La explosión de desahogo duró unos diez minutos. Luego Samuel se mantuvo otro tanto tirado en el suelo, con la cabeza fundida en el asfalto. Al incorporarse comprobó con extrañeza cómo a pesar del llanto, apenas había lágrimas sobre su rostro. Horrorizado comprendió que el proceso de deshidratación de su cuerpo había comenzado.
En su infancia formó parte de un grupo de escultismo. Recordaba con nitidez la mayoría de las técnicas de supervivencia en los medios más inhóspitos del planeta, como la alta montaña, los bosques tropicales o el desierto, ¡pero a ningún monitor se le había ocurrido dar unas nociones básicas de subsistencia en un túnel sellado herméticamente bajo una montaña! En ese preciso instante se acordó de la regla de los treses: se puede sobrevivir tres minutos sin respirar, tres horas sin refugio en circunstancias climatológicas extremas, tres semanas sin comer... y tres días sin agua. Esta regla no es estricta: existen casos de supervivencia bajo los escombros de un terremoto por muchos más días, pero eso son excepciones, en cuerpos desfallecidos que apenas sudan ni gastan energía. Todo depende de las condiciones ambientales y de la capacidad de respuesta de cada organismo, pero allí hacía demasiado calor y Samuel sabía de sobra que una persona normal no podría resistir en ese medio más de tres o cuatro días sin beber, cinco a lo sumo. Y a él le faltaban pocas horas para alcanzar su segundo día en esa peligrosísima circunstancia. Su organismo requería agua, pero... ¿dónde demonios iba a conseguirla si en todo ese tiempo había sido incapaz de percibir el mínimo atisbo de vida, siquiera el efímero zumbido de un mosquito revoloteando junto a los focos? Agua, necesitaba urgentemente agua..., y en aquel desangelado lugar el único líquido disponible estaba en su coche.
Regresó precipitadamente en su búsqueda. Antes de abrir el capó sabía lo que se iba a encontrar: estaba en Noruega y era improbable que el agua del circuito de refrigeración no contuviera anticongelantes. Efectivamente, el intenso color fucsia del fluido no dejaba lugar a dudas. Si ingería el agua del radiador vencería la deshidratación, pero nada impediría que muriera intoxicado. La otra opción era más viable: el líquido limpiaparabrisas. Como la parte del depósito destinado al suministro estaba vacía, decidió accionar ligeramente el dispensador. Si tenía suerte ya se encargaría de extraer gota a gota todo el contenido. La fortuna se supeditaba a la composición del líquido. Obviamente, Samuel esperaba encontrar una ligera cantidad de jabón, algo que firmaría de antemano, pues pensaba que ese producto le causaría sólo trastornos digestivos, de mayor o menor consideración, pero preferibles a una muerte segura. El problema residía en el aditivo especial que muchos de estos líquidos limpiaparabrisas incluyen para repeler los insectos. Eso sí que podría resultar venenoso. Cuando Samuel impregnó de líquido su dedo notó cierta viscosidad. Su sabor era asqueroso, su olor a insecticida corroboraba el peor de sus vaticinios. Con ese panorama, ya no se atrevía a beber aquella sustancia, pues desconocía su grado de toxicidad. De cualquier forma, si amanecía el martes y no lo habían sacado de allí —aún guardaba la diminuta esperanza de que ese lunes fuese festivo en Noruega— estaba dispuesto a arriesgar; al fin y al cabo, no importaba mucho morir de una forma o de otra.
Le quedaba una última posibilidad de conseguir agua, pero su imprudencia —en cierto modo lógica y nada reprochable, pues era imposible prever que su absurdo cautiverio se iba a prolongar durante tanto tiempo— le había llevado a desperdiciar buena parte de esta. Aun así, todavía podría obtener una pequeña cantidad, suficiente quizá para subsistir un día más. Samuel tendría que beberse su propia orina.
Beber el agua del mar, por su alta concentración en sal, colapsa los riñones y acaba causando la muerte. Sin embargo, beber la propia orina no es letal. Cierto es que se vuelve a ingerir las sustancias tóxicas desechadas, pero los beneficios temporales superan a los riesgos. El problema principal radica en el hecho de que los riñones dejan de producir orina a medida que la deshidratación empeora, de forma que la micción tiende a desaparecer. Samuel habría hecho bien conservando toda su orina, pero ya no había vuelta atrás: los litros expulsados habían desaparecido para siempre.
Si realmente estaba atrapado donde él creía, ¿no tendría que haber en algún lugar una puerta? ¡Su coche no había llegado hasta allí volando! ¿Dónde demonios estaba el jodido carril que lo había llevado a ese infierno? Se resistía categóricamente a pensar en otra explicación, pero... ¿y si no era eso lo que estaba realmente pasando? El hecho de que no se le ocurriera ninguna otra interpretación razonable no garantizaba fidedignamente estar en posesión de la verdad. En tal caso esperar hasta el martes por la mañana supondría malgastar inútilmente el poco tiempo que le quedaba. Samuel se lamentaba ahora de haber adoptado una actitud demasiado vehemente, consecuencia evidente de su innata tendencia a dejarse arrastrar por las garras de su insensato prejuicio. Se había agarrado ciegamente a la hipótesis del descuidado abandono en un carril de emergencia creyendo que lo rescatarían los operarios del servicio de mantenimiento y había desperdiciado, con descarada insensatez, los pocos triunfos que tenía en sus manos y que le habrían proporcionado un plus de resistencia. Estaba avergonzado de su irresponsabilidad, sobre todo porque sabía lo que tenía que hacer y no lo había hecho: además de no preservar la orina, había sudado innecesariamente más de la cuenta, había gastado energía sin recato, no había tenido la precaución de respirar por la nariz para evitar que el vapor de agua escapara por su boca...; ¡demasiados disparates que posiblemente no iban a quedar impunes! Y ahora, ¿qué? ¿Estaba dispuesto a continuar de brazos cruzados esperando un rescate que igual jamás llegaría a producirse o invertiría sus últimas reservas en buscar la forma de salir de allí por sí mismo? ¿Por qué no se había dedicado a explorar cada centímetro del muro perimetral exterior buscando el acceso por donde había entrado? Había recorrido la parte izquierda, donde estaban los paneles, ¡pero la puerta por donde entró estaba con toda seguridad en el otro lado! Y ahora se encontraba demasiado débil como para emprender tamaña expedición... y sin embargo no le quedaba otra.
Con ritmo tembloroso inició su largo peregrinaje: nueve kilómetros que podrían resultar eternos. Sus manos acariciaban lentamente las paredes de su celda, buscando una hendidura, una pequeña grieta, cualquier indicio que le hiciera albergar una migaja de esperanza. Iba parándose cada treinta o cuarenta metros para descansar, porque estaba extenuado. Su sangre, cada vez más espesa, renqueaba en su otrora abnegada labor, transportando menos oxígeno a su musculatura, que desfallecía en cada esfuerzo. Apenas había recorrido quinientos metros cuando comprendió que no lo iba a conseguir y tuvo que desistir de su empeño. El agónico viaje de ida y vuelta de dos horas de duración traía como botín el más absoluto de los fracasos.
Dispuesto a no darse por vencido, decidió realizar la inspección en coche, encomendando su salvación a la febril perspicacia de su nebulosa visión. Se arrimó todo lo que pudo a la derecha y comenzó su nueva misión. La monotonía del camino junto con la flaqueza de su cerebro, mermado por la falta de aprovisionamiento, le hacían constantemente perder la coordinación y la concentración, provocando frecuentes bandazos del vehículo, que igual se desviaba a la izquierda que chocaba una y otra vez contra el impávido hormigón que inspeccionaba. A medio camino dejó de conducir porque sintió náuseas. El apetito del día anterior había desaparecido por completo. Sin venir a cuento se imaginó sentado en un restaurante frente a un plato sobre el que descansaba un pollo entero al horno y no pudo reprimir las arcadas. Curiosamente, ni aunque la figurada escena fuera cierta y estuviese hambriento podría haber probado bocado, pues la digestión aumentaría el consumo de agua, y a él ya apenas le quedaba. Agua..., agua...; ¡necesitaba beber! Desesperado, se descalzó e intentó orinar sobre el zapato. Apenas unas gotas. El asco le hizo detenerse unos instantes antes de beber del improvisado vaso. Luego le echó valor porque sabía que era la única posibilidad de prolongar su supervivencia y, como si de un chupito se tratara, bebió todo el contenido de un solo trago. El repugnante sabor a orina, cuero y sudor casi le hicieron devolver lo poquito que había ingerido, aunque afortunadamente pudo controlar el impulso. Aquella simple e insignificante morralla podría prorrogarle la vida unas horas, y cuando se habla de supervivencia cualquier segundo cuenta. Pero necesitaba más agua, bastante más.
Sumamente debilitado, casi sin aliento, su exánime figura apenas podía mantenerse en pie. Le dolía la cabeza, un malestar similar al que se experimenta durante una resaca, como si en lugar de un sorbo de orina se hubiera bebido dos litros de cerveza. Un extraño hormigueo le atormentaba una pierna. La frecuencia cardiaca se le había acelerado y tenía sensación de vértigo. Se daba cuenta de que podía sufrir un desvanecimiento en cualquier instante; por ello decidió tumbarse un rato. Antes extrajo un poco de líquido limpiaparabrisas y, sin beberlo, embadurnó por completo sus labios. Creía haber leído en algún lugar que un náufrago había conseguido sobrevivir en alta mar bebiendo mediante ese sistema, que le había permitido transpirar exclusivamente el agua, mientras la sal quedaba retenida en la superficie de los labios. Desconocía si eso era cierto o no, ni si podría funcionarle a él con ese líquido, pero no había nada que perder en el intento.
No supo determinar el tiempo que permaneció allí tumbado: dos, cuatro, ocho horas..., alternando esporádicos momentos de lucidez con intensos episodios de delirio. Sólo recordaba como cierto el hecho de despertarse con los labios secos y haberse arrastrado hasta el coche para volver a untarse los labios con aquella pegajosa sustancia. Con la razón a la deriva había vuelto a ver al niño enrabietado del parque Vigeland, aunque ya no le inspiró terror; es más, incluso estuvo conversando un rato con él...
Miró su reloj y marcaba las once y cinco de la noche, una simple curiosidad porque en aquel horrible lugar las noches eran iguales a los días. Pensó que sólo faltaban unas horas para certificar la defunción de su última esperanza: el martes no acudirían los malditos trabajadores del servicio de mantenimiento porque ni el lunes había sido festivo ni allí se presentaría jamás nadie a no ser que un accidente de tráfico lo hiciera preciso. Ésa sería la única verdad y estaba condenado a morir sepultado en vida... a no ser que consiguiera encontrar la condenada puerta por donde había entrado. Así que tenía que completar el recorrido como fuera. Sin embargo, dado su debilitado estado, decidió reservar energías y esperar el sombrío amanecer para soltar definitivamente el clavo ardiendo que abrasaba su mustia fe.
Volvió como pudo al vehículo y regresó poco después con un zapato conteniendo líquido limpiaparabrisas suficiente para bañar sus labios varias veces. Sabía que podía resistir hasta la mañana siguiente. Si no lo habían rescatado para entonces —que era lo que seguramente pasaría—, reemprendería la vuelta al túnel en busca de la salvadora recóndita puerta. Si llegaba ese momento no encontraba fuerzas suficientes siquiera para conducir, arriesgaría en beberse el depósito entero del limpiaparabrisas, antes de que le llegara la inconciencia, las convulsiones y el daño cerebral irreparable que le condujera a la muerte.
Se recostó de nuevo a esperar, consumido por la soledad que lo asfixiaba, la espantosa soledad del que espera lo que sabe que nunca va a llegar. Aterrado, comenzó a pensar seriamente la posibilidad de no salir de allí con vida y sintió unas intensas ganas de llorar, mas en esta ocasión pudo reprimirse a tiempo. Iba a luchar hasta el final por salvar su vida, pero si tenía que morir lo haría manteniendo la dignidad hasta el último suspiro, con la frente alta, en paz con Dios y consigo mismo. ¿Con Dios...? ¡Pero si nunca había creído en Dios...! Nunca hasta que conoció a aquella muchacha...
—¿Recuerdas cuando conversamos sobre el presente y el pasado? —le preguntó Noelia la noche en que resolvieron la enrevesada prueba número siete.
—Claro, ¡cómo no!
—Yo te hablaba de la posibilidad de que alguien pudiera trastocar nuestros destinos, que fuera capaz de captar lo que va a suceder... y tú dijiste que entonces actuaría como Dios.
—Lo recuerdo —repitió Samuel—, pero, sinceramente, es difícil compartir la idea de que los destinos de las personas estén predeterminados.
—Créeme, Samuel, es así —insistió Noelia convencida de su teoría—. Es como si la estructura principal de nuestra vida estuviera diseñada; es más, como si fuera de dominio público y figurara grabada en algún formato. ¿Entiendes por qué hay gente capaz de vislumbrar el futuro? De alguna u otra manera ellos pueden acceder a esos archivos.
—No sé, Lucía... Si esos «archivos» existen, los protagonistas seríamos nosotros, es decir, ya habríamos interpretado el guión, ya habríamos vivido...
—¡Exacto! —exclamó Noelia—. Está escrito lo que nos toca vivir, lo bueno y lo malo que se nos presentará en el camino... y entonces tendremos que elegir. Ya hemos visto en un flash lo que será el tronco de nuestras vidas, con las infinitas posibles ramificaciones que pueden llegar a construir nuestros comportamientos, pero no recordamos nada, para que nuestra elección sea libre. Una inmensa telaraña custodia todo lo importante que rodea nuestra vida; sin embargo, en ocasiones la fuerza que atrapa nuestro destino deja escapar hechos banales, intrascendentes. ¿Acaso no has sentido nunca un
dejá vu
, la sensación certera de que has vivido con anterioridad una situación sin importancia? Todo lo que está pasando, ha ocurrido ya. Nuestro destino está escrito..., pero podemos cambiarlo, reconducirlo, si conseguimos captar lo que puede ocurrir si tomamos el camino equivocado. Tenemos la fecha de caducidad terrenal establecida, pero son infinitos los senderos que podemos atravesar hasta llegar a ella.
—Cambiar el destino es cambiar el futuro, ser un poco Dios..., y yo ni siquiera creo en Dios.
—¿No crees en Dios? ¿Y en qué crees? ¿Piensas que todo comienza y se acaba sin más, que el infinito escenario del cosmos no es más que un vertedero sin fundamento ni razón de ser?
—Eso pienso: nacemos y morimos. Punto. Todo lo demás es comerse el coco.
—Tu posicionamiento nihilista ante la vida se ampara en el desconocimiento y se nutre de la comodidad. El hecho de que no veas algo no conlleva su inexistencia. La postura egoísta favorece la ferviente suposición de que no hay nada más allá de lo puramente tangible, para así justificar la falta de compromiso. Pero si buscas en tu interior descubrirás que todo en ti no es materia, que hay «algo» que piensa, sufre, se emociona, ama..., «algo» diferenciado de ese montón de perecederas moléculas; ese «algo» extraordinario eres tú, Samuel, la esencia de tu ser.