»Es lícito preguntarse hasta qué punto Dzerzhinsky llevaba a cabo un doble juego consigo mismo. ¿Qué sucedía si el bolchevismo llegaba a fracasar? ¿Buscaba Dzerzhinsky una manera de sobrevivir? Todos estos motivos pueden haber sido más importantes que lo que nos permite creer la historia soviética. Volvamos a la noche original. Los dos hombres se reunieron, y tuvo lugar una seducción activa, no desinteresada. Cuando un hombre seduce a una mujer, puede conquistarla no sólo por la fuerza, sino también por la debilidad. Esto puede incluso ser considerado el comienzo del amor: el interés honesto en la fuerza y en la necesidad del otro. Sin embargo, cuando la seducción está inspirada por las exigencias del poder, las personas se mienten entre sí. Algunas veces, se mienten a sí mismas. Estas mentiras a menudo desarrollan estructuras estéticamente tan ricas como la filigrana más delicada de la verdad. Después de un tiempo, ¿cómo podían saber Yakovlev o Dzerzhinsky cuándo estaban ante una mentira, o ante la verdad? La relación entre ambos se había hecho demasiado profunda. Se habían visto obligados a apartarse de sus últimos principios. Ya no podían saber cuándo eran leales a ellos mismos. El mismo yo era, de hecho, un emigrado. Ése es el punto básico de este análisis.
»Con los años, algunos de ustedes podrán establecer una relación semejante con un agente. Podrán demostrar talento. Podrán jugar por un precio muy alto. Lo crucial, e insisto sobre ello, es que entiendan hasta qué punto esa relación puede convertirse en un compromiso para la manipulación total de la otra persona. En consecuencia, deberán sacrificar gran parte de su propia intimidad, la que esconden más celosamente. Eso involucrará una penetración considerable en los cimientos espirituales de ambos edificios. Una inundación en el sótano del otro puede ocasionar filtraciones inesperadas en el de ustedes. Habrá que apelar a la cualidad de la dedicación plena, o se hundirán en un cenagal inmundo e imponderable.
En este punto, Dulles juntó las dos mitades joviales y manipulativas de su espíritu emprendedor con energía suficiente como para dar un palmoteo vigoroso.
—Maravillosamente expresado —dijo.
Harlot prosiguió un poco más, pero para mí ése fue el final. Medité acerca de una vida futura de contraespionaje mientras volaba hacia la ciudad de Montevideo, donde llevaría a cabo las tareas más sencillas del espionaje. Pasaría dos años y medio aprendiendo mi oficio.
La noche anterior a abordar el avión que me llevaría a América del Sur, Kittredge y Hugh me invitaron a una cena de despedida en la casa del canal. Después de comer, Montague se retiró a su estudio a trabajar; Kittredge y yo, después de fregar los platos, subimos a una salita en el primer piso, que ella reservaba para sí. Era una señal de mis adelantos como padrino. En una oportunidad en que se había hecho tarde después de charlar durante horas, incluso me invitaron a pasar la noche en la casa, invitación que finalmente acepté, aunque la verdad es que no pude conciliar el sueño. Hasta el amanecer oí ruidos no totalmente localizables.
Puede que sólo se tratase de mi imaginación, pero parecían relinchos. Desperté muy temprano por la mañana, totalmente convencido de la presencia de algo excepcional. Fue entonces cuando me di cuenta de que eran Hugh y Kittredge haciendo el amor, y a pesar de que los sonidos llegaban amortiguados por las dos habitaciones pequeñas que me separaban de ellos, no pude evitar oírlos.
Quizás estaba pensando en esa mañana mientras Kittredge y yo hablábamos en su salita. Desde nuestra noche en el club nocturno, la notaba presa de lo que se podría denominar una depresión intermitente, melancólica pero con relámpagos de ingeniosa animación. Rosen ya me había informado que Mary Jane era uno de los términos con que se designaba la marihuana, e incluso yo había llevado ese bocadillo de información a la mesa con la cándida esperanza de que pudiera resultar algo divertido. Pronto abandoné el esfuerzo. Kittredge parecía al borde de una especie de alegría, que si bien no podía calificar de histérica, nada tenía que ver con el tema de conversación. Me alegré de que la cena terminase y de que Kittredge y yo nos instaláramos en la salita. Ahora que sólo me quedaban dos días para marcharme, empezaba a sentirme inquieto e inseguro. Quería explayarme sobre mi estado de ánimo, pero ella me lo impidió.
—No puedo hacer nada por ayudarte. No soy psicoanalista, ¿sabes? —dijo — . Soy una teórica caracterológica. En todo el mundo debemos de ser unos ocho.
—No estaba buscando atención médica —dije.
—¿Crees que los otros siete son tan ignorantes de la naturaleza humana como yo? —me preguntó al cabo de unos segundos.
—¿Qué quieres decir?
—No sé absolutamente nada acerca de la gente. Empleo teorías que, según los demás, son maravillosas, pero no tengo la sensación de adelantar en mi trabajo. Y soy tan ingenua. Aborrezco a ese tal Lenny Bruce. Y también lo envidio.
—¿Lo envidias?
—Me esfuerzo por mantener la fe en los sacramentos. Nuestro matrimonio se desmoronaría si no lo hiciese. Y ahí está ese comediante, Lenny Bruce. Tan seguro de sí mismo. Sin conocer siquiera los temas de los que se burla. Como un cachorro de seis semanas que se orinaría por toda la casa si uno lo dejase suelto. Con tanta libertad. Tan fácil.
—No lo sé —dije—. Es el único. Ningún otro se atreve a hablar como él.
—Oh, Harry, ¿por qué tuve que llevar a Hugh a ese lugar tan horrible?
—Sí, ¿qué pretendías?
—¿Sabes cuánta ira hay en Hugh?
—¿Y en ti? ¿No será que os complementáis?
—No —respondió ella—. Hugh sería capaz de matar. Podría salirse de las casillas. No lo hará, pero la tensión es constante.
—Tiene un control fabuloso —dije.
—Lo necesita. ¿Has oído hablar de su madre, Imogene?
Meneé la cabeza.
—Pues era tan bonita como Clare Boothe Luce. Puede que sea demasiado para Denver, Colorado, pero la verdad es que se trata de una verdadera bruja. Estoy segura de que es maligna. Hugh está convencido de que ella asesinó a su padre. ¿Te imaginas cómo debe de haber sido sentir esa sospecha todas las mañanas, mientras sorbía el café?
—Sí, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces.
—Aun así, Hugh sigue siendo incapaz de hacer frente a tanta humanidad.
—¿Y tú?
—Bien, yo creía que sí, hasta la otra noche. ¡Ese Mary Jane! Quería que Hugh tuviera un vislumbre del resto de los Estados Unidos, pero todo cuanto descubrí fue que soy igual a Hugh. Estrecha de miras.
—No estoy seguro con respecto a tu marido —dije—, pero tú no eres estrecha. Eres maravillosa.
—Harry, eres muy bondadoso. Debe de ser porque tienes un poco de sangre judía. Dicen que los judíos son bondadosos. ¿Es verdad?
—Bien, sólo tengo un octavo. No sirvo como ejemplo.
—Es homeopático. Basta una pizca, muchacho. —Me miró con la cabeza ladeada—. Harry, ¿sabes que delante de ti me siento desnuda?
—¿Qué?
—Nunca he hablado tanto de mí misma. Trato de esconder lo simple que soy. Con Hugh resulta fácil. Tiene la mente en su trabajo. Ahora conoces mi secreto. Quiero triunfar en lo que hago. Pero soy demasiado inocente, e ignorante. ¿Sabes que además te envidio porque te vas a Montevideo?
—Allí sólo hay espionaje. Hugh dice que es algo básico y sencillo.
—Me importa poco lo que opine. Es algo que he tratado de decir desde que me casé con él. Te aseguro que te envidio. ¡Espionaje! —dijo con voz ronca y palpitante.
Sólo después de un momento me di cuenta de que estaba parodiando a alguien, quizás a Marilyn Monroe.
—Hugh insiste en decir que el juego verdadero es el contraespionaje.
—Sí, el maravilloso Feliks Edmundovich Dzerzhinsky. ¿Sabes? Hugh me aburre.
¿Hugh la aburría? Supe entonces qué significa eso de que el tiempo se detiene. Pero no lo hizo. Disminuyó su marcha, dio un vuelco, y los colores de la habitación comenzaron a alterarse.
—No —dijo ella—. Lo adoro. Estoy loca por él. Es un maniático excelente en la cama. —La expresión de sus ojos parecía decir que había ensillado un centauro y cabalgaba sobre él—. Sólo que se niega a hacer el sesenta y nueve.
Al ver la consternación en mi rostro, se echó a reír.
—Hugh es terrible —dijo—. Según él, el sesenta y nueve es sólo contraespionaje para aficionados.
—¿Qué? —tuve que volver a preguntar.
—Ya sabes. Tú estás en mi mente, y yo en la tuya. —No tuve tiempo de escandalizarme porque siguió hablando—. Harry, ¿has hecho alguna vez el
soixante neuf
?
—Bien, para serte sincero, no. Y no sé si quiero pensar en ello.
—Me han dicho que es celestial.
—¿Sí?
—Una de mis amigas casadas me lo dijo.
—¿Quién?
—Harry, eres tan cándido como yo. No te escandalices. No me he vuelto loca. Sólo que he decidido hablar como Lenny Bruce. No te aflijas, querido padrino de nuestro hijo. Hugh y yo estamos completamente casados.
—Bien —dije — . No creo que seas tan cándida como aseguras.
—No creo que seas la persona indicada para juzgarlo. Harry, hazme un favor. Escribe cartas largas desde Uruguay. Verdaderamente largas. Cuéntame todo acerca de tu trabajo. —Se inclinó para susurrar—. Las cosas que se supone que no debo saber. Soy tan ignorante de lo básico y esencial. Necesito información para mi propio trabajo.
—Me estás pidiendo que quebrante la ley —respondí.
—Sí —dijo ella—, pero no nos descubrirán, y es muy simple.
Sacó un pedazo de papel del bolsillo de su blusa.
—He escrito todas las instrucciones. Es una manera segura de enviar cartas. Se hace con la valija diplomática del Departamento de Estado. Absolutamente segura. —Asintió en respuesta a la expresión de mis ojos —. Sí. Supongo que te estoy pidiendo que quebrantes la ley. Aunque no del todo, querido. —Kittredge me dio uno de esos besos húmedos de primos — . Escribe las cartas más largas que puedas. Con información suficiente como para que nos condenen a la horca.
Se rió de manera extraña, como si no hubiera nada más sensual que la conspiración misma.
No miré la nota hasta que estuve en el avión. Eran unas pocas líneas.
Envía el sobre por valija diplomática y dirígelo a Polly Galen Smith, carretera AR-105-MC. Cuando la valija llegue a Washington, tus cartas serán enviadas a un apartado de Correos en Georgetown, propiedad de Polly, pero que uso yo. Me ha dado la llave, pues ella tiene otra para su uso personal. De modo que ni ella se enterará de que me escribes.
Besitos
.
Montevideo
Domingo 14 de octubre de 1956
Querida Kittredge:
Desde que llegué no he salido de la ciudad. Por lo poco que me han dicho en la Embajada, nuestro trabajo es lo suficientemente pesado para exigirnos sesenta y hasta setenta horas a la semana. Como resultado, lo único que podré ver por un tiempo es Montevideo, con su millón de habitantes, la mitad de la población de Uruguay.
Mi hotel, el Victoria Plaza, es un edificio muy nuevo de ladrillo rojo, de dieciséis pisos de altura y me temo que con el aspecto de una caja de cartón. «Es el centro de la acción», me advirtió E. Howard Hunt antes de partir, y supuse que mi futuro jefe de estación lo sabría. Pues bien, sí, hay cierta acción: hombres de negocios de varías nacionalidades buscan hacer tratos en el bar del hotel. Como apenas me alcanza para pagar el cuarto, no hago más que caminar. El jueves, cuando llegué, mis dos superiores estaban ausentes, ocupados con asuntos de la Compañía, y Porriger, el hombre que me fue a esperar al aeropuerto, me dijo que recorriese la ciudad y le tomara el pulso, porque después ya no tendría oportunidad. En ese momento, según me dijo, estaba demasiado atareado para hacer nada mejor por mí.
Maravilloso. Tengo la sensación de que éste es mi último fin de semana libre antes de Navidad. Mis compañeros de la pequeña ala que ocupamos en el segundo piso de la Embajada se parecen a los mormones de Hugh. Individuos endemoniadamente cargados de trabajo.
También es triste estar solo en un país. Me encuentro tan cansado después de haber caminado el día entero, que cuando termino de cenar todo lo que quiero es dormir, de modo que aún no puedo informarte nada acerca de mi inexistente vida nocturna. Me levanto temprano por la mañana para volver a caminar por la ciudad. ¿Me creerás si te digo que encuentro Montevideo casi seductora? Resulta extraño ya que, para una mirada casual, no tiene nada de extraordinario. En ese sentido, todo Uruguay parece provocar un interés modesto. No puede jactarse de poseer montañas, como los Andes. De hecho, apenas si tiene colinas, y carece de una selva amazónica. Sólo planicies onduladas, y ganado. Montevideo es un puerto sobre el estuario del Río de la Plata, donde éste se junta con el Atlántico, y el limo del lecho del río que divide Uruguay de Argentina da al agua un tinte marrón grisáceo, de textura arcillosa, que no evoca para nada el azul Atlántico que conocemos en Maine. El puerto no es gran cosa, por otra parte. Parece Mobile, Alabama, o Hoboken, Nueva Jersey. Supongo que todos los puertos industriales son iguales. El acceso a los muelles está prohibido, de modo que no se puede llegar a la parte en que se hace la carga y descarga. De todos modos, el puerto parece sucio. Las grúas chillan a la distancia.
La calle principal, llamada Avenida 18 de julio, es bulliciosa, y tiene su predecible plétora de tiendas. No hay nada de especial en ella. Las plazas exhiben la estatua de un general a caballo.
Muy bien, sé que te estarás preguntando qué tiene Montevideo de particular. Y te respondo: nada. Hasta que aprendes a mirar.
En este punto, hice a un lado lo que había escrito. No era una carta lo suficientemente entretenida para satisfacer a mi dama.
Montevideo
14 de octubre de 1956
Querida Kittredge:
Nadie podría darse cuenta de que está en América del Sur, al menos a partir de la idea preconcebida que yo tenía de este continente. No hay follaje espeso y muy pocos indios. Al parecer, todos murieron de enfermedades infecciosas traídas por los primeros europeos. En las calles se ve una población mediterránea: españoles, con una nota italiana. Gente seria, práctica. La arquitectura más antigua, de estilo barroco español y colonial español, no es atrayente, a menos que uno esté preparado para pequeñas sorpresas. Esta tierra tiene un espíritu que yo no podía localizar hasta que logré verlo: me siento como si estuviera viviendo en un dibujo a tinta de Italia en el siglo XVIII. Supongo que me refiero a esos grabados que se encuentran en viejos libros de viaje ingleses, con un caminante solitario que descansa en una loma y contempla un paisaje vacío. Todo está en reposo. Las ruinas se han ido desmoronando poco a poco y conviven pacíficamente con los edificios que aún siguen en pie. El tiempo es una presencia en lo alto del cielo, que apenas se mueve. La eternidad descansa al mediodía.