Preguntósele a Solón si había dado a los Atenienses las mejores leyes, y respondió:
Les he dado las mejores que ellos podían recibir
[20]
. Respuesta discretísima que debieran oir todos los legisladores. Cuando la sabiduría divina dijo al pueblo judío:
Os he dado preceptos que no son buenos
, quiso decir que su bondad no era sino relativa: esta es la esponja que puede pasarse por todas las dificultades y todas las objeciones que susciten las leyes de Moisés.
Cuando un pueblo tiene costumbres sencillas, las leyes también se simplifican. Según Platón
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:
Radamanto, que gobernaba un pueblo sencillo y religioso, resolvía todos los procesos con celeridad, defiriendo al juramento prestado en cada uno
. Pero Platón agrega
[22]
:
Si el pueblo no es religioso, no se puede hacer uso del juramento sino cuando lo presta quien no sea parte interesada, como juez y testigos
.
Mientras las costumbres de los Romanos fueron puras, no hubo ley alguna contra el peculado. Y cuando empezó a generalizarse este delito, se le tuvo por tan infame que pareció bastante pena la de restituir lo que se había tomado
[23]
; dígalo el juicio de L. Escipión
[24]
.
Las leyes que otorgan la tutela a la madre, atienden principalmente a la conservación de la persona del pupilo; las que la otorgan al pariente más cercano, atienden ante todo a la conservación de los bienes. En los pueblos en que están pervertidas las costumbres es mejor que sea la madre quien tome a su cargo la tutela; en aquellos otros en que las leyes cuentan con la fuerza de costumbres de los ciudadanos, se otorga la tutela al presunto heredero de los bienes, o a la madre o a los dos juntos.
Si se medita acerca de las leyes de Roma, se verá que su espíritu se halla conforme con lo que estoy diciendo. Cuando se hizo la
ley de las Doce Tablas
, eran admirables todavía las costumbres de aquel pueblo. Por lo mismo se daba la tutela al más próximo pariente del pupilo, considerando que debía soportar la carga de la tutela el que podía tener la ventaja en la sucesión. No se creyó amenazada la vida del pupilo aunque estuviese en poder del que le había de heredar si falleciera. Más tarde cambiaron las costumbres, y entonces los jurisconsultos mudaron de opinión. Si en la sustitución pupilar, dicen Cayo
[25]
y Justiniano
[26]
, teme el testador que el sustituído tienda asechanzas al pupilo, puede hacer en testamento abierto la sustitución vulgar
[27]
y escribir la pupilar en la parte del testamento que no haya de abrirse hasta que transcurra cierto plazo. Temores y precauciones que no conocieron los primeros Romanos.
La ley romana permitía las donaciones antes del casamiento, pero no después. Esto obedecía a las costumbres de los Romanos, que eran impulsados a casarse por la frugalidad, la sencillez y la modestia, pero que podían luego dejarse seducir por los cuidados domésticos, las complacencias y la felicidad de toda una vida.
La
ley de los Visigodos
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estatuía que el esposo no pudiera dar a su futura mujer más que la décima parte de sus bienes y que no pudiera hacerle ninguna donación durante el primer año de su matrimonio. Otra consecuencia de las costumbres del país: los legisladores se proponían limitar aquella jactancia española, propensa a excesivas liberalidades por mera ostentación.
Los Romanos evitaron con sus leyes algunos inconvenientes del imperio más duradero de todos, que es el de la virtud; los españoles querían evitar con las suyas los efectos de la tiranía más desagradable del mundo, la de la belleza.
La
ley de Teodosio y Valentiniano
[29]
buscó las causas del repudio en las antiguas costumbres y usos de los Romanos
[30]
. Por eso incluyó entre ellas la acción del marido que castigara a su mujer de un modo indigno de persona honrada
[31]
. En las leyes siguientes se omitió esta causa
[32]
por haber cambiado en esto las costumbres, pues los usos de Oriente habían substituído a los de Europa. A la emperatriz, esposa de Justiniano II, la amenazó el primer eunuco, dice la historia, con el castigo que se aplica a los párvulos en la escuela. Tamaño escándalo no se concibe, a no ser por el influjo de costumbres establecidas o que se quisiera establecer.
Hemos visto cómo las leyes siguen a las costumbres; veamos ahora cómo las costumbres siguen a las leyes.
Las costumbres de un pueblo esclavo son parte de su servidumbre; las de un pueblo libre son parte de su libertad.
He hablado en el
libro XI, capítulo VI
, de un pueblo libre; allí expuse los principios de su constitución. Veamos ahora qué efectos han debido resultar de estos principios, qué carácter formarse y qué maneras.
No diré que el clima no haya producido, en gran parte, las leyes, las costumbres y las maneras de aquella nación, pero sí digo que las costumbres y maneras de la misma deben tener con sus leyes alguna relación.
Como habría en el Estado dos poderes visibles, el legislativo y el ejecutivo, y como cada ciudadano tendría voluntad propia y haría valer su independencia, la mayoría de las gentes sería más partidaria de uno de los dos poderes que del otro, pues pocas personas tienen la equidad y el juicio necesarios para ser igualmepte afectas a los dos.
Y como el poder ejecutivo, disponiendo de todos los empleos, podría favorecer a muchos y dar grandes esperanzas sin infundir temores, todos los favorecidos o halagados se pondrían de su parte, como tal vez lo atacaran los que nada esperasen o nada pretendieran.
Libres las pasiones, aparecerían en toda su extensión la envidia, las rivalidades, el odio, el anhelo de distinguirse y el afán de enriquecerse; de no suceder así, el Estado se parecería al hombre indiferente, vencido por los achaques y ya sin pasiones, por carecer de fuerza y de salud.
Habría, pues, dos partidos; y el odio entre ellos se perpetuaría por su misma impotencia.
Compuestos los dos partidos de hombres libres, si el uno adquiría demasiada superioridad, el efecto de la libertad sería que la perdiera, pues los ciudadanos acudirían a levantar al otro como las manos acuden a ayudar al cuerpo.
Cada particular, en virtud de su misma independencia, obedecería al impulso de sus gustos y de sus caprichos, cambiando de partido cuando se le antojara, abandonando aquel en que se quedaban sus amigos, para agregarse al de sus enemigos; en la nación que pasan estas cosas, a menudo se olvidan las leyes de la amistad y del odio.
El monarca se encontraría en el mismo caso que los particulares, y faltando a las más ordinarias reglas de prudencia, pondría su confianza a veces en los que más le hubieran contrariado, abandonando a los que mejor le habían servido; haría por necesidad lo que otros soberanos hacen por libre elección.
Todos temen que se les escape el bien, que se siente más que se conoce; y como el temor agranda los objetos, el pueblo siempre estará en la inquietud y la duda, creyéndose en peligro quizá en los momentos de mayor seguridad.
Esto sucederá con tanto más motivo, por cuanto los mismos que mayor oposición hicieron al poder ejecutivo, no pudiendo confesar los interesados móviles de su conducta, sembrarían el terror en el pueblo, que jamás sabrá con certidumbre si le amenaza algún peligro o no. Pero esto mismo le haría evitar los peligros verdaderos a que podría verse expuesto con posterioridad.
Entretanto, el cuerpo legislativo, poseyendo la confianza del pueblo y con más luces que él, podría desvanecer las malas impresiones que el mismo pueblo hubiera recibido y calmar su agitación.
Tal sería la ventaja de semejante gobierno comparado con aquellas antiguas democracias, en las que por ejercer el pueblo directamente el poder, se hallaba a merced de los agitadores que con sus discursos lo inquietaban.
Así, cuando los terrores no tuvieran fundamento, sólo ocasionarían vanos clamores e injurias; y aun darían el buen resultado de que no se enmohecieran los resortes del gobierno y el de que estuviesen alerta todos los ciudadanos. Pero si aquellos terrores fuesen consecuencia de trastornos en las leyes fundamentales, engendrarían catástrofes y atrocidades.
En este segundo caso, no tardaría en sobrevenir una calma espantosa durante la cual se reuniría todo contra el poder que violaba las leyes.
Si en el caso de que las inquietudes no tuvieran objeto ni fundamento, surgiera de repente algún peligro exterior, como la invasión o la amenaza de una potencia extranjera, entonces los intereses menores enmudecerían y todos ofrecerían vidas y haciendas al Estado, agrupándose en torno del poder ejecutivo.
Pero si la agitación y la discordia procedieran de haber sido violadas las leyes fundamentales del país, no calmaría los ánimos una amenaza extranjera, sino que habría una revolución, la cual no mudaría la forma del gobierno, porque las revoluciones que hace la libertad son siempre confirmatorias de la libertad.
Una nación libre puede tener un libertador; una nación subyugada no puede tener más que otro opresor; porque el hombre con bastante fuerza para derrocar al que es dueño absoluto del Estado, la tendrá también para ocupar su sitio arrogándose la posesión del poder.
Como para gozar de la libertad es preciso que cada uno pueda decir lo que piensa, y como para conservarla se necesita lo mismo, todo ciudadano en la nación supuesta, diría o escribiría todo lo que las leyes no le prohibieran expresamente decirlo o escribirlo.
Esa nación, enardecida siempre, se dejaría llevar por sus pasiones más que por la razón, ya que ésta no obra nunca tan eficazmente como aquéllas en el espíritu humano; y por consiguiente les sería bien fácil a los gobernantes arrastrarla a empresas contrarias a su interés.
Esta nación amaría su libertad y podría acontecer que en defensa de ella sacrificara intereses y comodidades, aceptara riesgos y peligros, pagara impuestos crecidos, tan crecidos, que un príncipe absoluto no se los exigiría tan fuertes a sus vasallos.
Pero como la nación tendría conciencia de su necesidad, como pagaría tales impuestos con la esperanza de no pagarlos más, la carga sería mayor que el sentimiento, lo contrario de los Estados en que el sentimiento es mucho mayor que el mal.
Tendría un crédito seguro, porque se prestaría y se pagaría a sí misma. Podría suceder que acometiera empresas muy superiores a sus fuerzas naturales, empleando contra sus enemigos riquezas inmensas completamente ficticias, que la índole de su gobierno las haría parecer reales.
Para conservar su libertad, el gobierno tomaría prestado de sus súbditos; y comprendiendo éstos que si fueran conquistados perderían sus créditos, se esforzarían más y más en defenderlo.
Si la nación que imaginamos viviera en una isla, no sería conquistadora, porque las conquistas apartadas la debilitarían; si la isla fuera fértil, lo sería menos, porque no tendría necesidad de conquistar para enriquecerse. Y como ningún ciudadano dependería de otro ciudadano, cada uno haría más por su libertad que por la gloria de algunos o de uno solo.
Se miraría a los guerreros como gentes cuyo oficio podría ser útil a veces y a veces perjudicial, estimándose más las cualidades civiles. Esta nación enriquecida por la paz y la libertad, exenta de preocupaciones destructoras, se inclinaría al comercio. Y en caso de poseer entre las producciones de su suelo algunas de esas a que da valor el arte, podría fundar establecimientos en los cuales no faltaría labor para el obrero y gozaría pacíficamente de su felicidad.
Si esta nación se hallara situada al Norte y produjeran su agricultura y su industria más de lo que necesitase, en el Sur habría países productores de frutos que su clima le negara: y se establecería necesariamente un cambio de productos, un activo tráfico entre unos y otros países; eligiéndose los Estados con los que habrían de celebrarse ventajosos tratados de comercio.
En un Estado, donde por una parte reinara la opulencia y por otra parte fueran los impuestos excesivos, apenas se podría vivir con una fortuna limitada; y habría no poca gente que, so pretexto de cuidar de su salud o de viajar, emigraría de su patria para mejorar su suerte aun a países despóticos.
Toda nación comercial tiene un gran número de pequeños intereses particulares; por lo mismo puede perjudicar de mil maneras, y ser perjudicada. Llegaría a sentir rivalidades profundas, y envidiaría más la prosperidad de otros países que disfrutaría de la suya propia.
Y sus leyes, fáciles, llevaderas, comedidas en todo lo demás, serían tan rígidas en lo tocante al comercio y la navegación, que parecería negociase con enemigos.
Si semejante nación mandara colonias a lejanas tierras, más lo haría por extender su comercio que por llevar a ellas su dominación.
Como es grato llevar a otras regiones lo que cada cual tiene en la suya, se llevaría a las colonias la forma de gobierno; y si esta forma de gobierno lleva consigo la prosperidad, veríamos formarse nuevas y grandes naciones en las selvas mismas que colonizaran.
Podría ser que la nación de que hablamos hubiera subyugado en otra época a una nación vecina, la que, por su situación, la bondad de sus puertos, la naturaleza de sus producciones, provocara la envidia: en tal caso, aunque le hubiera dado sus propias leyes, la tendría en dependencia y en estrecha sujeción, de modo que allí los ciudadanos serían libres, pero no el Estado.
El Estado sometido tendría gobierno civil tan bueno como se quisiera, lo cual no impediría que se viera agobiado por el derecho de gentes, que se le impusieran leyes de nación a nación como a país conquistado, y que su prosperidad sería precaria, un depósito exclusivamente en beneficio del dominador.
Si la nación dominante vive en una isla extensa y tiene un gran comercio, dispondrá de todo género de facilidades para tener fuerzas marítimas; y como la conservación de su libertad la obligaría a no construir fortalezas, ni fortificar ciudades, ni mantener un ejército, necesitaría armar un considerable número de naves que la preservaran de invasiones; su marina sería superior a la de todas las demás potencias, ya que obligadas éstas a invertir sus rentas en las guerras terrestres y en los ejércitos de tierra firme, carecerían de recursos para la guerra naval.