perros y se había apeado en la posada del Sol Poniente. No podía tratarse más que de Christine. Había venido sola. Raoul dejó escapar un profundo suspiro. En aquella soledad iba a poder hablar con Christine en plena tranquilidad. La amaba tanto que no podía ni respirar sin ella. Este joven que había dado la vuelta al mundo era como una virgen que no hubiera dejado jamás la casa de su madre.

Conforme se iba acercando a ella, recordaba con devoción la historia de la pequeña cantante sueca. Muchos de esos detalles son aún ignorados por el gran público.

Había una vez, en una pequeña aldea de los alrededores de Upsala, un campesino que vivía allí con su familia, cultivando la tierra durante la semana y cantando en el coro los domingos. Este campesino tenía una hija pequeña a la que enseñó a descifrar el alfabeto musical mucho antes de que aprendiera a leer. Papá Daaé era, sin darse quizá muy bien cuenta, un gran músico. Tocaba el violín y estaba considerado como el mejor músico de pueblo de toda Escandinavia. Su reputación se extendía por los alrededores y la gente se dirigía siempre a él para hacer bailar a las parejas en las bodas y las fiestas. La señora Daaé, paralítica, murió cuando Christine tenía seis años. Inmediatamente, el padre, que no quería más que a su hija y a su música, vendió las pocas tierras que tenía y se marchó a Upsala en busca de gloria y fama. No encontró más que miseria.

Entonces, volvió al campo, yendo de feria en feria, tocando sus melodías escandinavas, mientras su hija, que no le abandonaba jamás, le escuchaba con éxtasis o le acompañaba cantando. Un día, en la feria de Limby, el profesor Valérius los oyó y se los llevó a Gotemburgo. Pretendía que el padre era el mejor violinista del mundo, y que la hija tenía pasta de gran artista. Se procedió a la educación y a la instrucción de la niña. En todas partes deslumbraba a todos por su belleza, su gracia y su afán de esmero y de bien hacer. Su evolución era rápida. Entre tanto, el profesor Valérius y su mujer se vieron obligados a venir a instalarse en Francia. Trajeron con ellos a Daaé y a Christine. La señora Valérius trataba a Christine como a su hija. En cuanto al buen hombre, comenzaba ya a languidecer añorando su tierra. En París, no salía jamás. Vivía en una especie de sueño que entretenía con su violín. Durante horas enteras se encerraba en su habitación con su hija y se les oía tocar el violín y cantar con mucha dulzura, con mucha dulzura. A veces, la señora Valérius venía a escucharlos detrás de la puerta, dejaba escapar un profundo suspiro, se enjugaba una lágrima y volvía a marcharse de puntillas. También ella sentía la nostalgia de su cielo escandinavo.

El señor Daaé parecía recuperar las fuerzas tan sólo en verano, cuando toda la familia iba a pasar las vacaciones a Perros-Guirec, en un rincón de Bretaña que por aquel entonces era prácticamente desconocido por los parisinos. Le gustaba mucho el mar de esta comarca, en el que reencontraba, decía, el mismo color de su tierra; y, a menudo, en la playa, tocaba sus baladas más dolientes, pretendiendo que el mar callaba para escucharlas. Además, tanto había suplicado a la señora Valérius, que ésta había cedido a otro capricho del viejo violinista de pueblo.

En la época de las fiestas del pueblo y de los bailes, partió como antaño con su violín y con derecho a llevar a su hija durante ocho días. Nadie se cansaba de escucharlos. Derramaban armonía pata todo el año en las más pequeñas aldeas y dormían por las noches en granjas, rehusando la cama del albergue, apretándose en la paja uno contra otro, como en los tiempos de su miseria en Suecia.

Sin embargo, bastante bien vestidos, rehusaban los sous que les ofrecían y no pedían nada, y las gentes, a su alrededor, no entendían nada de la conducta de aquel violinista que recorría los caminos con aquella hermosa niña que cantaba tan bien que uno creía escuchar a un ángel de paraíso. Los seguía de pueblo en pueblo.

Un día, un muchacho de la ciudad, que se encontraba en la región con su institutriz, obligó a ésta a recorrer un largo camino porque no se decidía a abandonar a aquella niña cuya voz tan dulce y tan pura parecía haberlo encadenado. Llegaron de este modo al borde de una cala a la que aún se llama Trestaou. Por aquellos tiempos no había en aquel lugar más que el cielo, el mar y la playa dorada. Y sobre todo había un fuerte viento que arrastró el chal de Christine al mar. Christine lanzó un grito y estiró los brazos, pero el chal se encontraba ya lejos, sobre las olas. Entonces oyó una voz que le decía:

—No se preocupe, señorita, yo iré a buscar su chal al mar.

Y vio a un niño que corría, que corría, pese a las protestas indignadas de una buena mujer toda vestida de negro. El niño penetró en el mar vestido y le trajo su chal. ¡Tanto el niño como el chal se encontraban en lamentable estado! La mujer de negro no podía calmarse, pero Christine reía con ganas y besó al pequeño. Era el vizconde Raoul de Chagny. Vivía entonces con su tía en Lannion. Durante el verano, volvieron a verse casi todos los días y jugaron juntos. Debido a la solicitud de la tía y a la intervención del profesor Valérius, el bueno de Daaé accedió a dar clases de violín al joven vizconde. De este modo, Raoul aprendió a apreciar las mismas melodías que habían encantado la infancia de Christine.

Tenían aproximadamente el mismo tipo de alma soñadora y tranquila. No gustaban más que de los cuentos de viejos condes bretones, y su juego preferido consistía en ir a buscarlos en los umbrales de las puertas como si fueran mendigos. «Señora, o querido señor, ¿no sabe usted alguna historia para contarnos, por favor?». Y rara vez no se les «daba» algo. ¿Qué vieja bretona no ha visto, aunque sólo sea una vez en su vida, bailar a las korrigans
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sobre los brezos, al claro de luna?

Pero su gran fiesta era cuando, hacia el crepúsculo, en la inmensa paz de la tarde, después de la puesta del sol en el mar, el padre Daaé venía a sentarse a su lado al borde del camino y les contaba en voz baja, como si temiera asustar a los fantasmas que invocaba, las hermosas, dulces o terribles leyendas de los países del Norte. Unas veces eran bellas como los cuentos de Andersen, otras tristes como los cantos del gran poeta Runeberg. Cuando él callaba, los dos muchachos decían: «¡Otra!».

Había una historia que comenzaba así:

«Un rey estaba sentado en una barquita, sobre una de esas aguas tranquilas y profundas que se abren al igual que un ojo brillante, en medio de los montes de Noruega…».

Y otra decía:

«La pequeña Lotte pensaba al tiempo en todo y en nada. Pájaro de estío, planeaba entre los dorados rayos del sol, llevando en sus rubios rizos su corona primaveral. Su alma era tan clara, tan azul, como su mirada. Mimaba a su madre y era fiel a su muñeca. Cuidaba enormemente su vestido, sus zapatos rojos y su violín, pero sobre todas las cosas le agradaba escuchar, adormeciéndose, al Ángel de la música».

Mientras el buen hombre decía estas cosas, Raoul miraba los ojos azules y la cabellera dorada de Christine. Y Christine pensaba que la pequeña Lotte era muy feliz de poder escuchar, al dormirse, al Ángel de la música. No había cuentos narrados por Daaé en los que no interviniese el Ángel de la música, y los niños no le pedían explicaciones interminables acerca de él. Daaé pretendía que todos los grandes músicos, todos los grandes artistas, recibían, por lo menos una vez en su vida, la visita del Ángel de la música. Alguna vez el Ángel se había inclinado sobre sus cunas, como le sucedió a la pequeña Lotte; por eso existen pequeños prodigios que tocan el violín a los seis años mejor que hombres de cincuenta, lo cual, me diréis, es algo absolutamente extraordinario. A veces el Ángel viene mucho más tarde porque los niños no son buenos y no quieren aprender el método y descuidan las escalas. Otras veces el Ángel no acude nunca, porque no se tiene el corazón puro ni la conciencia tranquila. Jamás se ve al Ángel, pero se deja oír por las almas predestinadas. Con frecuencia llega cuando menos lo esperan, cuando están tristes y desanimadas. Entonces, el oído distingue de pronto armonías celestes, una voz divina, y se recuerdan de ella toda la vida. Aquellas personas que han sido visitadas por el Ángel quedan como inflamadas. Vibran con un temblor que el resto de los mortales ignora. Gozan del privilegio de no poder tocar un instrumento o a abrir la boca para cantar sin producir sonidos que, dada su belleza, llenan de vergüenza a todos los demás sonidos humanos. Las gentes que no saben que el Ángel ha visitado a estas personas, dicen que son geniales.

La pequeña Christine preguntaba a su padre si él había oído al Ángel. Pero el señor Daaé movía la cabeza tristemente, luego brillaba su mirada mirando a la niña y le decía:

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