El evangelio del mal (38 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Ballestra recuerda que al final del sueño Roma no era más que un gigantesco osario silencioso sobre el que planeaban miles de dardabasíes. La plaza de San Pedro y las cúpulas de la basílica estaban cubiertas de excrementos; las avenidas de la Ciudad Eterna, repletas de cadáveres putrefactos. En ese momento era cuando la Bestia había aparecido: un monje acompañado de una bandada de cuervos, que recorría la via della Conciliazione en dirección al palacio pontificio.

Monseñor Ballestra miró desde las ventanas de su despacho cómo se acercaba. Cuando la Bestia traspasó las cadenas que protegían la santa plaza, un viento glacial azotó el Vaticano y el prelado vio cómo se desbordaban a lo lejos las aguas del Tíber. Aguas rojas y pegajosas que convergían hacia la basílica, introduciéndose entre las columnas y cubriendo los adoquines. Como si la ciudad entera hubiera empezado a sangrar. Luego, el monje se detuvo en el centro de la plaza y las campanas de San Pedro empezaron a tañer.

Ballestra mira el despertador: la 1:02. Hace un poco menos de trece horas que Su Santidad fue hallado muerto en su lecho, con los ojos abiertos. Un día tristísimo que sin duda explica la pesadilla que acaba de tener.

Aspirando grandes bocanadas de aire para expulsar el terror que todavía atenaza su garganta, Ballestra recuerda la agitación que se produjo en el Vaticano al sonar el ángelus de mediodía. Poco a poco, el murmullo de los prelados y el frufrú de las sotanas llenó el silencio de mármol que reinaba habitualmente sobre la ciudad. Se vieron hábitos que cruzaban la plaza en todos los sentidos para difundir discretamente la noticia. Tan solo los iniciados comprendieron qué pasaba. Los periodistas, encerrados en la sala de prensa, escuchaban cómo el cardenal Camano les contaba sandeces acerca de ectoplasmas y manifestaciones paranormales, pero ellos no habían visto ni oído nada. Hizo falta que la multitud romana empezara a congregarse en la plaza de San Pedro para que los télex empezaran a ponerse en marcha en las agencias de prensa del mundo entero.

Monseñor Ballestra se incorporó a la fila de prelados que recorría los pasillos del palacio apostólico para rendir homenaje al difunto. Al besar la frente del muerto, le sorprendió la tibieza de su piel. Seguramente se debía a la calefacción que habían encendido y que retrasaba la aparición de la rigidez cadavérica. Luego, cuando iba a incorporarse, notó que un soplo de aire le rozaba el cuello a la altura de los labios del muerto, inmóviles y entreabiertos. Contempló un momento la boca del difunto en espera de una señal que no se produjo. Sin duda había sido una corriente de aire. Sin embargo, aunque Su Santidad parecía efectivamente muerto, Ballestra tenía la impresión de que su envoltorio no estaba… vacío. Los últimos segundos de la presencia del alma. Ese contraste sutil entre los cuerpos que acaban de morir y los cadáveres que se entierran. Eso es lo que Ballestra había sentido al besar la frente del anciano. Como si el Papa estuviera todavía vivo. O más bien como si no consiguiera morir.

Mientras se incorporaba lentamente, observó que una extraña capa de ceniza cubría las ventanas de la nariz de Su Santidad. La misma que la que se utiliza para trazar la señal de la cruz en la frente de los fieles cuando empieza la cuaresma. Luego, al notar que la mano del camarlengo se cerraba sobre su hombro, Ballestra se alejó preguntándose si lo que había visto no había sido fruto de su imaginación. Salió de los aposentos del Papa en el momento en que los embalsamadores llegaban. Iban a vaciar a Su Santidad antes de exponer sus restos sobre un catafalco de terciopelo instalado en el centro de la basílica. Porque, lo quisiera Ballestra o no, el Papa había muerto y otra página del gran libro de la Iglesia estaba pasando. Una página sombría en esas horas en que las fuerzas del Mal estaban desatándose.

En todo eso es en lo que el prelado piensa mientras intenta borrar los restos de su pesadilla. Se dispone a tumbarse de nuevo para arañar unas horas de sueño cuando un timbre desgarra el silencio. Ballestra busca a tientas el teléfono sobre la mesilla de noche y descuelga.

—Prefectura de los Archivos del Vaticano, monseñor Ballestra al aparato —masculla.

Un chisporroteo. Una voz entrecortada y lejana.

—Monseñor, soy el padre Alfonso Carzo.

Capítulo 114

Monseñor Ballestra enciende la lámpara de la mesilla de noche y se pone las gafas.

—Alfonso, ¿dónde demonios te habías metido? El cardenal Camano está buscándote por todas partes. Estábamos preocupadísimos.

—Le llamo desde el aeropuerto internacional de Denver. Voy a tomar un avión que despega ahora mismo hacia Europa.

—La Santa Sede está vacante, Alfonso. Su Santidad nos dejó ayer al término de una breve agonía.

—Estoy al corriente y es una noticia todavía peor de lo que usted puede imaginar.

—¿Cómo podría ser peor?

—Escúcheme atentamente, monseñor. Han asesinado a los jesuitas de Manaus. Justo antes de morir, su superior tuvo tiempo de revelarme la existencia de una conspiración en el seno del Vaticano. Una cofradía secreta que al parecer se hace llamar el Humo Negro de Satán.

Silencio de Ballestra.

—Es una historia muy antigua, Alfonso. Y no creo que sea el momento de resucitarla.

—Yo creo, por el contrario, que no puede haber un momento más oportuno, monseñor. Pero primero necesito que abra los archivos secretos de los papas. Necesito saber sin falta lo que las recoletas de la Edad Media descubrieron justo antes de la matanza de su comunidad del Cervino.

—Alfonso, esos archivos son absolutamente secretos, tanto como las revelaciones de la Virgen o los siete sellos del fin de los tiempos. Nadie puede acceder a ellos, salvo Su Santidad. Y de todas formas, nadie sabe dónde están.

—En la Cámara de los Misterios, monseñor, es ahí donde hay que buscar.

—Hijo, esa cámara es una fantasía. Todo el mundo habla de ella, pero nadie sabe si alguna vez existió.

—Existe. El superior de los jesuitas de Manaus me indicó el lugar donde se encuentra y la combinación para abrirla.

—¿La combinación?

—En este momento estoy enviándosela por fax.

Ballestra se levanta de la cama y se acerca a su mesa de trabajo. La telecopiadora se pone en marcha. Por el aparato sale una hoja de papel que el archivista lee en diagonal.

—¿Citas en griego y en latín?

—Cada una corresponde a una obra que hay que desplazar en los estantes de la gran biblioteca de los Archivos para accionar el mecanismo de la Cámara.

Ballestra deja escapar un suspiro.

—Alfonso, si esa cámara existe y contiene realmente los archivos secretos de los papas, estarán cerrados con un sello de cera con la marca del anillo de Su Santidad. Romper ese sello supone la excomunión para quien lo haga. Y más en estos dolorosos momentos en que la Sede está vacante.

—Monseñor, es absolutamente imprescindible que disponga de esa información. Es una cuestión de vida o muerte.

—No lo entiendes, si me pillan leyendo esos secretos, me juego mi carrera.

—Con todos los respetos, es usted quien no lo entiende. Si lo que me temo es cierto y el Humo Negro de Satán está extendiéndose de nuevo por el mundo, nos jugamos todos mucho más que nuestra carrera.

Monseñor Ballestra contempla la esfera luminosa de su despertador.

—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde puedo encontrarte?

—Le llamaré yo. Dese prisa, monseñor, porque el tiempo apremia y…

Un largo chisporroteo cubre la voz de Carzo. Ballestra hace una mueca.

—¿Alfonso?

—…una última cosa importante: no se fíe del cardenal… es él quien… ¿me oye?

—Oiga… ¿Padre Carzo?

La comunicación acaba de cortarse. Perplejo, Ballestra mira un instante el teléfono preguntándose contra quién ha intentado ponerle en guardia Carzo. Después ve de nuevo las bandadas de cuervos que sobrevuelan el Vaticano y la sangre del Tíber que inunda las calles. Es inútil esperar volver a dormirse esa noche.

Capítulo 115

Ciudad del Vaticano.

1:30 horas

Monseñor Ballestra atraviesa las inmensas salas con columnas de la biblioteca del Vaticano, donde generaciones de archivistas han depositado la memoria escrita de la humanidad. Estantes que se extienden hasta el infinito sostienen hileras de obras que los copistas de siglos anteriores ejecutaron para salvar su contenido de los desastres del tiempo. Miles de obras de arte cuyos originales descansan en paz en las salas subterráneas.

Al fondo de la última sala, un rastrillo de acero marca la entrada en el perímetro reservado a los archivistas juramentados. Al acercarse Ballestra, dos colosos con jubón azul y sombrero de tres picos descruzan las alabardas y levantan el rastrillo. Al otro lado, una escalera de peldaños desgastados por millones de pisadas conduce a los archivos secretos. Ahí, en ese laberinto de sótanos y de salas oscuras, es donde los archivistas depositan desde hace siglos los expedientes más secretos de la Iglesia.

Al llegar al pie de la escalera, monseñor Ballestra empuja una puerta de hierro por la que se accede a una gigantesca sala llena de bibliotecas y de cajas fuertes. El lugar, desierto a esas horas en que los equipos de día todavía no se han incorporado a sus puestos, huele a polvo y a tarima encerada. El prelado se detiene en el centro de la sala. Si las informaciones del jesuita de Manaus son ciertas, ahí es donde debería estar la entrada de la Cámara de los Misterios.

Según la leyenda, esa sala secreta fue construida en la Edad Media para depositar los tesoros de las cruzadas. Los guardias emparedaron al arquitecto para que el secreto no saliera jamás de allí. Un secreto que se transmitía desde entonces de un papa a otro, siguiendo el procedimiento del sello pontificio: cada vez que moría un papa, el camarlengo pronunciaba el sede vacantis, la vacante de la Santa Sede, iniciando así un período de luto y de cónclave durante el cual no se podía tomar ninguna decisión importante. Los cardenales se limitaban a despachar los asuntos corrientes; acto seguido, el camarlengo se presentaba en los aposentos del papa y condenaba la caja fuerte que contenía las cartas y los secretos que únicamente su sucesor tendría derecho a leer.

Cada uno de esos documentos estaba cerrado con un sello de cera con la marca del anillo pontificio. Dicho anillo era destruido por el camarlengo en el momento en el que daba fe del fallecimiento del papa, de modo que nadie podía sellar o desellar los documentos secretos mientras la Santa Sede se hallaba vacante.

En el instante en que el sucesor era elegido, los orfebres del Vaticano fundían otro anillo con la efigie del nuevo pontífice. Este último, acompañado del camarlengo, se dirigía entonces a sus aposentos y asistía a la apertura de la caja fuerte para asegurarse de que no había sido roto ningún sello durante el cónclave. A continuación rasgaba los documentos que deseaba consultar y después volvía a cerrarlos con su propio sello. De esta forma, el nuevo papa no solo estaba seguro de que nadie más que él había tenido acceso a esos documentos, sino que también sabía cuándo y qué papa había consultado determinado documento por última vez. Esa huella característica podía buscarse en el gran libro de los sellos pontificios para saber a qué papa correspondía.

Gracias a ese ingenioso procedimiento, los papas habían podido transmitir durante siglos a sus sucesores los secretos que no debía leer nadie más que ellos: la revelación de los doce grandes misterios, las advertencias de la Virgen, el código secreto de la Biblia, los siete sellos del fin de los tiempos y los informes confidenciales sobre los complots del Vaticano. De esta manera, si por ejemplo un papa temía por su vida y quería advertir a otro de un peligro que también podía amenazarle a él, el sello pontificio era el procedimiento utilizado para que el mensaje atravesara los siglos.

Pero a los pontífices les gustaba tanto transmitirse secretos que la caja fuerte podía llenarse hasta las topes. Según la leyenda, Su Santidad tomaba entonces un pasadizo secreto que unía sus aposentos con la Cámara de los Misterios, donde guardaba parte de esos documentos en los cubículos de sus predecesores. De ahí los mitos que rodeaban esa sala misteriosa, que generaciones de prelados habían situado unas veces bajo la tumba de san Pedro y otras en las catacumbas o en las alcantarillas de Roma. Esa misma sala que Ballestra está a punto de descubrir. Esa idea lo sume en una gran turbación mientras se dirige hacia la inmensa biblioteca que cubre la pared del fondo. Ahí es donde se conservan la mayoría de los originales de los manuscritos de la Iglesia. El banco de datos de los archivistas.

Ballestra, inmóvil ante los anaqueles, se concentra. Las campanas de Santa María la Mayor suenan a lo lejos. Las de San Lorenzo Extramuros responden. Armado con la lista de citas enviada por el padre Carzo, el archivista se sube a una de las escaleras de madera de boj con que cuenta la biblioteca y localiza fácilmente las obras a las que corresponden. El peso de los siete libros polvorientos, que su mano extrae uno tras otro unos centímetros, acciona el disparador característico de los viejos mecanismos de ruedas.

Ballestra ha bajado de la escalera y acaba de mover el séptimo libro, situado a una altura accesible desde el suelo, cuando un crujido sordo se produce en el conjunto de los estantes. Sigue un interminable chirrido de poleas y de cubos procedente de las profundidades de la pared. Retrocediendo unos pasos, el archivista ve que la pesada biblioteca se separa en dos entre una nube de polvo y abre el paso a la Cámara de los Misterios; el aire viciado escapa como el suspiro de un gigante.

Capítulo 116

Conteniendo la respiración como si temiera que en la atmósfera enrarecida de la Cámara hubiese algún veneno en suspensión, monseñor Ballestra avanza entre las dos mitades de la biblioteca.

Lo hace con la desagradable sensación de cruzar una frontera invisible entre dos mundos totalmente opuestos.

Nada más poner el pie en el otro lado, oye cómo las siete obras vuelven a ocupar una tras otra su sitio con un frotamiento de cuero. Sigue una serie de chasquidos sordos mientras la biblioteca se cierra chirriando. Con la boca seca, Ballestra se vuelve. Las luces de la sala de los Archivos desaparecen. Un último chasquido mientras las dos mitades de la biblioteca se unen, un último chirrido mientras los engranajes se detienen y las cuñas metálicas caen para bloquear el mecanismo: un cierre automático que avala la tesis de otro paso, puesto que el de la biblioteca solo sirve para acceder a la Cámara y en ningún caso para salir de ella. Eso es al menos en lo que monseñor Ballestra confía mientras enciende una linterna.

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