Hemos dicho que los Estados que un monarca despótico conquista deben ser feudatarios. Las historias están llenas de elogios a la generosidad de los conquistadores que han devuelto la Corona a los príncipes vencidos. Los Romanos, pues, eran generosos cuando en todas partes hacían de los reyes instrumentos de servidumbre
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. Era un acto necesario. Si el conquistador incorpora el reino conquistado al suyo, ni los gobernadores que él designe podrán contener a los vasallos ni él a sus gobernadores. Se verá obligado a desguarnecer de tropas su antiguo patrimonio para guardar el nuevo. Todas las desdichas de los dos Estados serán comunes; la guerra civil en el otro. Si, por el contrario, el conquistador le deja o le devuelve el trono al rey legítimo, tendrá en él un aliado que con las fuerzas propias aumentará las suyas. Acabamos de ver al Sah Nadir conquistar los tesoros del Mogol y dejarle el Indostán.
LIBRO XI
De las leyes que forman la libertad política en sus relaciones con la Constitución
CAPÍTULO IDistingo las leyes que forman la libertad política, en lo que se refiere a la Constitución, de las que la forman en lo referente al ciudadano. Las primeras serán materia de este libro; las segundas del siguiente.
No hay palabra que tenga más acepciones y que de tantas maneras diferentes haya impresionado los espíritus, como la palabra
libertad
. Para unos significa la facilidad de deponer al mismo a quien ellos dieron un poder tiránico; para otros la facultad de elegir a quien han de obedecer; algunos llaman
libertad
al derecho de usar armas, que supone el de poder recurrir a la violencia; muchos entienden que es el privilegio de no ser gobernados más que por un hombre de su nación y por sus propias leyes
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. Existe el pueblo que tuvo por libertad el uso de luengas barbas
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. Hay quien une ese nombre a determinada forma de gobierno, con exclusión de las otras. Unos la cifran en el gobierno republicano, otros en la monarquía
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. Cada uno llama
libertad
al gobierno que se ajusta más a sus costumbres o sus inclinaciones; pero lo más frecuente es que la pongan los pueblos en la República y no la vean en las monarquías, porque en aquélla no tienen siempre delante de los ojos los instrumentos de sus males. En fin, como en las democracias el pueblo tiene más facilidad para hacer casi todo lo que quiere, ha puesto la libertad en los gobiernos democráticos y ha confundido el
poder
del pueblo con la
libertad
del pueblo.
Es verdad que en las democracias el pueblo, aparentemente, hace lo que quiere; mas la libertad política no consiste en hacer lo que se quiere. En un Estado, es decir, en una sociedad que tiene leyes, la libertad no puede consistir en otra cosa que en poder hacer lo que se debe querer y en no ser obligado a hacer lo que no debe quererse.
Es necesario distinguir lo que es independencia de lo que es libertad. La libertad es el derecho de hacer lo que las leyes permitan; y si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, no tendría más libertad, porque los demás tendrían el mismo poder.
La democracia y la aristocracia no son Estados libres por su naturaleza. La libertad política no reside fuera de los gobiernos moderados. Pero en los Estados moderados tampoco la encontraremos siempre; para encontrarla en ellos sería indispensable que no se abusara del poder, y una experiencia eterna nos ha enseñado que todo hombre investido de autoridad abusa de ella. No hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación. ¡Quién lo diría! Ni la virtud puede ser ilimitada.
Para que no se abuse del poder, es necesario que la naturaleza misma de las cosas le ponga límites. Una constitución puede ser tal, que nadie sea obligado a hacer lo que la ley no manda expresamente ni a no hacer lo que expresamente no prohíbe.
Aunque todos los Estados tienen en general un mismo objeto, que es conservarse, cada uno tiene en particular su objeto propio. El de Roma era el engrandecimiento; el de Esparta la guerra; la religión era el objeto de las leyes judaicas; la tranquilidad pública el de las leyes de China
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; la navegación era el objeto de los Rodios; la libertad natural era el único objeto de los pueblos salvajes; los pueblos despóticos tenían por único o principal objeto la satisfacción del príncipe; las monarquías su gloria y la del Estado; la independencia de cada individuo es el objeto de las leyes de Polonia, de lo que resulta una opresión general
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.
Pero hay también en el mundo una nación cuyo código constitucional tiene por objeto la libertad política. Vamos a examinar los principios fundamentales de su constitución. Si son buenos, en ellos veremos la libertad como un espejo.
Para descubrir la libertad política en la constitución no hace falta buscarla. Si podemos verla donde está, si la hemos encontrado en los principios ¿qué más queremos?
En cada Estado hay tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas relativas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen qel derecho civil.
En virtud del primero, el príncipe o jefe del Estado hace leyes transitorias o definitivas; o deroga las existentes. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía y recibe embajadas, establece la seguridad pública y precave las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferencias entre particulares. Se llama a este último poder judicial, y al otro poder ejecutivo del Estado.
La libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad; para que esta libertad exista, es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro.
Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente.
No hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.
Todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes; el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares.
En casi todos los reinos de Europa, el gobierno es moderado; porque el rey ejerce los dos primeros poderes dejándoles a sus súbditos el ejercicio del tercero. En Turquía reúne el sultán los tres poderes de lo cual resulta un despotismo espantoso.
En las Repúblicas de Italia en que los tres poderes están reunidos, hay menos libertad que en nuestras monarquías. Y los gobiernos mismos necesitan para mantenerse de medios tan violentos como los usuales del gobierno turco; díganlo, sino, los inquisidores de Estado
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y el buzón en que a cualquiera hora puede un delator depositar su acusación escrita.
Considérese cuál puede ser la situación de un ciudadano en semejantes Repúblicas. El cuerpo de la magistratura, como ejecutor de las leyes, tiene todo el poder que se haya dado a sí mismo como legislador. Puede imponer su voluntad al Estado; y siendo juez anular también la de cada ciudadano. Todos los poderes se reducen a uno solo; y aunque no se vea la pompa externa que descubre a un príncipe despótico, existe el despotismo y se deja sentir a cada instante.
Así los reyes que han querido hacerse absolutos o despóticos, han comenzado siempre por reunir en su persona todas las magistraturas; y hay monarcas en Europa que han recogido todos los altos cargos.
Yo creo que la aristocracia pura, hereditaria, de las Repúblicas de Italia, no responde precisamente al despotismo asiático. La multiplicidad de magistrados suaviza algunas veces la tiranía de la magistratura; los nobles que la forman no siempre tienen las mismas intenciones y, como constituyen diversos tribunales, se compensan los rigores. En Venecia, el
gran consejo
legisla; el
pregadi
ejecuta; los
cuarenta
juzgan. Lo malo es que estos diferentes cuerpos los constituyen personas de una misma casta, de suerte que, en realidad, forman un solo poder.
El poder judicial no debe dársele a un Senado permanente, sino ser ejercido por personas salidas de la masa popular, periódica y alternativamente designadas
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de la manera en que la ley disponga, las cuales formen un tribunal que dure poco tiempo, el que exija la necesidad.
De este modo se consigue que el poder de juzgar, tan terrible entre los hombres, no sea función exclusiva de una clase o de una profesión; al contrario, será un poder, por decirlo así, invisible y nulo. No se tiene jueces constantemente a la vista; podrá temerse a la magistratura, no a los magistrados.
Bueno sería que en las acusaciones de mucha gravedad, el mismo culpable, concurrentemente con la ley, nombrara jueces; o a lo menos, que tuviera el derecho de recusar a tantos que los restantes parecieran de su propia elección.
Los otros dos poderes, esto es, el legislativo y el ejecutivo, pueden darse a magistrados fijos o a cuerpos permanentes, porque no se ejercen particularmente contra persona alguna; el primero expresa la voluntad general del Estado, el segundo ejecuta la misma voluntad.
Pero si los tribunales no deben ser fijos, los juicios deben serlo; de tal suerte que no sean nunca otra cosa que un texto preciso de la ley. Si fueran nada más que una opinión particular del juez, se viviría en sociedad sin saberse exactamente cuáles son las obligaciones contraídas.
Es necesario también que los jueces sean de la condición del acusado, sus iguales, para que no pueda sospechar ninguno que ha caído en manos de personas inclinadas a maltratarle.
Si el poder legislativo le deja al ejecutivo la facultad de encarcelar a ciudadanos que pueden dar fianza de su conducta, ya no hay libertad; pero pueden ser encarcelados cuando son objeto de una acusación capital, porque en este caso quedan sometidos a la ley y por consiguiente la libertad no padece.
Si el poder legislativo se creyera en peligro por alguna conjura contra el Estado, o por alguna inteligencia secreta con los enemigos exteriores, también podría permitirle al poder ejecutivo, por un tiempo limitado y breve, que hiciera detener a los ciudadanos sospechosos, los que perderían la libertad temporalmente para recuperarla y conservarla después, no dejando por lo tanto de ser hombres libres.
Es el único medio razonable de suplir la tiránica magistratura de los éforos y a los inquisidores venecianos, que son no menos déspotas.
Como en un Estado libre todo hombre debe estar gobernado por sí mismo, sería necesario que el pueblo en masa tuviera el poder legislativo; pero siendo esto imposible en los grandes Estados y teniendo muchos inconvenientes en los pequeños, es menester que el pueblo haga por sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo.
Se conocen mucho mejor las necesidades de la ciudad en que se vive que las de otras ciudades, y se juzga mejor la capacidad de los convecinos que de la de los demás compatriotas. Importa pues que los individuos del cuerpo legislativo no se saquen en general del cuerpo de la nación; lo conveniente es que cada lugar tenga su representante, elegido por los habitantes del lugar.
La mayor ventaja de las representaciones electivas es que los representantes son capaces de discutir las cuestiones. El pueblo no es capaz; y este es, precisamente, uno de los mayores inconvenientes de la democracia.
No es preciso que los representantes, después de recibir instrucciones generales de los representados, las reciban particulares sobre cada materia, como se practica en las dietas de Alemania. Es verdad que, haciéndolo así, la voz de los diputados sería la expresión exacta o aproximada de la voz de la nación, pero esto acarrearía infinitas dilaciones, sin contar los demás inconvenientes.
Cuando los diputados, como ha dicho con razón Sidney, representan a la masa del pueblo, como en Holanda, tienen que dar cuenta de sus actos y sus votos a sus representados; no es lo mismo cuando representan a las localidades, como en Inglaterra.
Todos los ciudadanos de los diversos distritos deben tener derecho a la emisión de voto para elegir su diputado, excepto aquellos que por su bajeza estén considerados como seres sin voluntad propia.
De un gran vicio adolecía la mayor parte de las Repúblicas antiguas: el pueblo tenía derecho a tomar resoluciones activas que exigen alguna ejecución, de las que es enteramente incapaz. El pueblo no debe tomar parte en la gobernación de otra manera que eligiendo sus representantes, cosa que está a su alcance y puede hacer muy bien. Porque, sin ser muchos los que conocen el grado de capacidad de los hombres, todos saben si el que eligen es más ilustrado que la generalidad.
El cuerpo representante no se elige tampoco para que tome ninguna resolución activa, cosa que no haría bien; sino para hacer leyes y para fiscalizar la fiel ejecución de las que existan; esto es lo que le incumbe, lo que hace muy bien; y no hay quien lo haga mejor.
Hay siempre en un Estado gentes distinguidas, sea por su cuna, por sus riquezas o por sus funciones; si se confundieran entre el pueblo y no tuvieran más que un voto como todos los demás, la libertad común sería esclavitud para ellas, esas gentes no tendrían ningún interés en defenderla, porque la mayor parte de las resoluciones les parecerían perjudiciales. Así la parte que tengan en la obra legislativa debe ser proporcionada a su representación en el Estado, a sus funciones, a su categoría; de este modo llegan a formar un cuerpo que tiene derecho a detener las empresas populares, como el pueblo tiene derecho a contener las suyas.