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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (32 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Tendrá que conformarse —dijo Arturo— con las tierras que le ha quitado a Aelle. De nosotros nada obtendrá.

—Tenemos que exigirle algo —dije, interviniendo por primera vez—, las tierras que nos robó el año pasado. —Tratábase de una franja de buen terreno a orillas del río en la frontera meridional, una zona fértil y rica que corría desde los altos páramos hasta el mar. Había pertenecido a Melwas, el rey de los belgas, vasallo de Dumnonia, a quien Arturo había desterrado a Isca; lamentábamos mucho la pérdida de dicha franja porque suponía un peligroso acercamiento de Cerdic a las ricas propiedades de Durnovaria y permitía que sus naves se situaran muy cerca, a pocos minutos de Ynys Wit, la gran isla situada frente a nuestras costas que los romanos llamaban Vectis. Hacía ya un año que los sajones de Cerdic hacían correrías tremendas en Ynys Wit, y sus habitantes no cesaban de pedir lanceros a Arturo para que protegieran sus propiedades.

—Esas tierras tienen que devolvérnoslas —me apoyó Sagramor. Había dado las gracias a Mitra por devolverle a su mujer sana y salva dejando una espada cobrada en el combate en el templo londinense del dios.

—Dudo —terció Meurig— que Cerdic haya acordado la paz a cambio de ceder tierras.

—Tampoco nosotros nos hemos lanzado a la guerra para ceder terreno —replicó Arturo furioso.

—Pensé, y perdonadme —insistió Meurig provocando un contenido murmullo de protesta en toda la sala por insistir en sus teorías—, pero habéis manifestado, ¿no es cierto?, que no podíais continuar con la guerra por hallaros lejos de casa. Y sin embargo ahora, por una estrecha franja de tierra, ¿estáis dispuesto a arriesgar la vida de todos? Espero no estar comportándome neciamente —chasqueó la lengua para demostrar que había hecho una broma—, pero no alcanzo a comprender cómo es que nos arriesgamos con lo único que no podemos permitirnos.

—Lord príncipe —contestó Arturo con suavidad— si aquí somos débiles, no debemos mostrarlo, porque acabaríamos muertos. No acudimos a la reunión con Cerdic dispuestos a ceder ni un palmo, acudimos con exigencias.

—¿Y si se niega? —inquirió Meurig soliviantado.

—En tal caso, la retirada será difícil —admitió Arturo con calma. Miró por la ventana que daba al patio de armas—. Parece que nuestro enemigo está preparado para recibirnos. ¿Vamos allá?

Merlín se quitó al gato del encima y se levantó apoyándose en la vara.

—¿No os importa si no os acompaño? —preguntó—. Estoy muy viejo para soportar todo un día de negociaciones, tanta bravuconería y tanta ira. —Se sacudió de la túnica los pelos del gato y se volvió lentamente hacia Dinas y Lavaine—. ¿Desde cuándo llevan espada los druidas? —preguntó en tono reprobatorio—. ¿Y desde cuándo sirven a reyes cristianos?

—Desde que decidimos ambas cosas —respondió Dinas. Los gemelos, que eran casi tan altos como Merlín y mucho más corpulentos, le sostuvieron la mirada retadoramente.

—¿Quién os nombró druidas? —preguntó Merlín.

—El mismo poder que te nombró a ti —replicó Lavaine.


¿Y
qué poder es ése? —prosiguió Merlín y, como los gemelos no respondieran, se burló de ellos—. Al menos sabéis poner huevos de zorzal. Supongo que tales triquiñuelas engañan a los cristianos. ¿Siempre convertís su vino en sangre y su pan en carne?

—Utilizamos nuestra magia —dijo Dinas— y también la suya. Ya no estamos en la antigua Britania sino en una Britania nueva con nuevos dioses. Mezclamos su magia con la antigua. Tenéis mucho que aprender de nosotros, lord Merlín.

Merlín escupió en respuesta a tal consejo y después, sin más palabras, salió de la sala. Dinas y Lavaine no se inmutaron por su hostilidad. Poseían un temple extraordinario.

Seguimos a Arturo hasta la gran sala de columnas donde, tal como Merlín había previsto, llovieron bravuconadas y demostraciones de ira, gritos y zalamerías. Al principio, casi todo el alboroto lo armaron Cerdic y Aelle, mientras que Arturo, unas veces sí y otras no, mediaba entre ambos; pero ni siquiera él logró impedir que Cerdic aumentara sus tierras a expensas de Aelle. Se quedó con Londres y ganó el valle del Támesis amén de grandes extensiones de feraces vegas río arriba. El reino de Aelle quedó reducido en un cuarto, pero aun así poseía un reino y se lo debía a Arturo. Sin embargo, no se lo agradeció sino que abandonó la sala tan pronto como terminaron las conversaciones y partió de Londres aquel mismo día como un gran oso herido que se retira a su guarida.

Aelle partió a media tarde y Arturo, conmigo como intérprete, sacó a relucir el tema de los terrenos de los belgas que Cerdic había conquistado el año anterior, y siguió exigiendo la devolución de tales dominios mucho más tiempo del que cualquiera de nosotros habría sido capaz de soportar. No amenazó con nada, se limitó a reiterar su petición una y otra vez hasta que Culhwch cayó dormido, Agrícola bostezaba y yo me cansé de quitarle veneno a las reiteradas negativas de Cerdic. Pero Arturo siguió insistiendo. Intuía que Cerdic necesitaba tiempo para consolidar las nuevas propiedades entregadas por Aelle y manifestó que no dejaría en paz a Cerdic a menos que le devolviera las tierras ribereñas. Cerdic amenazó con enfrentarse con nosotros en Londres, pero Arturo le reveló al fin que acudiría a Aelle en busca de apoyo si había un combate de esa índole, y Cerdic sabía que no podría enfrentarse a ambos ejércitos a la vez.

Era casi de noche cuando Cerdic dio por fin su brazo a torcer. No cedió de buen grado sino que, a regañadientes, manifestó que discutiría el asunto con su consejo privado. Así pues, despertamos a Culhwch y salimos al patio de armas y, desde allí, por una puerta pequeña de la muralla del río, llegamos a un muelle desde el cual contemplamos las oscuras aguas del Támesis. Casi nadie hablaba, aunque Meurig, para irritación general, trataba de aleccionar a Arturo sobre la pérdida de tiempo que suponía hacer demandas imposibles; cuando Arturo se negó a discutir, el príncipe fue callándose poco a poco. Sagramor se sentó con la espalda apoyada en la muralla pasando incansablemente una piedra de afilar por la hoja de su espada. Lancelot y los druidas silurios se situaron aparte: tres hombres altos y atractivos, tiesos de soberbia. Dinas miraba los oscuros árboles de la otra orilla mientras su hermano me miraba a mí profunda e inquisitivamente.

Aguardamos una hora; entonces, Cerdic se acercó a la orilla del río.

—Di esto a Arturo —me espetó sin más preámbulos—, que no confío en ninguno de vosotros y no quiero más que eliminaros a todos. Pero le cedo la tierra de los belgas con una condición. Que Lancelot sea nombrado rey de esas tierras, y no un rey vasallo —añadió— sino un rey con todas las prerrogativas de los reyes independientes.

Me quedé mirando los ojos azul grisáceos del rey sajón. La cláusula me dejó tan perplejo que no dije nada, ni siquiera una palabra para confirmar que había entendido el mensaje. De pronto quedó todo tan evidente... Lancelot había hecho un trato con el sajón y Cerdic lo había ocultado con burlonas negativas durante toda la tarde. No tenía pruebas para demostrarlo pero sabía que no podía ser de otro modo. Cuando aparté la mirada de Cerdic vi que Lancelot me vigilaba con expectación. Él no hablaba la lengua de los sajones pero sabía exactamente lo que Cerdic acababa de decir.

—¡Comunícaselo! —me ordenó.

Traduje a Arturo las palabras de Cerdic. Agrícola y Sagramor escupieron asqueados y Culhwch soltó una breve risotada amarga, pero Arturo se limitó a mirarme a los ojos unos segundos que se me antojaron eternos, y finalmente, asintió con cansancio.

—De acuerdo —dijo.

—Abandonaréis este lugar al amanecer —ordenó Cerdic bruscamente.

—Marcharemos dentro de dos días —respondí sin molestarme en consultar con Arturo.

—De acuerdo —replicó Cerdic, y se alejó.

Y así fue como conseguimos la paz con los sais.

No era la paz que Arturo quería. Él deseaba debilitar a los sajones, que sus naves dejaran de licuar del otro lado del mar alemán y que, en uno o dos años más, hubiéramos expulsado de Britania a los restantes por completo. No obstante, paz hubo.

—El destino es inexorable —me dijo Merlín a la mañana siguiente. Lo encontré en el centro del anfiteatro romano, donde se volvió lentamente mirando las filas de asientos de piedra que se elevaban en un círculo completo sobre el ruedo. Había reclutado a cuatro de mis lanceros, que estaban sentados al pie de las gradas y lo observaban, aunque ignoraban qué debían hacer, igual que yo.

—¿Todavía buscáis el último tesoro? —le pregunté.

—Me gusta este recinto —dijo, pasando por alto mi pregunta y girándose a mirar de nuevo el tendido—. Me gusta.

—Creía que odiabais a los romanos.

—¿Yo? ¿Odiar a los romanos? —preguntó, falsamente ofendido—. ¡Cuánto ruego, Derfel, por que mis enseñanzas no pasen a la posteridad tamizadas por el maltrecho cedazo que das en llamar cerebro! ¡Yo amo a toda la humanidad! —declaró pomposamente—, y hasta los romanos son perfectamente aceptables si permanecen en Roma. Ya te dije que estuve en Roma en una ocasión, ¿no es cierto? ¡Llena de catamites y sacerdotes! Allí Sansum se sentiría como en su propia casa. No, Derfel, lo malo de los romanos fue que vinieran a Britania a estropearlo todo, pero no todo lo que hicieron aquí fue tan malo.

—Por lo menos, esto nos lo dieron —dije, refiriéndome a las doce filas de asientos y a la galería saliente desde la cual los lores romanos contemplarían la arena.

—¡Oh, por favor! Ahórrame el discurso de Arturo sobre calzadas, tribunales, puentes y estructuras. —Escupió la última palabra—. ¡Estructuras! ¿Qué es la estructura de la ley, de los caminos y de las plazas fuertes sino un yugo? ¡Los romanos nos domesticaron, Derfel! Nos convirtieron en tributarios, y de una forma tan inteligente que hasta creemos que nos hicieron un favor. Antiguamente caminábamos junto a los dioses, éramos un pueblo libre, pero agachamos la cabeza ante el yugo romano y nos convertimos en tributarios.

—Entonces —pregunté con paciencia—, ¿qué hicieron de bueno los romanos?

—En algún tiempo —contestó con una sonrisa lobuna— llenaban este ruedo de cristianos, Derfel, y les echaban perros. Claro que en Roma lo hacían convenientemente; les echaban leones. Aunque, a la larga, los leones salieron perdiendo, por desgracia.

—He visto un león dibujado —dije con orgullo.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó, sin tomarse la molestia de disimular un bostezo—. ¿Por qué no me lo cuentas? —Tras cerrarme la boca de tal guisa, sonrió—. Yo he visto un león de verdad, una especie de ser desgastado, nada impresionante. Supongo que no le daban alimento apropiado. A lo mejor le echaban adoradores de Mitra, en vez de cristianos. Fue en Roma, naturalmente. Le di un golpe con la vara y el animal bostezó y se rascó una pulga. También vi un cocodrilo, aunque estaba muerto.

—¿Qué es un cocodrilo?

—Algo semejante a Lancelot.

—Rey de los belgas —añadí con acritud.

—¡Ha sido inteligente! ¿Verdad? —comentó riéndose—. No le gustaba Siluria, y ¿quién se lo puede reprochar? Con ese pueblo tan aburrido y esos valles oscuros... no es lugar para Lancelot, pero el país de los belgas sí que le gustará. Allí el sol brilla, abundan los edificios romanos y, lo que es mejor aún, está cerca de su querida amiga Ginebra.

—¿Eso es tan importante?

—¡Qué insincero eres, Derfel!

—No sé qué significa eso.

—Significa, mi ignorante guerrero, que Lancelot maneja a Arturo a su antojo. Toma lo que quiere y hace lo que le da la gana, y puede, porque Arturo tiene esa estúpida conciencia llamada culpabilidad. En ese aspecto, es muy cristiano. ¿Entiendes una religión que te haga sentir culpable? ¡Qué idea tan absurda! Pero Arturo sería un cristiano ejemplar. Cree que estaba obligado por juramento a salvar Benoic y, como no lo consiguió, creyó haber abandonado a Lancelot; mientras le quede la espina de tal culpa, Lancelot seguirá haciendo de su capa un sayo.

—¿Con Ginebra también? —pregunté; la anterior alusión a la amistad entre Lancelot y Ginebra, no exenta de ciertos tintes obscenos, había despertado mi curiosidad.

—Jamás hablo de lo que no sé —replicó Merlín en tono altanero—. Pero conjeturo que Ginebra se ha cansado de Arturo, y no me extraña. Es una criatura inteligente y le gustan los seres inteligentes; Arturo, por mucho que lo amemos, no es complicado. Sus deseos son simples hasta el patetismo: ley, justicia, limpieza. Desea de verdad que todos sean felices, cosa prácticamente imposible. Ginebra, por el contrario, no es tan sencilla. Tú sí, por descontado.

—Entonces ¿Ginebra qué quiere? —pregunté, pasando por alto el insulto.

—Que Arturo sea rey de Dumnonia, naturalmente; y reinar ella a través de él en toda Britania, pero hasta que eso se haga realidad, Derfel, procura divertirse cuanto le sea posible. —Se le puso cara de maldad al ocurrírsele una idea—. Si Lancelot se convierte en rey de los belgas —dijo riendo—, ya verás como Ginebra de pronto piensa que no le gusta su palacio nuevo de Lindinis. Buscará un lugar mucho más cercano a Venta. Ya me dirás si tengo o no tengo razón. —Chasqueó la lengua otra vez—. ¡Qué listos han sido los dos! —añadió con admiración.

—¿Ginebra y Lancelot?

—¡Qué obtuso eres, Derfel! ¿Quién demonios habla de Ginebra? En verdad que tu gusto por las habladurías raya en la indecencia. Me refiero a Lancelot y a Cerdic, naturalmente. ¡Todo un ejemplo de sutil diplomacia! Arturo se encarga de la guerra, Aelle renuncia a una gran porción de terreno, Lancelot se hace con un reino más adecuado y Cerdic dobla su poder y sitúa a Lancelot de vecino en la costa en lugar de Arturo. ¡Sublime! ¡Cómo medran los malvados! Me gusta comprobarlo. —Sonrió y se volvió en el mismo momento en que Nimue aparecía por uno de los dos túneles que conducían por debajo de las graderías hasta el ruedo. Andaba presurosa por el suelo lleno de hierbajos, con una expresión anhelante en el rostro. Su ojo de oro, que tanto amedrentaba a los sajones, refulgió bajo el sol de la mañana.

—¡Derfel! —exclamó—. ¿Qué se hace con la sangre de toro?

—No lo confundas —dijo Merlín—, esta mañana lo encuentro más necio que de costumbre.

—En Mitra —insistió con vehemencia—. ¿Qué se hace con la sangre?

—Nada —respondí.

—Se mezcla con avena y grasa —replicó Merlín—, y se hacen postres.

—¡Dímelo! —insistió Nimue.

—Es un secreto —respondí cohibido.

Merlín lanzó un silbido al oír la respuesta.

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