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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (15 page)

BOOK: El factor Scarpetta
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—Hay excepciones a las reglas, pero no creo poder ofrecerte las excepciones que pareces buscar, Jaime —dijo Scarpetta.

—He llevado a cabo muchas investigaciones en la literatura a lo largo de los años, Kay. El momento de la muerte es algo que trato y que discuto en los tribunales con bastante frecuencia. He encontrado un par de datos interesantes. Casos de personas que sufren una agonía prolongada, debida a un fallo cardiaco o un cáncer, por ejemplo, en que el
livor mortis
se inicia antes de que hayan muerto. Y, repito, también hay casos de personas que sufren un rigor instantáneo. De modo que, hipotéticamente, ¿y si por alguna razón inusual la lividez de Toni se desarrolló antes de que muriese y sufrió un rigor mortis instantáneo? Creo que eso es posible en muertes por asfixia, y Toni tenía una bufanda anudada al cuello, parece que fue estrangulada además de golpeada con un objeto contundente. ¿No sería posible que llevara muerta menos tiempo del que supones? ¿Quizá sólo unas horas? ¿Menos de ocho horas?

—En mi opinión, eso no es posible —respondió Scarpetta.

—Detective Bonnell, ¿tiene ese archivo WAV? —preguntó Berger—. Quizá pueda reproducirlo en el ordenador de Marino. Esperemos que pueda oírse por el altavoz del teléfono. Es la grabación de una llamada al 911 recibida hoy, a eso de las dos de la tarde.

—Ya está. Avisadme si no podéis oírlo —indicó Bonnell.

Benton subió el volumen del terminal cuando se inició la grabación:

—Operador de la policía 5—1—5, ¿cuál es la emergencia?

—Hum, la emergencia es por la mujer del parque que han encontrado esta mañana, en el extremo norte del parque, en la calle Ciento diez.

La voz sonaba nerviosa, asustada. Un hombre que parecía joven.

—¿A qué mujer se refiere?

—La mujer, hum, la corredora asesinada. Lo he oído en las noticias...

—Señor, ¿es esto una emergencia?

—Eso creo, porque he visto, creo que he visto, quién lo ha hecho. Yo conducía por la zona a eso de las cinco de la mañana y he visto un taxi amarillo que se detenía y un tipo ayudaba a salir del asiento trasero a una mujer que parecía borracha. Lo primero que he pensado es que era su novio, y que había salido de fiesta toda la noche. No pude verlo bien. Estaba oscuro y había niebla.

—¿El taxi era amarillo?

—Y ella estaba borracha, o sin sentido. Ha sido muy rápido y, como he dicho, estaba oscuro y había mucha niebla, era difícil ver con claridad. Yo pasaba en coche, en dirección a la Quinta Avenida, y alcancé a ver algo. No reduje la velocidad, pero sé lo que vi, y era sin duda un taxi amarillo. La luz del techo estaba apagada, como cuando los taxis están ocupados.

—¿Anotó el número de matrícula, o el número del taxi?

—No, no. No vi por qué hacerlo, hum, pero lo he visto en las noticias, dicen que era una corredora y yo recuerdo que la mujer parecía ir vestida con ese tipo de ropa deportiva. ¿Un pañuelo rojo, o algo así? Creo que vi algo rojo alrededor del cuello y que llevaba una sudadera de color claro, o algo similar, en lugar de un abrigo, porque vi enseguida que no iba muy abrigada. Según la hora que dicen que la encontraron, bueno, no fue mucho después de que yo pasara por ahí...

El archivo WAV se detuvo.

—Me avisaron y he hablado con este caballero por teléfono y lo investigaré en persona, también hemos hecho averiguaciones acerca de él —dijo Bonnell.

Scarpetta recordó el fragmento de pintura amarilla que había recuperado del cabello de Toni Darien, en la zona de la herida de la cabeza. Recordó haber pensado en el depósito de cadáveres, al observar la pintura con lupa, que el color le recordaba a la mostaza francesa y al amarillo de los taxis.

—Harvey Fahley, veintinueve años, director de proyectos en Kline Pharmaceuticals, Brooklyn —siguió Bonnell—. Tiene piso en Brooklyn y su novia vive en Manhattan, en Morningside Heights.

Scarpetta no sabía si la pintura era de automóvil. Podía ser de un edificio, un aerosol, una herramienta, una bicicleta, una señal de tráfico, de casi cualquier cosa.

—Lo que me ha contado concuerda con lo que dijo en la grabación del 911. Pasó la noche con su novia y volvía a casa; se dirigía a la Quinta Avenida y pensaba llegar al puente de Queensboro atajando por la 59, para arreglarse e ir a trabajar.

Tenía sentido que Berger se mostrara reacia a aceptar la hora de la muerte que defendía Scarpetta. Si el asesino era un taxista, parecía más plausible que estuviese al volante y divisara a Toni cuando estaba en la calle, caminando o corriendo, bien entrada la noche anterior. No era tan plausible que un taxista la hubiera recogido en algún momento del martes, quizá por la tarde, y que hubiese conservado el cuerpo hasta las cinco de la pasada madrugada.

Bonnell continuó:

—No hay nada sospechoso en lo que me ha contado ni tampoco nada en su historial. Lo más importante es su descripción de cómo iba vestida la mujer, de lo que vio cuando la ayudaban a salir del vehículo. ¿Cómo iba a saber esos detalles? No se han hecho públicos.

El cadáver no miente. Scarpetta recordó lo que había aprendido durante sus primeros años de formación: «No fuerces la evidencia para que encaje en el crimen.» Toni Darien no murió anoche. No importaba lo que Berger quisiera creer o lo que dijera un testigo.

—¿Ofreció Harvey Fahley una descripción más detallada del hombre que supuestamente ayudaba a la mujer ebria a salir del taxi? —preguntó Benton, mirando al techo, las manos juntas, golpeándose las yemas con impaciencia.

—Un hombre vestido con ropa oscura, gorra de béisbol, quizá gafas. Su impresión fue que era un hombre delgado, de estatura media —dijo Bonnell—. Pero no lo vio bien, porque no redujo la velocidad y también por las condiciones climatológicas. Dijo que el mismo taxi le entorpecía la vista porque el hombre y la mujer estaban entre el taxi y la acera, lo que sería cierto si conduces por la 101 en dirección a la Quinta Avenida.

—¿Y el taxista? —preguntó Benton.

—No lo vio, pero supone que lo había.

—¿Por qué iba a suponer eso? —quiso saber Benton.

—La única puerta abierta era la trasera del lado derecho, como si el conductor siguiera al volante y el hombre y la mujer hubieran ocupado los asientos posteriores. Harvey ha dicho que si hubiera sido el conductor quien la hubiese ayudado a salir del vehículo, probablemente él se habría detenido. Habría supuesto que la señora estaba en apuros. No dejas a una persona ebria y sin sentido en la acera.

—Parece como si buscara excusas por no haberse detenido —dijo Marino—. No quiere pensar que lo que vio en realidad fue un taxista que dejaba a una mujer herida o muerta en la calle. Es más fácil creer que era una pareja que se había pasado toda la noche bebiendo.

—La zona que describe en la grabación del 911, ¿a qué distancia estaba de donde se encontró el cuerpo? —preguntó Scarpetta.

—A unos nueve metros —respondió Bonnell.

Scarpetta les contó lo del fragmento de pintura amarilla que había recuperado del cabello de Toni. Les advirtió que no dieran demasiada importancia al detalle, porque los rastros aún no habían sido analizados y también había encontrado fragmentos microscópicos negros y rojos en el cuerpo de Toni. La pintura pudo haberse transferido del arma que fracturó el cráneo de la joven. La pintura podía ser de otra cosa.

—Si estaba en un taxi amarillo, ¿cómo podía llevar muerta treinta y seis horas? —Marino puso voz a la obvia pregunta.

—Habría sido un taxista quien la mató —replicó Bonnell con más confianza de la que cualquiera de ellos tenía derecho a sentir en aquel momento—. Se mire como se mire, si lo que Harvey dice es verdad, tuvo que ser un taxista quien la recogió anoche, la mató y arrojó su cuerpo al parque esta madrugada. O la conservó cierto tiempo y luego la arrojó ahí, si la doctora Scarpetta está en lo cierto respecto a la hora de la muerte. Y el taxi relacionaría a Toni Darien con Hannah Starr.

Scarpetta había estado esperando esa suposición.

—Hannah Starr fue vista por última vez subiendo a un taxi amarillo —dijo Bonnell.

—No estoy preparada para relacionar el caso de Toni con el de Hannah —dijo Berger.

—El problema es que no digamos nada y vuelva a suceder. Entonces tendríamos tres —dijo Bonnell.

—No tengo ninguna intención de relacionar ambos casos en este momento —dijo Berger, como una advertencia: que a nadie más se le ocurriera plantear esa relación en público.

—No es necesariamente lo que creo, no respecto a Hannah Starr —continuó Berger—. Hay otros factores en su desaparición. Muchos elementos que he examinado señalan que es posible que se trate de un caso muy distinto. Y no sabemos si está muerta.

—Tampoco sabemos si alguien más ha hecho lo mismo que Harvey Fahley —apuntó Benton mirando a Scarpetta, diciéndolo por ella—. No conviene que otro testigo haga lo que ahora es habitual y, en lugar de acudir a la policía, vaya a una cadena de televisión. No querría encontrarme en un radio de diez kilómetros de la CNN o de otro mercado de medios, si se ha filtrado el detalle del taxi amarillo.

—Lo comprendo pero, haya o no sido así, mi ausencia del programa sólo empeoraría las cosas —dijo Scarpetta—. Sólo aumentaría el sensacionalismo. La CNN sabe que no voy a hablar de Toni Darien ni de Hannah Starr. No hablo de casos en activo.

—Yo no iría. —Benton la miró con intensidad.

—Está en mi contrato. Nunca he tenido problemas al respecto —le dijo ella.

—Estoy de acuerdo con Kay. Yo seguiría según lo previsto —terció Berger—. Si cancelas a última hora, sólo le darás a Carley Crispin algo de que hablar.

Capítulo 7

E
l doctor Warner Agee se sentó en la cama deshecha de su pequeña suite de antigüedades inglesas, las cortinas echadas para darle privacidad.

La habitación de su hotel estaba rodeada de edificios, las ventanas al alcance de todas las miradas, y le resultó inevitable acordarse de su ex esposa y lo que supuso para él verse obligado a encontrar otro sitio donde vivir. Le había horrorizado comprobar cuántos pisos del centro de Washington tenían telescopios, algunos decorativos pero funcionales, otros para la más seria observación. Por ejemplo, un soporte y un trípode para binoculares Orion instalados frente a una butaca reclinable que no daba a un río o al parque, sino a otro edificio. El de la inmobiliaria alardeaba de la vista mientras Agee miró directamente enfrente, donde alguien desnudo andaba por su piso con las cortinas descorridas.

¿De qué servían los telescopios y binoculares en las áreas congestionadas de grandes ciudades como Washington D.C. o aquí, en Nueva York, si no era para espiar, para el voyerismo? Vecinos estúpidos que se desnudaban, copulaban, discutían y peleaban, se bañaban, se sentaban en el retrete. Si la gente creía que tenía privacidad en sus propios hogares o habitaciones de hotel, que se lo pensara dos veces. Depredadores sexuales, ladrones, terroristas, el gobierno... no dejes que te vean. No dejes que te oigan. Asegúrate de que no te vigilan. Asegúrate de que no te escuchan. Si no te ven ni te oyen, no pueden ir a por ti. Cámaras de seguridad en todas las esquinas, localizadores de vehículos, cámaras ocultas, amplificadores de sonido, escuchar conversaciones ajenas, observar a extraños en sus momentos más vulnerables y humillantes. Basta con que un fragmento de información llegue a las manos equivocadas para que tu vida cambie por completo. Si se quiere jugar a ese juego, hay que hacerlo antes de que otros te lo hagan. Agee siempre tenía las cortinas corridas y las persianas bajadas, incluso durante el día.

¿Sabes cuál es el mejor sistema de seguridad? Las persianas.

Un consejo que había dado a lo largo de toda su carrera.

Nunca se había dicho mayor verdad, y fue exactamente lo que le dijo a Carley Crispin la primera vez que se vieron en una de las cenas de Rupe Starr, cuando ella era secretaria de prensa de la Casa Blanca y Agee un asesor que se movía en diferentes órbitas, no sólo en la del FBI. Fue en el año 2000 y vaya bomba era ella, increíblemente atractiva, pelirroja, provocativa, inteligente y maliciosa cuando no hablaba con periodistas y podía decir lo que pensaba en realidad. Sin saber cómo, los dos habían terminado en la biblioteca de libros singulares de Rupe Starr, examinando tomos antiguos de algunos de los temas favoritos de Agee: el hereje volador Simón el Mago y el santo volador José de Cupertino, que irrefutablemente era capaz de levitar. Agee le habló de Franz Antón Mesmer y le explicó los poderes curativos del magnetismo animal, y después Braid y Bernheim y sus teorías sobre la hipnosis y el sueño nervioso.

Fue natural que Carley, dada su pasión periodística, se mostrara menos interesada en lo paranormal y más atraída por la estantería de álbumes de fotos, todos encuadernados en piel florentina, el fichero de delincuentes de los llamados amigos de Rupe, como Agee definió la sección más popular de la sala de libros raros y singulares. Durante horas prolongadas y solitarias en la tercera planta de la gran mansión, Agee y Carley examinaron con cinismo décadas de fotografías, sentados uno junto al otro, señalando a las personas que reconocían.

—Es asombroso los amigos que el dinero puede comprar, y él cree que lo son. Eso es lo que me parecería triste, si pudiera llegar a sentir lástima de un puto multibillonario —dijo Agee a alguien que no confiaba en nadie, porque era tan amoral y aprovechada como cualquiera de los conocidos de Rupe Starr.

Sólo que Rupe nunca había hecho ganar dinero a Carley. Ella era simplemente una atracción para los otros invitados, igual que Agee. No se podía ni conseguir una entrevista en el club especial de Rupe sin contar con un mínimo de un millón de dólares, pero era posible ser su invitado si le gustabas y te consideraba capaz de divertir, de un modo u otro. Te invitaba a cenas, ,i fiestas, como entretenimiento para sus verdaderos invitados. Los que tenían dinero que invertir. Actores, atletas profesionales, los genios más novedosos de Wall Street se dejaban caer por la mansión de Park Avenue y, por el privilegio de enriquecer aún más a Rupe, se mezclaban con otras lumbreras cuya materia prima no era el dinero. Políticos, presentadores de televisión, periodistas, forenses, abogados de los tribunales; cualquiera que saliese en las noticias o tuviese un par de buenas historias que contar, que encajasen con el perfil de aquel a quien Rupe quería impresionar. Investigaba a sus clientes potenciales para ver qué les conmovía y después se dedicaba a reclutar. No tenía que conocerte para incluirte en su lista de secundarios. Recibías una carta o una llamada telefónica. Rupert Starr solicita el placer de su compañía.

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