Samuel pensaba que igual ni siquiera disponían de pantalla para visualizar la imagen y los datos personales del poseedor de la tarjeta de a bordo, y si la tenían, quería suponer —necesitaba hacerlo— que no iban a desperdiciar el tiempo ralentizando cada embarque para fijarse en los rostros de los pasajeros. Pero... ¿y si lo hacían? Su rapado cráneo era la antítesis de la greñuda cabeza de Muki. Un solo vistazo y podrían pedirle explicaciones... Divagaba con estos razonamientos cuando de repente, en un súbito impulso que ni él mismo esperaba, le quitó el llamativo gorro a su ocasional compañero y se fue para el puesto de control en tono jocoso, cantando como un incondicional hincha:
—¡España, España, oé, oé, oé...! Loreto, cariño, hazme una foto con los colegas. ¡Campeones, campeones...!
Sus recién conocidos camaradas se acercaron para salir en la foto y se unieron a los cánticos:
—¡A por ellos, oé, a por ellos, oé...!
Samuel les hizo un gesto a los propios empleados que controlaban el acceso al barco para que posaran junto a ellos y estos aceptaron sin vacilar, colaborando en la diversión en una muestra más del interés por agradar a los pasajeros, como suele generosamente hacer el personal de servicio de la mayoría de los cruceros. En aquel ambiente festivo, pasar las tarjetas por el lector fue un mero trámite entre risas de unos y otros. Cuarenta minutos después el
Espíritu de la Libertad
abandonaba Bergen.
Loreto y Muki habían dedicado la mañana a visitar la capital noruega. Treinta minutos antes de la hora prevista para el encuentro con sus amigos paseaban por la plaza del Ayuntamiento de Oslo. Aun conscientes de que los comentarios de Samuel sobre las maravillas que encerraba el túnel de Laerdal fueron realizados con un manifiesto deje jocoso —como así lo señaló Noelia— y, por tanto, no ajustados a la realidad, emprendieron el viaje con la convicción de que iban a encontrar algo que sobresaliera por encima de su extraordinaria longitud y la colorida iluminación de las zonas intermedias. Pero no había nada más: el túnel no sólo no les había impresionado sino que incluso había llegado a aburrirles. El paisaje sí que merecía el trayecto, aunque no como para que concretamente a ellos les hubiera valido la pena la paliza de pasar ocho horas al volante, pues ya habían disfrutado con mayor comodidad de la hermosura de otros parajes similares. Pero a Loreto en el fondo no le importaba que el túnel no hubiera respondido a las expectativas que Noelia le había hecho albergar; el verdadero motivo por el que había decidido aventurarse por sinuosas carreteras a través de la montaña era exclusivamente para no ser menos que ella. De camino había conseguido enriquecer su currículum con el logro de haber recorrido el túnel por carretera más largo del mundo, un triunfo más para cuando terciara presumir con sus amigas.
Ahora esperaba con ansia el reencuentro con Noelia. ¡Se iba a enterar esa empalagosa sabelotodo de los lugares del mundo que son realmente hermosos! No pensaba reprocharle su patético sentido de la estética; lo utilizaría como arma arrojadiza para, con la mayor sutileza posible, hacerle entender que ni el túnel, ni cualquier otro emplazamiento en toda Noruega se podía equiparar en belleza a Praga, Amsterdam, Berlín o Brujas, por citar sólo algunos ejemplos de ciudades europeas que ya conocía. Era impensable suponer que aquella muerta de hambre hubiera viajado tanto como ella; por tanto, resultaría sencillo encontrar un país que no hubiera visitado y ése sería el más esplendoroso de todos. Con eso bastaría para ponerle los dientes largos... aunque no vendría mal rematar la faena dejando caer, como el que no quiere la cosa, que para Navidad tenía previsto ir de compras a Nueva York, como solía hacer cada año...; todo con mucha sencillez, por supuesto, para no alardear descaradamente de su capacidad económica.
Pero se quedó con las ganas de volver a verla; tuvo que conformarse con oír su voz por teléfono.
—¿Loreto? Soy Raquel.
—¡Hola, tía! ¿Dónde estáis?
—Te cuento: estábamos confundidos con la hora del vuelo. Te hablo desde el aeropuerto...
—¿Cómo? ¿Y nuestras
cruise cards
?
—No te preocupes. Las hemos dejado en vuestro camarote, en el cajón de una de las mesitas de noche. Por cierto, te dejo también dinero por algunas cositas que hemos cargado a tu cuenta.
—Pero... ¿cómo vamos a subir al barco? Y... ¿vosotros cómo conseguisteis salir sin las tarjetas?
—Para no destapar el asunto y complicaros la vida dijimos en el puesto de control que se nos había olvidado tomarlas. Les pedimos que nos dejaran salir, que sólo daríamos un ligero paseo por el puerto, y accedieron. ¡No se nos ocurrió otra cosa que contarles! Decid que cambiasteis de idea y que decidisteis ver la ciudad.
—¿Por qué no me llamaste antes? —interpeló Loreto con furiosa indignación.
—Loreto, cariño, tengo que colgar, que te estoy llamando desde un teléfono que me han dejado, porque nosotros estábamos ya sin saldo. Además, nuestro avión sale en breve. Ya te llamo para vernos en España... ¡Un beso!
Noelia no quiso prolongar la conversación. Colgó y devolvió el teléfono al sexagenario alemán que gentilmente se lo había prestado. El teutón pretendió cobrarse el favor invitándola a un refresco, pero ella declinó el ofrecimiento encogiéndose de hombros y señalando a Samuel, que la esperaba a unos metros.
—Van a tener problemas para subir. ¿Cómo es que se ha tragado la trola? Nadie puede salir del barco sin las tarjetas.
—No ha tenido tiempo de pensar; ya se las arreglarán ¡Menuda es Loreto!
—Sí, montará una buena... Comprobarán que las tarjetas están en el camarote, que son realmente quienes dicen ser, que pagaron sus pasajes y que son acreedores de ellos. El oficial de guardia no tendrá más remedio que aceptar que sus subordinados cometieron una negligencia, por más que estos juren que no lo hicieron.
—Pobres... —suspiró Noelia—. Espero que no los sancionen.
El
Espíritu de la Libertad
zarpó del puerto de Oslo, sin ningún contratiempo y con Loreto y Muki a bordo, a las veinte horas y cinco minutos. El próximo destino era Copenhague, donde tenía previsto arribar a las diez de la mañana.
Era evidente que hasta ese momento nadie en RH había sospechado que habían consumado la huida en aquel crucero, pero allí no se encontraban seguros. Cierto era que jamás podrían aspirar a vivir completamente a salvo de las innumerables conexiones de RH, pero en alta mar se sentían mucho más vulnerables que en tierra. Afortunadamente, Loreto y Muki no habían visto sus fotografías, —daban por hecho que Flenden las había hecho publicar—, pero... ¿y si algún avispado pasajero relacionara sus rostros con los que había visto casualmente en el periódico mientras tomaba un café? Otro problema surgiría si se encontraban cara a cara con sus amigos gaditanos. Aunque evitasen deambular por lugares concurridos, la posibilidad de cruzarse con ellos siempre estaba ahí. ¿Qué excusa iban a ofrecer: que se habían enamorado del barco y en un irracional arrebato decidieron aprovechar las circunstancias para disfrutar de un crucero gratuito a costa de engañarlos? ¿Estaría dispuesta Loreto a soportar la burla, a obviar tamaño vilipendio, a perdonar la irritación que habían tenido que sufrir hasta que se les permitió subir a bordo? No, Loreto los obligaría primero a postrarse a sus pies y seguramente luego ordenaría tácitamente a Muki delatar su presencia. El personal de seguridad no tardaría en prenderlos. Y luego estaba Flenden; ¿qué haría cuando se convenciera de que ya no se encontraban en Bergen? Su perspicacia no tenía límites. Una sola sospecha y era capaz de mandar detener el buque en plena singladura. Definitivamente debían abandonar el barco a la primera oportunidad, ¡y para ello necesitaban agenciarse dos nuevas
cruise cards
!
A medianoche la brisa ya no resultaba tan agradable. No eran, ni mucho menos, los únicos que paseaban por cubierta. Algunos saboreaban su copa recostados en una tumbona y abrigados con una manta; otros simplemente contemplaban cómo el barco devoraba millas en el afanoso y vano intento de alcanzar la plateada estela de la luna. En principio habían pensado pasar la noche en el teatro o en cualquier otra dependencia desocupada, pero ahora barajaban la posibilidad de buscar un rincón en cubierta resguardado del aire; con unas mantas no pasarían frío y estarían menos expuestos.
Habían decidido que lo mejor sería desembarcar al día siguiente en Copenhague. Con esta idea, esa misma mañana emplearon dos horas en el comedor disimulando mientras desayunaban, observando con detenimiento a los distintos pasajeros para encontrar parejas jóvenes en donde el chico fuese calvo. Aunque barruntaban que el control de identidades en los desembarques no debía ser muy estricto, seguían sin poder asegurar que no examinaban, siquiera de soslayo, las facciones de quienes portaban las tarjetas.
Localizaron tres parejas con perfiles ajustados a sus necesidades. Comprobaron que sólo una de ellas dejaba sus pertenencias en la mesa mientras acudían al buffet. Este detalle era tan importante o más que la similitud física, pues debían aprovechar el desayuno previo al desembarque para hurtar las tarjetas, ya que sería mucho más sencillo pasar los controles de salida entre la multitud y a un ritmo diligente —lógico para no demorar el proceso y colapsar la salida— que a deshoras. La chica de la pareja elegida tenía el pelo negro, pero eso había dejado de ser un problema, pues Noelia se había preocupado de pasar por la peluquería para arreglarse un poco la cabeza y de camino teñirse el cabello.
Sorprendentemente, a pesar de que faltaba dar un último paso para completar la fuga, Noelia se sentía cada vez más confiada. Volvía a mostrar su imagen más afable y Samuel se contagiaba de su serenidad. Y eso que la prueba de fuego que debían superar la mañana siguiente era en extremo comprometida: merodear por el comedor, esperar a que entraran sus víctimas, aproximarse a ellos para sentarse en la misma mesa —si había huecos—, esperar a que dejaran allí sus bolsos —si es que volvían a hacerlo—, registrarlos sin que el resto de comensales —ni las cámaras de seguridad que a buen seguro existirían— se percataran mientras sus dueños se ocupaban de llenar sus platos, encontrar las tarjetas —si es que estaban las dos allí— y salir del barco a la hora establecida y antes de que descubrieran el pillaje. Demasiadas circunstancias como para pretender que todas sin excepción se conjugaran a favor... ¿Y si optasen por eludir salir con el grueso de los pasajeros y así poder observar detenidamente el comportamiento del personal responsable del desembarque? Podrían acercarse alguna que otra vez al puesto de control de salida para observar el alcance de las comprobaciones que realizaban. Igual sólo bastaba con pasar la
cruise card
por el lector magnético... En ese caso podrían desperdiciar sin cargo de conciencia la primera oportunidad de intentar abandonar el barco. Si no verificaban las identidades podrían salir más tarde, pues resultaría mucho más sencillo hurtar las tarjetas en la piscina, aprovechando el plácido descanso de quienes decidieran no desembarcar. Además obtendrían un margen de tiempo extra, ya que sus propietarios no advertirían la falta hasta que fuesen a pagar algo, e igual entonces pensarían que se las habían dejado olvidadas en algún lugar, porque realmente no tiene mucho sentido sustraer unas tarjetas que sólo son de utilidad a sus propietarios. De esta forma y con un poco de suerte podría transcurrir toda la jornada sin ser descubierta la astuta fechoría. ¡Habría que ver las caras de los responsables de seguridad a la hora de levar anclas! Faltarían dos pasajeros por regresar que... precisamente se hallarían despreocupados en el barco sin sus
cruise cards
. ¿Admitirían que se les habían colado dos polizones e interrogarían de nuevo a unos «indignados» Muki y Loreto? Seguramente, una vez comprobada la ausencia de percances mayores pasarían página para no desacreditarse ellos mismos y reforzarían los controles de seguridad, aunque con ello se demorasen las entradas y salidas de pasajeros..., al menos por el tiempo que restara de crucero.
Quedaba una tercera opción: esperar a bordo hasta que el viaje llegara a su fin. Suponían que igual entonces no necesitarían de las dichosas tarjetas para volver a pisar tierra firme. Ya se informarían de ello. Y en caso de que siguieran solicitándolas hasta el final, al menos dispondrían de más tiempo para elegir las personas adecuadas y el momento oportuno para sustraerlas. Pero eso implicaría diferir el asunto muchos días, tentando más de la cuenta a la fortuna. Lo más sensato, sin duda, era intentar desembarcar en otro país a la primera oportunidad; por eso habían ideado el plan para hacerlo en Copenhague a la mañana siguiente. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, Noelia no acababa de verse en Dinamarca. En cambio Estonia le sonaba a gloria. El idioma, similar al finés, era completamente desconocido para ella, pero sabía que buena parte de la población hablaba ruso y que la mayoría de los jóvenes dominaban el ingles. Estonia: recordaba haber disfrutado mucho con la lectura de los cinco volúmenes de
La verdad y la justicia
, del escritor estonio Anton Hansen Tammsaare... A ella verdaderamente le habría encantado emprender la nueva vida en San Petersburgo. Fiel a su predilección por leer los textos originales, su desmedida admiración por los grandes escritores rusos le hizo aprender el idioma. Lamentablemente, esa alternativa era inviable, pues carecían de los visados exigidos por las autoridades rusas. Con Estonia no habría problemas, y Tallin debía ser una ciudad preciosa... El barco no llegaría allí hasta las dos de la tarde del sábado. Eso era mucho tiempo: tendrían que permanecer dos días más a bordo... Desechar la opción danesa incrementaba innecesariamente el riesgo pero... tenía una corazonada. Nunca le habían fallado y... ¡le sonaba tan bien Estonia!
Resguardados del viento, la sucinta noche prometía ser espléndida, demasiado hermosa como para desaprovecharla durmiendo. Muy pronto despuntarían las primeras luces del alba para dar fe de que el destino les regalaba la oportunidad de saborear un nuevo día el uno junto al otro.
—¿Sabes? Cuando me sentí completamente desahuciado en el túnel, cuando perdí toda esperanza de salir de allí con vida, llegué a maldecir el día que se me ocurrió concursar en
Kamduki
—Samuel hizo una pausa mientras apretaba la mano de Noelia, que no se había separado de la suya en la última hora—. Sin embargo, y aunque seré siempre un fugitivo, gracias a ese condenado juego nuestras vidas se han unido para siempre.