Finalmente hablamos de la conversación que tuvimos con Stein en la sala de Libros Raros y Antiguos, de la cual, dice Paul, la policía tomó atenta nota. Mientras habla de Bill, de lo agitado que estaba en la biblioteca, del amigo que acaba de perder, Paul muestra escasas señales de emoción. Aún no se ha recuperado del impacto.
—Tom —dice al final, cuando estamos ya en nuestra habitación—, necesito un favor.
—Por supuesto —digo—. Lo que sea.
—Necesito que vengas conmigo.
Dudo un instante.
—¿Adónde?
—Al museo de arte —dice mientras se pone ropa seca.
—¿Ahora mismo? ¿Por qué?
Paul se frota la frente como aliviando un dolor.
—Te lo explicaré por el camino.
Cuando regresamos al salón, Charlie nos mira como si hubiéramos perdido la cabeza.
—¿A estas horas? —dice—. El museo está cerrado.
—Sé lo que hago —dice Paul, dirigiéndose ya al pasillo.
Charlie me lanza una mirada intensa, pero no dice nada, y yo salgo detrás dePaul.
Cruzando el patio desde Dod, el museo de arte se erige como un viejo palacio mediterráneo. Desde el frente, por donde hemos entrado hace apenas unas horas, parece un edificio achaparrado y moderno con una escultura de Picasso en el jardín delantero que parece una pileta con pretensiones. Cuando uno se aproxima desde el costado, sin embargo, los nuevos elementos ceden su espacio a los más antiguos, bellas ventanas bajo pequeños arcos románicos, tejas rojas que esta noche se asoman bajo una cubierta de nieve. En circunstancias diferentes, sería una foto que a Katie le gustaría tomar.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunto.
Delante de mí, Paul camina arrastrando los pies, abriéndose paso con sus viejasbotas de obrero.
—He encontrado lo que Richard pensaba que estaba en el diario.
Suena como el medio de una idea cuyo comienzo Paul se ha guardado para sí mismo.
—¿El plano?
Niega con la cabeza.
—Te lo mostraré adentro.
Ahora camino poniendo los pies en sus huellas para evitar que la nieve me moje los bajos. Los ojos se me van una y otra vez hacia sus botas. Durante el verano del primer curso, Paul trabajó en la zona de carga del museo, trasladando las exposiciones entrantes y las salientes entre el camión y el edificio. En ese momento las botas eran una necesidad, pero esta noche dejan rastros sucios en el blanco lunar del patio. Paul parece un chico con zapatos de hombre.
Llegamos a una puerta del lado oeste del museo. Junto a la puerta hay un teclado diminuto. Paul teclea su contraseña de auxiliar docente y espera a ver si funciona. Solía dar visitas guiadas en el museo de arte, pero finalmente tuvo que aceptar un empleo en la biblioteca de diapositivas, porque a los auxiliares no se les pagaba.
Para mi sorpresa, la puerta se abre con un bip y un clic débiles como un susurro. Estoy tan acostumbrado al sonido medieval de los pasadores que hay en las puertas de los dormitorios, que casi no lo oigo. Paul me conduce a una pequeña antecámara, una habitación de seguridad supervisada por un guardia detrás de una ventana de vidrio blindado, y de repente me siento preso. Tras firmar un impreso de visita sobre una carpeta con sujetapapeles, y de mostrar nuestras identificaciones universitarias a través del cristal, se nos permite entrar a la biblioteca de auxiliares que hay al otro lado de la puerta siguiente.
—¿Eso es todo? —digo, porque esperaba algo más de control a estas horas.
Paul señala una cámara que hay en la pared, pero no dice nada.
La biblioteca de auxiliares es más bien mediocre —algunas estanterías de libros de historia del arte donados por otros guías como ayuda para la preparación de las visitas guiadas—pero Paul continúa hacia el ascensor de la esquina. Sobre las puertas metálicas hay un gran cartel que dice sólo facultad,
PERSONAL Y SEGURIDAD. ACCESO PROHIBIDO A ESTUDIANTES Y AUXILIARES SIN ACOMPAÑANTES
. Las palabras
estudiantes
y
auxiliares
han sido subrayadas en rojo.
Paul mira hacia otra parte. Saca un llavero del bolsillo y mete una de las llaves en una ranura que hay en la pared. Cuando la hace girar, las puertas de metal se abren.
—¿Dónde has conseguido eso?
Me conduce al ascensor y presiona un botón.
—Es mi trabajo —dice.
La biblioteca de diapositivas le permite el acceso a los archivos del museo. Paul es tan cuidadoso con su trabajo que se ha ganado la confianza de casi todo el mundo.
—¿Adónde vamos? —digo.
—A la sala de imágenes. Donde Vincent guarda algunos de sus carretes de diapositivas.
El ascensor nos deja en la planta principal del museo. Paul me guía ignorando los cuadros que antes me ha señalado una docena de veces: el inmenso Rubens con su Júpiter de ceño oscuro, la inacabada
Muerte de Sócrates
con el viejo filósofo alargando una mano hacia su copa de cicuta. Sus ojos sólo recorren las paredes de la sala cuando pasamos junto a los cuadros que Curry ha traído para la exposición de los miembros del consejo.
Llegamos frente a la puerta de la biblioteca de diapositivas, y Paul saca de nuevo las llaves. Una de ellas entra calladamente en su sitio; ingresamos en la oscuridad.
—Por aquí —dice Paul, apuntando hacia un pasillo de estanterías llenas de cajas polvorientas. Cada caja contiene un carrete de diapositivas. Tras otra puerta cerrada con llave, en una amplia habitación en la que sólo he estado una vez, está la mayor parte de la colección universitaria de diapositivas de arte.
Paul encuentra el grupo de cajas que ha estado buscando, saca una del montón y la deja delante de él en la estantería. Una nota pegada con celo al costado, escrita con letra descuidada, dice mapas: roma. Paul la destapa y la lleva al pequeño espacio abierto de la entrada. De otra estantería saca un proyector y lo conecta a un enchufe que hay en la pared, cerca del suelo. Finalmente, con sólo apretar un botón, una imagen borrosa aparece en el muro de enfrente. Paul ajusta el enfoque hasta que cobra nitidez.
—Vale —digo—. Ahora dime qué hacemos aquí.
—¿Y si Richard tuviera razón? —Dice Paul—. ¿Y si Vincent le hubiera robado el diario hace treinta años?
—Probablemente lo hizo. ¿Qué importa eso ahora?
Paul me pone al tanto.
—Imagina que estás en la posición de Vincent. Richard te dice una y otra vez que el diario es la única forma de entender la
Hypnerotomachia
. Te parece que sólo está fanfarroneando, que no es más que un muchachito graduado en Historia del Arte. Y en ese momento se presenta otra persona. Otro experto.
Paul lo dice con un cierto respeto. Comprendo que se refiere a mi padre.
—De repente, eres tú el que está en el alero. Ambos dicen que el diario es la respuesta. Pero tú te has puesto en evidencia. Le has dicho a Richard que el diario es inútil, que el capitán de puerto era un charlatán. Y más que nada, detestas estar equivocado. ¿Qué haces ahora?
Paul trata de convencerme de una posibilidad que nunca he tenido ningún problema en aceptar: que Vincent Taft sea un ladrón.
—Entendido —digo—. Continúa.
—Así que robas el diario. Pero no logras sacarle nada en claro, porque has estado leyendo la
Hypnerotomachia
de forma equivocada. Sin los mensajes cifrados de Francesco, no sabes qué hacer con el diario. ¿Entonces qué?
—No lo sé.
—No vas a tirarlo —dice, ignorándome—, sólo porque no lo entiendes.
Asiento en señal de acuerdo.
—Así que lo conservas —dice Paul—. En algún lugar seguro. Tal vez en la caja fuerte de tu despacho.
—O en tu casa.
—Correcto. Luego, años después, aparece este chico, y él y su amigo comienzan a hacer progresos con la
Hypnerotomachia
. Más de lo que te esperabas. En realidad, más de los que tú hiciste en tus mejores días. El chico empieza a encontrar los mensajes de Francesco.
—Y tú empiezas a pensar que tal vez el diario sea útil, después de todo.
—Exacto.
—Y no le dices nada al chico, porque entonces éste sabría que lo has robado.
—Pero —continúa Paul, llegando a la conclusión—, supón que algún día llega alguien y lo encuentra.
—Bill.
Paul asiente.
—Bill estaba siempre en el despacho de Vincent, en casa de Vincent, ayudándole con todos los pequeños proyectos que Vincent le obligaba a hacer. Y él sabía lo que el diario significaba. Si se lo hubiera encontrado, no se habría limitado a volverlo a poner en su sitio.
—Te lo habría traído.
—Correcto. Y nosotros fuimos a mostrárselo a Richard. Y Richard se enfrentó a Vincent en la conferencia.
Yo no estoy muy seguro.
—Pero ¿no es más lógico pensar que Taft se habría dado cuenta de que el diario había desaparecido antes de la conferencia?
—Claro. Debía saber que Bill se lo había llevado. Pero ¿cuál crees que fue su reacción cuando se dio cuenta de que también Richard lo sabía? Lo primero que se le habría ocurrido en ese caso hubiera sido ir a buscar a Bill.
Ahora lo entiendo.
—¿Crees que fue a buscar a Stein después de la conferencia?
—¿Estaba Vincent en la recepción?
La tomo como una pregunta retórica hasta que recuerdo que Paul no estaba allí; ya se había ido a buscar a Stein.
—No, yo no lo vi.
—Hay un pasillo que conecta Dickinson con el auditorio —dice—. Vincent ni siquiera hubiera tenido que salir del edificio para llegar allí.
Paul deja que digiera esa información. La hipótesis vagabundea torpemente por mis pensamientos, amarrada a otros mil detalles.
—¿De verdad crees que Taft lo ha matado? —pregunto. En las sombras de la habitación se forma una extraña silueta, Epp Lang enterrando a un perro debajo de un árbol.
Paul fija la mirada en los contornos negros proyectados sobre la pared.
—Creo que es capaz de hacerlo.
—¿Por ira?
—No lo sé. —Pero ya parece haber repasado todos los escenarios posibles—. Escucha —dice—, mientras esperaba a Bill en el Instituto, comencé a leer el diario con más cuidado, buscando todas las menciones a Francesco.
Lo abre. En el interior de la tapa delantera hay una página de notas con el membrete del Instituto.
—Encontré la entrada en la que el capitán de puerto anota las indicaciones que el ladrón copió de los papeles de Francesco. Genovés dice que estaban escritas en un pedazo de papel, y debían formar algún tipo de ruta náutica, algo relacionado con el rumbo que siguió el barco de Francesco. El capitán trató de descubrir de dónde podía venir el cargamento siguiendo el rastro en dirección inversa, partiendo desde Genova.
Cuando Paul desdobla la página, veo un grupo de flechas dibujado junto a una brújula.
—Éstas son las indicaciones. Están en latín. Dicen:
Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste
. Luego dicen
De Stadio
.
—¿Qué es
De Stadio
?
Paul sonríe.
—Creo que ésta es la clave. El capitán se la llevó a su primo, que le explicó que
De Stadio
era la escala que iba con las indicaciones. Quiere decir que las indicaciones deben medirse en estadios.
—No lo entiendo.
—El estadio es una unidad de medida del mundo antiguo basada en la longitud de una carrera de los Juegos Olímpicos griegos. De ahí viene la palabra moderna. Un estadio son, más o menos, ciento ochenta metros, de manera que en un kilómetro hay entre cinco y seis estadios.
—Así que
cuatro sur
quiere decir cuatro estadios hacia el sur. —Luego diez al este, dos al norte y seis al oeste. Son cuatro indicaciones. ¿Te recuerda algo?
Sí: en su acertijo final, Colonna se refería a lo que llamaba la Regla o el Enigma del Cuatro, un sistema que llevaría a los lectores directamente a su cripta secreta. Pero abandonamos la búsqueda cuando el texto mismo se negó a proporcionarnos nada remotamente geográfico.
—¿Crees que es eso? ¿Estas cuatro indicaciones?
Paul asiente.
—Pero el capitán buscaba algo a una escala mucho más grande, un viaje de cientos y cientos de kilómetros. Si las indicaciones de Francesco están en estadios, el barco no podía haber partido de Francia o de Holanda. Debió de comenzar su viaje a menos de un kilómetro al sureste de Genova. El capitán sabía que eso no podía ser correcto.
Noto la emoción de Paul al pensar que ha superado en astucia al capitán.
—Dices que las indicaciones están ahí por otra alguna otra razón.
Apenas si hace una pausa.
—
De Stadio
no sólo significa «en estadios». De también puede significar «desde».
Me mira, expectante, pero la belleza de esta nueva traducción me pasa desapercibida.
—Tal vez las medidas no son sólo de estadios, tal vez no se han medido sólo en esas unidades —dice—. Tal vez se han tomado también desde un estadio. Un estadio puede ser el punto de partida.
De Stadio
puede tener un significado doble: se siguen las indicaciones desde un estadio, un edificio físico, y se siguen en estadios, en esas unidades.
El mapa de Roma proyectado en la pared empieza a estar mejor enfocado. La ciudad está cubierta de antiguos estadios. Colonna la debió conocer mejor que cualquier otra ciudad del mundo.
—Esto resuelve el problema de escalas que tenía el capitán —continúa Paul—. Uno no puede medir la distancia entre países en unos pocos estadios. Pero sí que puedes medir así la distancia en el interior de una ciudad.
Plinio
dice que la circunferencia de las murallas de Roma en el año 75 d.C. era de cerca de veintiún kilómetros. Entre un extremo y otro de la ciudad debía haber veinticinco o treinta estadios.
—¿Crees que eso nos llevará a la cripta?
—Francesco habla de construir donde nadie pueda verla. No quiere que nadie sepa lo que hay dentro. Ésta puede ser la única forma de encontrar la ubicación.
En un instante, me vienen a la memoria meses de especulaciones. Paul y yo pasamos varias noches preguntándonos por qué Colonna construiría su cripta en los bosques romanos, lejos de su familia y sus amigos, pero nunca nos pusimos de acuerdo en nuestras conclusiones.
—¿Y si la cripta fuera más de lo que creemos? —dice—. ¿Y si la ubicación fuera el secreto?
—En ese caso, ¿qué habría dentro? —digo, recuperando la pregunta.
Todo su porte se transforma en frustración.