El Encuentro (2 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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El suyo era un trabajo duro y prolongado. Este particular sujeto era el descendiente de una triple generación encargada de explorar, elaborar mapas y organizar el proyecto del sistema solar. Esperaba que sus propios descendientes continuarían su labor. En eso se equivocaba.

En total, el tenaz trabajo de los Heechees en el sistema solar duró algo más de cien años; y de repente acabó, en menos de un mes.

Se decidió suspenderlo, apresuradamente.

Desde los túneles madriguera de Venus hasta los pequeños puestos de avanzadillas de Dione y del polo sur marciano, pasando por cada uno de los artefactos puestos en órbita, empezó la retirada. Apresurada pero concienzuda. Los Heechees eran unos inquilinos de lo más limpio. Se llevaron consigo prácticamente el noventa y nueve por ciento de las herramientas, máquinas, artefactos, cachivaches y quincallería que habían dado soporte a su vida en el sistema solar, basura incluida. Muy especialmente la basura. Nada quedó atrás por accidente. Y nada en absoluto, ni tan siquiera el equivalente Heechee a una botella de coca-cola o de un kleenex usado quedó sobre la superficie de la Tierra. No imposibilitaron a los colaterales descendientes de los australopitecus el descubrir que los Heechees habían visitado su área. Simplemente se aseguraron de que antes de realizar ese descubrimiento tendrían que aprender a navegar por el espacio. Gran parte de lo que los Heechees se llevaron era desechable y fue arrojado al espacio interestelar o al sol. Parte de ello fue enviado en naves a lugares muy distantes con fines muy concretos. Y todo esto tuvo lugar no sólo en el sistema solar de la Tierra, sino en todas partes. Los Heechees limpiaron el sistema solar de todos sus vestigios. Jamás una viuda entregó a sus sucesores una herencia tan inmaculada.

No dejaron tras de sí prácticamente nada, y nada de lo que dejaron carecía de propósito. En Venus solamente dejaron los túneles básicos y las estructuras de los cimientos, amén de una cuidadosamente seleccionada muestra de artefactos; en los puestos de avanzadilla, apenas unos signos de su paso; y otra cosa.

En cada sistema solar en que había esperanzas de que se desarrollara una raza inteligente, dejaron un grande y misterioso regalo. En el sistema solar de la Tierra se encontraba en el asteroide del ángulo derecho que habían utilizado como terminal para sus naves espaciales. Aquí y allí en remotos y escogidísimos lugares de otros sistemas, abandonaron instalaciones de mayor tamaño. Cada una de ellas contenía el inmenso regalo de una flota de las indestructibles y aún operativas nave Heechees de velocidad supralumínica.

Los vestigios del sistema solar permanecieron en su lugar durante mucho tiempo, más de cuatrocientos mil años, mientras los Heechees se ocultaban en su agujero-núcleo. Los australopitécidos terrestres resultaron ser una fallida tentativa evolutiva, aunque los Heechees no llegaron a saberlo; pero lo primos de los australopitecos se convirtieron en neandertales o cromañones, y luego en ese último capricho evolutivo, e Hombre Moderno. Mientras tanto, las criaturas aladas evolucionaron, aprendieron y dieron con el desafío de Prometeo, y se autodestruyeron. Mientras tanto, dos de las ya existentes sociedades tecnológicas se encontraron y se destruyeron mutuamente. Mientras tanto, seis de las restantes razas prometedora holgazanearon en las aguas estancadas de su evolución; mientras tanto, los Heechees se ocultaron, echando temerosos vistazos al exterior desde su concha Schwarzschild cada pocas semanas de su tiempo, cada pocos milenios del tiempo que volaba afuera.

Y mientras tanto, los vestigios Solares aguardaban, hasta que por fin los humanos dieron con ellos.

Así que los seres humanos se sirvieron de las naves Heechees. En ellas, entrecruzaron la galaxia. Aquellos primeros exploradores eran individuos asustados, desesperados, cuya única oportunidad de escapar a la pegajosa miseria humana era la de arriesgar sus vidas en un viaje de desconocidas coordenadas temporales en dirección a un destino que lo mismo podía hacerles ricos como, más probablemente, difuntos.

Acabo, pues, de repasar la historia de los Heechees en su relación con la humanidad, por entero hasta el momento en que Robin va a dar comienzo a su historia. ¿Alguna pregunta auxiliar?

P. —Z-z-z-z-z.

R. —Auxiliar, no te pases de listo. Sé que no duermes.

P. —Únicamente estoy tratando de dar a entender que te esta costando lo indecible desaparecer de escena, presentador. Y además, sólo nos has hablado del pasado de los Heechees, no de su presente.

R. —Estaba a punto de hacerlo. Es más, voy a hablar a continuación de un Heechee en particular que se llama Capitán (bueno, ése no es su nombre, ya que los hábitos de los Heechees en lo tocante a los nombres no son como los humanos, pero servirá para identificarlo) y que, justo por la época en que se inicia el relato de Robin...

P. —Si es que alguna vez le dejas que lo empiece...

R. —¡Auxiliar, cállate! El tal Capitán es relevante para la historia de Robin porque llegará un momento en que sus vidas se crucen de manera dramática, pero por ahora desconoce todavía por completo la existencia de Robin. Él, en compañía de si tripulación, se prepara para abandonar silenciosamente el lugar donde los Heechees han estado ocultos, en dirección a la amplia galaxia que es nuestro hogar.

Ahora bien, acabo de hacerte un truquito. Si te he presentado al Capitán —¡que te calles, Auxiliar!—, si te he presentado al capitán es porque él es uno de los que secuestraron al cachorro de dientes de sable y construyeron los túneles de Venus. Es ya muy viejo.

Eso no significa, sin embargo, que tenga ya medio millón de años, porque el lugar al que los Heechees corrieron a esconderse es un agujero negro situado en el corazón de la galaxia.

Ahora, Auxiliar, no quiero que vuelvas a interrumpirme, aunque vaya a tomarme cierto tiempo para referirme a un hecho curioso. Este agujero negro en el que han estado viviendo los Heechees, curiosamente los seres humanos lo conocían ya muchos antes de tener noticias de la existencia de los Heechees. De hecho, si retrocedemos hasta 1932, descubrimos que fue la primera fuente de radiación interestelar que se detectó. Hacia finales del siglo veinte, había sido clasificado por interferometría como un agujero negro de enorme tamaño, con una masa equivalente a la de miles de soles y un diámetro de unos treinta años luz. Por aquel entonces se sabía también que se encontraba a treinta mil años luz de la Tierra en dirección a la constelación de Sagitario, que estaba rodeado por un halo de polvo silicatado y que era un potente emisor de fotones de rayos gamma del tipo 511-keV. En la época en que se descubrió el asteroide Pórtico, se sabía mucho más. Se disponía, de echo, de todos los datos de importancia excepto uno. No se tenía ni idea de que estuviera lleno de Heechees. Eso no se supo hasta que se empezó —debería decir hasta que yo empecé— a descifrar las antiguas cartas de navegación Heechees.

P. —Z-z-z-z.

R. —Silencio, Auxiliar. La nave en la que viajaba el Capitán era muy parecida a la que los humanos encontraron en Pórtico. No había dado tiempo a introducir modificaciones en su diseño. Por la misma razón por la que el capitán no tiene medio millón de años de edad: el tiempo pasa despacio en su agujero negro. La única diferencia relevante entre la nave del capitán y cualquiera otra consistía en que la suya llevaba un accesorio.

En la jerga Heechee el accesorio se lo conocía familiarmente como disruptor de orden de sistemas lineales. Lo que podría muy bien traducirse, en la jerga de nuestros pilotos, como «barrena». Era lo que le permitía al capitán atravesar la barrera Schwarzschild que rodea los agujeros negros. No parecía gran cosa, un simple cilindro de cristal retorcido sobre un soporte ébano, pero cuando el capitán lo puso en funcionamiento, fue como una cascada de diamantes. El resplandor diamantino se expandió y rodeo la nave, y le abrió camino a través de la barrera, camino por el que la tripulación se deslizó fuera, al ancho universo envolvente. Y en muy poco tiempo. Según los parámetros del capitán, menos de una hora. Según los relojes del universo exterior, casi dos meses.

El Capitán, un Heechee, no se parecía a los seres humanos. Si acaso, se parecía al esbozo de un dibujo animado. Pero podía pensarse en él como un ser humano, ya que poseía casi todas las características de los humanos: curiosidad, inteligencia, afectuosidad, y todas esas otras cualidades que conozco pero que no he podido experimentar nunca. Por ejemplo: estaba de excelente humor porque se le había permitido incluir entre los miembros de la tripulación a una hembra que podía convertirse en su compañera sexual. (También los humanos lo hacen, en lo que ellos llaman viajes de negocios). Por lo demás, el objetivo de la misión era, por el contrario, muchísimo menos agradable, si uno se detenía a pensar en ello. Cosa que el Capitán no hizo. Le preocupaba tanto como le preocupa a un ser humano el que declaren la guerra de un día para otro; si eso ocurre, es el fin de todo, pero como el tiempo va pasando monótonamente sin que ocurra... La única diferencia es que las órdenes del Capitán no se referían a algo tan inocuo como una guerra nuclear, sino a las últimas razones por las que los Heechees se habían retirado a su agujero negro. Tenía que revisar los artefactos que los Heechees habían dejado tras de sí. Aquellos vestigios no eran accidentales. Eran parte de un plan cuidadosamente preestablecido. Casi podrían considerarse cebos.

Por lo que se refiere al sentimiento de culpabilidad de Robinette Broadhead...

P. —Me preguntaba cuándo volverías a eso. Déjame que te haga una sugerencia: ¿por qué no dejas que sea el propio Robín el que nos lo explique personalmente?

R. —¡Magnífica idea! El cielo sabe que es un experto en el tema. Se abre el telón... ¡Con ustedes, Robín Broadhead!

1
COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS

Antes de que me ampliasen, sentí cierta necesidad que no había experimentado en más de treinta años, razón por la que hice algo que había creído que no volvería a hacer. Practiqué un vicio solitario. Envié a mi mujer, Essie, a que efectuara un par de visitas sorpresa a dos de sus sucursales en la ciudad. Coloqué la orden de «no molestar» en la totalidad de los sistemas de comunicación de la casa. Llamé a mi unidad de actualización de datos (y amigo) Albert Einstein y le di una serie de órdenes que le hicieron fruncir el entrecejo y chupetear su pipa. Al poco —cuando ya la casa estaba tranquila y Albert, reticente pero obediente, se autoesfumó, mientras que yo estaba cómodamente tendido en el diván de mi estudio, con un poco de Mozart que llegaba débilmente desde la habitación de al lado, al tiempo que el sistema de refrigeración de la casa destilaba aroma de mimosas, con las luces semiapagadas —al poco, digo, pronuncié el nombre que no había pronunciado en varias décadas:

—Sigfrid von Shrink, por favor, quisiera hablar con él.

Por un momento llegué a pensar que no acudiría. Pero entonces en el ángulo de la habitación, junto al bar, se hizo una súbita neblina luminosa y un destello, y apareció sentado.

No había cambiado en treinta años. Llevaba un traje oscuro y grueso, de ésos que se ven en los retratos de Sigmund Freud. Su rostro maduro y anodino no había ganado ni una sola arruga, y sus ojos no brillaban menos que antes. En una mano sostenía una libretita y en la otra un lápiz, listos para tomar notas —¡como si aún tuviera necesidad de las notas!— y dijo amablemente:

—Buenos días, Rob. Por lo que veo, estás francamente bien.

—Siempre empiezas tratando de infundirme autoconfianza —le dije, y por su rostro relampagueó un amago de sonrisa.

Sigfrid von Shrink no posee existencia real. No es más que un programa computeracional de psicoanálisis. No tiene existencia física; lo que yo estaba viendo era solamente un holograma, y lo que oía, un sintetizado de voz. En realidad, ni siquiera tiene nombre, ya que «Sigfrid von Shrink» es sólo el nombre que yo le di en la época en que era incapaz de hablarle a una máquina, sin nombre además, de los problemas que me paralizaban.

—Supongo —dijo meditabundo— que la razón por la que me llamas es porque hay algo que te preocupa.

—Estás en lo cierto.

Me miró con paciente curiosidad, tampoco en eso había cambiado. Por esa época yo disponía de mejores programas de los que servirme —bien, en particular de uno, Albert Einstein, tan bueno que rara vez pierdo el tiempo con alguno de los otros— pero Sigfrid seguía siendo bueno de verdad. Me da todo el tiempo que necesito. Sabe que lo que va cuajando en mi interior necesita de algún tiempo para tomar la forma de palabras, por lo que no me mete prisas.

Pero, por el contrario, tampoco me deja divagar y soñar despierto.

—¿Eres capaz de decirme qué es lo que te preocupa en este preciso momento?

—Muchas cosas. Cosas distintas.

—Escoge una —dijo pacientemente, y yo me encogí de hombros.

—Éste es un mundo complejo, Sigfrid. Con la de cosas buenas que han ocurrido, ¿por qué tendrá la gente que...? Oh, mierda. Estoy haciéndolo de nuevo, ¿no es eso?

Parpadeó al mirarme.

—¿Haciendo qué? —me animó.

—Decir una cosa que me molesta, no la cosa que me preocupa. Escapar del meollo del asunto.

—Ésa parece una observación muy perspicaz, Robín. ¿Quieres probar ahora a decirme cuál es el meollo del asunto?

—Quiero hacerlo. Es más, tengo tantas ganas de hacerlo que estoy a punto de echarme a llorar. Llevo sin hacerlo una jodidísima cantidad de tiempo.

—No has sentido la necesidad de llamarme en mucho tiempo —señaló, y yo asentí.

—Exactamente.

Esperó un poco, dándole la vuelta al lápiz entre sus dedos, despacito, de vez en cuando, con esa expresión tan suya de cortés y amistoso interés, sin prejuzgar nada; esa expresión que era lo único de su cara que yo podía recordar entre sesión y sesión, y entonces dijo:

—Por definición, Robín, las cosas que te preocupan en lo más hondo de tu persona son difíciles de expresar. Eso lo sabes. Lo comprendimos juntos, hace años. No debe sorprenderte el hecho de no haber tenido necesidad de verme en todos estos años, puesto que, obviamente, las cosas te han ido bien.

—Sí, realmente bien —asentí—, probablemente mucho mejor de lo que merezco... Oye, ¿no estaré expresando sentimientos de culpabilidad al decir eso?

Sigfrid suspiró, pero no había dejado de sonreír.

—Sabes que prefiero que no me hables como un psicoanalista, Robín.

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