El Encuentro (20 page)

Read El Encuentro Online

Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
11.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Un detalle financiero —le dije—. Walthers ha dicho que había rechazado un millón de dólares en bonos para darme esto a mí, así que haz una transferencia de, ah, dos millones a su cuenta ahora mismo.

—Ahora mismo, Robin —Albert Einstein nunca tiene sueño, pero cuando quiere indicar que es más tarde que mi hora de acostarme, es perfectamente capaz de bostezar y desperezarse—. Debería recordarte, sin embargo, que tu estado de salud...

Le dije lo que podía hacer con mi estado de salud. Luego le dije lo que podía hacer con su idea de meterme en el hospital al día siguiente. Tendió sus manos con gracia.

—Tú eres el jefe, Robín —dijo humildemente—. Sin embargo, he estado pensando.

No es cierto que Albert Einstein no pase tiempo pensando. Como se mueve a velocidades de partícula nuclear, el tiempo invertido no resulta perceptible para seres de carne y hueso como yo. A menos de que a él le interese que se note, para conseguir un efecto más dramático.

—Suéltalo ya, Albert. Dilo de una vez.

Se encogió de hombros.

—Es sólo que, en tu precario estado de salud, no me gusta verte excitado sin justificación.

—¡Justificación! ¡Por Dios, Albert! A veces actúas como una máquina estúpida. ¿Qué mejor razón podría tener que haber encontrado un Heechee vivo?

—Sí —dijo, fumando su pipa juiciosamente, y cambió de tema—. Por las lecturas de sensores que estoy recibiendo, Robín, creo que debes estar sufriendo un dolor considerablemente agudo.

—Qué listo eres, Albert.

La realidad de todo aquello era que a la batidora que tenía en mi vientre se le habían alterado las marchas. En aquellos momentos una cuchilla afilada estaba haciendo puré mi intestino, y cada giro que hacía me producía un nuevo dolor.

—¿He de despertar a la señora Broadhead e informarla?

El mensaje estaba en clave. Si despertábamos a Essie para decirle algo semejante, el resultado sería que me echaría sobre la cama, acudiría a los programas médicos y haría que se me aplicasen todas las curas y tratamientos que el Certificado Médico Completo pudiese ofrecer. A decir verdad la idea empezaba a parecerme atractiva. El dolor me daba más miedo que la muerte. La muerte era algo por encima de lo que se podía pasar, mientras que el dolor siempre me parecía interminable.

¡Pero no en aquellos precisos momentos!

—De ninguna manera, Albert —dije—, por lo menos no hasta que me digas lo que te estás callando. ¿Estás tratando de decirme que se me ha pasado algo por alto? De ser así, dime qué.

—Sólo al nombrar, calificar, la percepción de Audee Walthers como de Heechee —contestó, rascándose la mejilla con e mango de su pipa.

Me incorporé de golpe y hube de llevarme una mano a estómago, puesto que el repentino movimiento no había sido una buena idea.

—¿Y puede saberse qué otra cosa podría ser, Albert.

Albert contestó solemnemente:

—Repasemos las evidencias. Walthers ha dicho que la inteligencia que percibió parecía estar frenada, casi parada. Esto concuerda con la hipótesis de que es Heechee, puesto que s cree que están en un agujero negro, en los que el tiempo transcurre más lentamente.

—Bien. Entonces, ¿por qué...?

—Segundo. Los detectó en el espacio interestelar. Esto también parece congruente, pues se sabe que los Heechees tienen esa habilidad.

—¡Albert!

—Por último —dijo con calma, haciendo caso omiso de tono de mi voz—, se detectó una forma de vida inteligente, j aparte de nosotros mismos —me guiñó un ojo— o, diría mejor aparte del género humano, los Heechees son la única forma d vida inteligente que se conoce. Sin embargo —dijo afablemente— el duplicado del diario de vuelo que nos ha traído Walthers nos produce serias dudas.

—Acaba de una vez, ¡maldito seas!

—Por supuesto, Robín. Deja que te muestre los datos —se hizo a un lado dentro de su marco holográfico, y apareció una carta de navegación. En ella se veía una lejana y pálida mancha, y a lo largo del margen derecho danzaban símbolos y cifras—. Fíjate en la velocidad, Robín. Mil ochocientos kilómetros por segundo. Ésa no es una velocidad imposible para algo natural, digamos una condensación producida por las onda frontales de una supernova. Pero ¿te parece normal en une nave Heechee? ¿Por qué estaría yendo tan despacio? ¿Y tu crees verdaderamente que eso parece una nave Heechee?

—No parece nada en absoluto, ¡por el amor de Dios! E. sólo una cosa borrosa. Y además está lejísimos. No puede decirse nada.

La pequeña figura de Albert asintió desde uno de los lados de la carta.

—No, a juzgar por lo que se ve —admitió—, no. Pero he conseguido ampliar la imagen. Hay, por supuesto, otro aspecto negativo. Si ciertamente el original está en un agujero negro...

—¿Qué?

Fingió no haberme entendido.

—Estaba diciendo que la hipótesis de que la fuente o el origen se halle en un agujero negro no es compatible con la ausencia total de rayos gamma o X en aquella región, pues presumiblemente los habría como consecuencia de la caída al interior de polvo y gas.

—Albert —dije yo—, ¡a veces llegas demasiado lejos!

Me dirigió una mirada de honda preocupación. Sé bien que esas miradas o sus presuntos olvidos no son más que pequeñas contribuciones para lograr un mejor efecto. No reflejan ninguna realidad específica, particularmente cuando me mira fijo a los ojos. Los holográficos ojos de Albert no ven más que los ojos de una fotografía. Si me siente, y seguramente puede hacerlo a la perfección, es a través de lentes de cámaras, y de impulsos ultrasónicos y precisadores térmicos de imágenes, ninguno de los cuales se halla alojado en los ojos de la imagen de Albert. Pero hay momentos, a pesar de todo, en que esos ojos parecen llegar al fondo de mi alma.

—Quieres creer que son Heechees, ¿verdad Robin? —me preguntó suavemente.

—¡No es asunto tuyo! ¡Muéstrame la ampliación de esa imagen!

—Muy bien.

La imagen se moteó... se veteó... y se aclaró; y me encontré mirando a una inmensa libélula. Casi era más grande que la pantalla de Albert. Muchas de sus transparentes alas podían adivinarse tan sólo por las muchas estrellas que oscurecían. Pero en el lugar donde se reunían todas las alas había un objeto cilíndrico con puntos de luz que brillaban en su superficie, y parte de aquella luz salía de las mismas alas.

—¡Es un velero! —conseguí articular.

—Sí. Un velero —asintió Albert—. Una nave espacial fotónica. Su único sistema de propulsión es la presión de la luz sobre sus alas desplegadas.

—Pero Albert... Albert, con eso no se debe llegar nunca.

Asintió.

—En términos humanos, sí, es una buena descripción. A su velocidad estimada, un viaje desde, digamos, la Tierra a la estrella más próxima, Alfa Centauro, duraría unos seiscientos años.

—¡Dios mío! ¿Seiscientos años en esa cosa tan pequeña?

—No es pequeña, Robín —me corrigió—. Quizás esté más lejos de lo que tú crees. Mis datos de situación son sólo aproximados, pero mi estimación de la distancia entre punta y punta de ala es de como mínimo cien mil kilómetros.

Sobre la cama de damascos Essie resopló, cambió de postura abrió los ojos para mirarme y me dirigió la palabra en tono acusador:

—¿Aún despierto? —y volvió a cerrar los ojos, sin haberse despertado por completo en ningún momento.

Me recosté, y la fatiga y el sudor se adueñaron de mí.

—Me gustaría estar dormido —dije—. Necesito dejar madurar todo esto durante un tiempo antes de meterme de lleno en ello.

—Claro, Robín. Te diré lo que yo sugiero —dijo Albert con aire astuto—. No cenaste demasiado, así que ¿por qué no te hago un poco de ese delicioso puré de guisantes, o quizá sopa de mariscos?

—Ya sabes qué es lo que me hace dormir a mí, ¿no? —le dije casi riéndome, feliz por haber conseguido que mis pensamientos regresasen a lo mundano—. ¿Por qué no?

Así pues, regresé al comedor. Dejé que Albert se encargase de prepararme un buen ron caliente, y el propio Albert apareció en el marco de la PV junto al aparador para hacerme compañía.

—Muy agradable —le dije al acabarlo—. ¿Qué tal si tomamos otro antes de comer?

—Por supuesto, Robín —dijo jugueteando con el mango de su pipa— ¿Robin?

—¿Sí? —le contesté, alargando la mano para alcanzar la copa.

—Robin —tímidamente—, tengo una idea.

Estaba de buen ánimo para escuchar ideas, así que arqueé un poco una de mis cejas como señal de que podía seguir hablando.

—Walthers me lo sugirió: Institucionaliza lo que hiciste por él. Otorga premios anuales. Como los premios Nobel, o las gratificaciones científicas de Pórtico. Seis premios al año, cada uno de cien mil dólares, cada uno para alguien en un particular campo de la ciencia o el descubrimiento. He preparado un presupuesto —se hizo a un lado y miró hacia un punto concreto del marco donde apareció un claro prospecto— en el que muestro que para un desembolso simbólico de seiscientos mil al año, de los que casi todo se recuperaría a través del ahorro en los impuestos y la participación de un tercero...

—Alto ahí, Albert. No me hagas de contable. Limítate a ser mi asesor científico. ¿Premios para qué?

—Para ayudar a resolver los enigmas del universo —respondió simplemente.

Me recosté y me desperecé, sintiéndome muy relajado y reconfortado.

—Oh, demonios, Albert. Claro que sí. Continúa. ¿Todavía no está esa sopa?

—Ahora mismísimo —respondió prestamente, y así fue. Hundí la cuchara en ella. Era sopa de marisco. Espesa. Blanca. Con mucha nata.

—De todas maneras no acabo de verle la finalidad —proseguí.

—Información, Robín —dijo él.

—Pero yo pensaba que tú tenías todo ese tipo de información.

—Pues claro que sí, en cuanto la publican. Tengo un programa de búsqueda y recopilación de datos que funciona permanentemente, con más de cuarenta y tres mil temas, y en cuanto algo sobre, por ejemplo, transcripción de lenguaje Heechee aparece sea donde sea pasa a formar parte de mi archivo automáticamente. Pero yo quiero todo eso antes de que se publique, e incluso si no se publica. Como el descubrimiento de Audee, ¿entiendes? Los ganadores serían seleccionados por un jurado; me encantaría ayudarte a seleccionar el jurado. Y he propuesto seis áreas de investigación.

Asintió con la cabeza en dirección a la pantalla; el presupuesto desapareció y fue reemplazado por una clara tabulación:

1. Traducción de comunicación Heechee.

2. Observaciones e interpretaciones de la «Pérdida de Masa».

3. Análisis de tecnología Heechee.

4. Mejora del terrorismo.

5. Mejora de tensiones internacionales.

6. Prolongación de la vida con fines altruistas.

—Todas parecen muy atrayentes —le comenté aprobadoramente—. La sopa también está muy bien.

—Sí —respondió—, a los chefs se les da muy bien seguir instrucciones —le miré algo somnoliento. Su voz parecía más suave, no, la palabra quizás sea dulce, que antes. Bostecé, intentando no cerrar los ojos.

—¿Sabes, Albert? —le dije—, no lo había notado antes, pero te pareces un poco a mi madre.

Bajó un poco su pipa y me miró comprensivamente.

—No te preocupes por eso —dijo—. No hay nada por lo que debas preocuparte.

Le miré con un placer somnoliento.

—Supongo que tienes razón —concedí—. Tal vez no es a mi madre a quien te pareces; esas cejas...

—No importa, Robin —dijo amablemente.

—No, ¿verdad? —convine yo.

—A lo mejor tendrías que irte a dormir —concluyó él—

Y me pareció una idea tan buena que eso hice. No en seguida. Sin sobresaltos. Lenta y suavemente; me eché medio despierto y me sentí absolutamente cómodo y absolutamente relajado, sin saber dónde comenzaba mi vigilia o mi somnolencia. Me sentía en medio de una ensoñación, en ese estado en e que uno sabe que se está quedando dormido y no le importa, y el cerebro vaga en libertad. Oh, sí, mi cerebro vagó. Hasta muy lejos. Deambulé por el universo con Wan, alcanzando y entrando en un agujero negro tras otro en busca de algo muy importante para él, y también muy importante para mí, aunque yo no sabía por qué. En todo aquello surgía un rostro que no era el de Albert, ni el de mi madre, ni siquiera el de Essie, el rostro de una mujer de espesas cejas negras...

«¡Vaya», pensé complacido por la sorpresa, «el hijo de perra me ha drogado!»

Y mientras tanto, la enorme Galaxia giraba y diminutas partículas de materia orgánica empujaban a otras partículas de metal y cristales ligeramente menos pequeñas por entre las estrellas, a través del espacio; y los diminutos extremos de materia orgánica experimentaban dolor, desolación, terror y gozo en todas su variadas formas; pero yo continué dormido sin que me importase lo más mínimo. Entonces.

13
LAS PENAS DEL AMOR

Una pequeña porción de materia orgánica llamada Dolly Walthers estaba ocupada experimentando todos estos sentimientos —todos menos el gozo— y otros tales como el resentimiento y el aburrimiento en buena medida. En particular, el aburrimiento, excepto en aquellos momentos en que el sentimiento que dominaba su pequeño y apenado corazón era el terror. Más que ninguna otra cosa, el interior de la nave de Wan era como una cámara de una fábrica totalmente automatizada en la que se hubiese dejado un espacio mínimo para que los seres humanos pudiesen arrastrarse hasta allí para hacer reparaciones. Incluso la brillante espiral dorada que formaba parte del sistema Heechee de conducción era apenas visible; Wan la había rodeado de armarios para almacenar comida. Los enseres personales de Dolly, que consistían básicamente en sus muñecos y provisiones de tampones para seis meses, fueron amontonados en un armarito del pequeño aseo. El resto del espacio le pertenecía a Wan. No había mucho que hacer, ni sitio para hacerlo. Un posible modo de pasar el tiempo era leer. Las únicas cintas que poseía Wan y que eran verdaderamente legibles eran casi todas historias para niños, grabadas para él, según dijo, cuando era pequeño. A Dolly le resultaban extremadamente aburridas, aunque no tanto como el no hacer nada en absoluto. Incluso lavar y cocinar no era tan aburrido como estar sin hacer nada, pero las oportunidades eran limitadas. Algunos olores de guisos hacían salir corriendo a Wan hacia la plataforma de aterrizaje o, con mayor frecuencia, a enfadarse y tomarla con ella. Hacer la colada resultaba fácil, pues tan sólo tenían que introducir sus prendas en una especie de olla a presión que hacía pasar vapor caliente por ellas, pero cuando se secaban, aumentaba la humedad del aire y aquello también era motivo de nuevas riñas y broncas. Él nunca llegó a ponerle la mano encima —bueno, sin contar lo que él seguramente consideraba parte del juego amoroso—, pero la asustaba mucho.

Other books

Never Say Goodbye by Susan Lewis
I Gave Him My Heart by Krystal Armstead
Killing Me Softly by Leisl Leighton
Skin Dive by Gray, Ava
Salvaged Destiny by Lynn Rae
Seeker by Arwen Elys Dayton
A Bit of a Do by David Nobbs
A Path Toward Love by Cara Lynn James
End Zone by Don DeLillo