Authors: Frederik Pohl
—Mira eso —dijo ella—. Están maduras y esos muertos de asco ni tan siquiera las recogen.
—¿Te refieres a los colonos que regresan? Pero se pagan el viaje.
—Sí, claro —contestó ella amargamente—. Si no pagan, no hay vuelo. Pero en cuanto regresen tendrán que recurrir a la beneficencia, porque ¿qué otra cosa les queda?
Walthers tomó uno de aquellos frutos jugosos de piel fina.
—No es que te gusten demasiado los que regresan.
Yee-xing esbozó una sonrisa.
—Se me nota a las claras, ¿no? —y la sonrisa se desvaneció—. En primer lugar, no hay nada que les haga volver a casa: si hubiesen tenido una vida decente, no la habrían abandonado. En segundo lugar, las cosas han empeorado mucho desde que se fueron. Hay muchos más problemas con los terroristas. Más fricción internacional. ¡Pero si hay países que están volviendo a formar sus ejércitos! En tercer lugar, no van a sufrir sólo eso; son parte de su causa. La mitad de los individuos que ves ahí estará en un grupo de terror dentro de un mes, o apoyando a uno, que es lo mismo.
Siguieron adelante, y Walthers reanudó la charla con tono humilde:
—Es cierto que he estado mucho tiempo fuera, pero había oído que las cosas se estaban poniendo más desagradables, bombardeos y matanzas.
—¡Bombardeos! ¡Si sólo fuera eso! ¡Ahora tienen el TTP! Tú regresas al sistema Terrestre ahora, y nunca sabes qué va a ser de ti.
—¿TTP? ¿Qué es un TTP?
—Por Dios bendito, Walthers —dijo muy seriamente— pues sí que has estado fuera mucho tiempo. Lo que se llamaba Locura, ¿te acuerdas? Es un transceptor telepático psicoquinético, una de esas viejas cosas de los Heechees. Se sabe que hay más o menos una docena de ellos y los terroristas tienen uno.
—La Locura —repitió Walthers, mientras un recuerdo intentaba abrirse camino a través de su subconsciente.
—Exacto. La Locura —dijo Yee-xing con triste satisfacción—. Recuerdo cuando yo era pequeña en Kanchou que un día llegó mi padre a casa con toda la cabeza ensangrentada porque alguien había saltado desde el piso más alto de la fábrica y ¡cayó justo encima de mi padre! ¡Loco de remate! ¡Y no fue más que obra del TTP!
Walthers asintió sin contestar, con rostro apesadumbrado. Yee-xing, se dio cuenta de su asombro, luego saludó con la mano a los soldados que estaban delante suyo.
—Eso es lo que están protegiendo mayormente —dijo ella—, porque todavía queda uno en el
S. Ya
¡Es demasiado peligroso que haya tantos rondando por ahí! Y pensaron en protegerlos un poco demasiado tarde, porque ahora hay una banda de terroristas que tienen una Heechee Cinco, en el que poseen un TTP, y a alguien que está realmente loco. ¡Que es un lunático vamos! Cuando se mete en esa cosa y uno lo nota en su cabeza es algo realmente espantoso. Walthers, ¿qué es lo que te pasa?
Fue, por supuesto, el abandonado joven Wan quien causó la Fiebre. No quería más que algún tipo de contacto humano, por que se sentía solo. No era intención suya volver loca a casi toda la especie humana con sus pensamientos locos y obsesivos. Los terroristas, por su parte, sabían exactamente lo que estaban haciendo. |
Él se detuvo a la entrada de un pasillo de luz dorada, mientras los cuatro guardias le miraban con curiosidad.
—La Locura —dijo—. ¡Wan! ¡Ésta era su nave!
—Pues claro que sí —dijo la joven frunciendo el ceño—. Oye, ¿no íbamos a comer algo? Sería mejor que fuésemos. —Empezaba a estar preocupada. La mandíbula de Walthers estaba apretada y los músculos de su rostro contraídos. Daba toda la impresión de ser alguien que esperaba recibir un puñetazo en la cara y los guardias, por su parte, habían comenzado a demostrar curiosidad—. Venga, Audee —le suplicó ella.
¡La nave de Wan! Qué extraño. Walthers pensó que no había establecido antes la relación. Pero efectivamente era así.
Wan había nacido en aquella misma nave, mucho antes de que fuese rebautizada como la
S. Ya. Broadhead
, mucho antes de que el género humano supiese que existía... a menos de que se considerase a unos doce remotos descendientes de «Australopithecus afarensis» humanos. Wan era hijo de una prospectara de Pórtico. Su marido se había perdido en una misión y ella misma había quedado atrapada en otra. Fue capaz de sobrevivir a los primeros años de vida del pequeño y luego le dejó huérfano. A Walthers le costaba trabajo imaginar cómo debió ser la infancia de Wan; un niño muy pequeño en aquella nave tan enorme, casi vacía, sin más compañía que la de salvajes y los anales de prospectores fallecidos almacenados en computadoras. Uno de los cuales, no cabía la menor duda, era su propia madre. Era algo digno de conmiseración...
Pero Walthers no podía albergar ninguna compasión. No para Wan, que le había quitado la esposa. Y, por el mismo motivo, no para el Wan que un día encontró la máquina llamada TTP, abreviación de transceptor telepático psicoquinético, como había sido rebautizado por la espesa lengua de la burocracia. El propio Wan lo llamó sencillamente el diván de los sueños y el resto de la humanidad lo había llamado la Fiebre: eran las terribles, nebulosas obsesiones que habían infectado a todo ser humano vivo cuando el estúpido jovenzuelo Wan, al descubrir un lecho, se dio cuenta de que le permitía establecer un cierto contacto con una especie de seres vivos. Ignoraba que el mismo proceso les daba a ellos un cierto tipo de contacto con él, y así sus sueños adolescentes, sus temores y sus fantasías sexuales invadieron diez mil millones de cerebros humanos... Tal vez Dolly hubiese debido darse cuenta, pero era muy pequeña cuando ocurrió todo aquello. No así Walthers. Se acordaba, y ello le daba una nueva razón para odiar a Wan.
No podía recordar aquella periódica locura general demasiado bien y apenas alcanzaba a imaginar lo devastadores que habían sido sus efectos. Ni siquiera trató de imaginar la ociosa y solitaria infancia de Wan allí, sino al Wan actual, navegando por las estrellas en su misteriosa persecución, con la única compañía de la fugitiva esposa de Walthers; aquello, todo aquello, se lo podía imaginar Walthers sin el menor esfuerzo.
De hecho, se pasó toda la hora que le quedaba libre antes de que comenzase su turno imaginándolo, antes de darse cuenta de que estaba revolcándose en autocompasión y humillándose voluntariamente y, al fin y al cabo, aquel comportamiento no era digno de un ser humano adulto.
Llegó a la hora. Yee-xing, allí en la sala de pilotos delante suyo, no dijo nada, pero pareció ligeramente sorprendida. Él le insinuó una sonrisa mientras realizaba el relevo y se dispuso a trabajar.
Aunque el hecho en sí de pilotar la nave no implicaba más que mantener los controles y dejar que volase por sí misma, Walthers se mantuvo ocupado. Su estado de ánimo había cambiado. La enormidad de la nave que tenía bajo sus manos era un reto. Observó a Yee-xing que, totalmente concentrada, manipulaba los controles auxiliares que facilitaban el rumbo y la posición, así como el estado de la nave y todos aquellos datos que un piloto no necesitaba conocer para hacer volar aquella bestia pero que debería molestarse en poder manejar si deseaba llamarse a sí mismo piloto. E hizo lo mismo. Pulsó el dispositivo de rumbo y revisó la posición de la
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, que no era más que una diminuta manchita dorada sobre una estrecha línea azul de mil novecientos años luz de longitud; comprobó que la posición era correcta calculando ángulos en las estrellas indicadores de brillante color rojo, que bordeaban la ruta; frunció el ceño al ver los montones de indicadores con la frase «Prohibido Acercarse», en los que agujeros negros y nubes de gas constituían una advertencia —ninguno de ellos estaba en su camino, al parecer— e incluso consultó el gran mapa Heechee, que representaba toda la Galaxia, con otros miembros del Grupo Local asomando en sus bordes. Varios cientos de cerebros humanos muy brillantes y miles de horas de inteligencia artificial habían sido empleados para descifrar el código de mapas Heechees. Había partes que todavía no se comprendían, y Walthers estudió con el ceño fruncido el puñado de puntos en toda el área en donde los halos multicolores que indicaban «Existencia de Peligro» aparecían por duplicado o triplicado. ¿Qué podía ser tan peligroso como para que los mapas casi lanzasen gritos de pánico?
¡Todavía quedaba mucho por aprender! Y, pensó Walthers para sí mismo, no había sitio mejor para hacerlo que en aquella nave. Su trabajo era tan sólo temporal, por supuesto. Pero si lo hacía bien... si mostraba buena disposición y talento... si conseguía caerle en gracia al Capitán... entonces, pensó, cuando llegasen a la Tierra y el Capitán tuviese que ponerse a reclutar un nuevo Séptimo Oficial ¿qué mejor candidato que Audee Walthers?
Al acabar el turno, Yee-xing cruzó los diez metros que separaban los dos puestos de piloto.
—Como piloto tienes muy buen aspecto, Walthers. Estaba un poco preocupada por ti.
La tomó de la mano y se dirigieron hacia la puerta.
—Supongo que estaba de mal humor —trató de disculparse, y Yee-xing se encogió de hombros.
—La primera mujer después de un divorcio siempre pilla toda la mierda —observó—. ¿Qué has estado haciendo al quedarte solo? ¿Has encendido uno de nuestros programas reductores de cerebros?
Las cartas y los sistemas de navegación Heechees no eran fáciles de descifrar. Para la navegación, el sistema tiene en cuenta dos puntos: el principio y el final del viaje. Toma entonces en consideración todos los posibles obstáculos tales como nubes de polvo o de gas, radiaciones molestas, campos de gravitación, etc., y selecciona puntos de paso seguro ya sea bordeándolos o pasando entre ellos, después de lo cual construye una línea para fijar los puntos y dirige la nave a lo largo de la misma. |
Muchos objetos y puntos de los mapas estaban marcados con señalizaciones de alerta: auras centelleantes, puntos de control. Pronto nos dimos cuenta de que efectivamente tales señales eran con frecuencia advertencias. El problema estribaba en que no sabíamos qué señales eran de aviso o de qué nos advertían. |
—No he tenido necesidad. Sólo he... —Walthers dudó, intentando recordar qué había hecho—. Supongo que sólo he hablado un poco conmigo mismo. El hecho de que tu mujer te pisotee al abandonarte —explicó— es lo que te hace sentirte avergonzado. Quiero decir además de los celos, de sentirte enfadado y de un montón de cosas más. Pero después de estar calentándome los cascos un rato se me ha ocurrido que no había hecho nada de lo que tuviera que sentirme demasiado avergonzado. El sentimiento no me pertenecía a mí, ¿me entiendes?
—¿Y te ha aliviado? —preguntó ella.
—Pues sí, al cabo de un rato. —Y, claro está, el mejor antídoto para el dolor causado por una mujer era otra, pero a él no le parecía bien decírselo al propio antídoto.
—Tendré que acordarme de esto la próxima vez que me sienta melancólica. Bueno, supongo que ya es hora de irse a dormir...
Él negó con la cabeza.
—Todavía es temprano y estoy un poco cargado ¿Qué hay de todas las cosas Heechees? Me habías dicho que conocías un sitio para pasar al margen de los guardias.
Ella se detuvo en medio del pasillo para estudiarlo.
—Está claro que tienes tus altibajos, Audee —le dijo—. Pero, ¿por qué no?
La
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tenía doble armazón. El espacio que quedaba entre ambos era oscuro y estrecho, pero se podía pasar. Así que Yee-xing llevó a Walthers a través de estrechos pasadizos cerca de la piel de la enorme nave espacial, a través de un laberinto de literas de colonos, pasando por la tosca y enorme cocina que los alimentaba, hasta llegar a un espacio que olía a basura y podredumbre, y a una habitación muy amplia y apenas iluminada.
—Aquí están —dijo ella. Había bajado la voz, aunque le había prometido que se hallaban demasiado lejos de los guardias como para que pudiesen oírles—. Pon la cabeza junto a es; especie de canasta plateada, ¿ves dónde señalo? pero no se te ocurra tocarla. ¡Eso es lo más importante!
—¿Por qué es tan importante? —Se quedó mirando a su alrededor a lo que parecía ser el equivalente Heechee de un desván. Había por lo menos cuarenta aparatos en la cámara grandes y pequeños, todos ellos firmemente unidos a la estructura de la propia nave. Los había enormes y los había reducidos de forma esférica con algunas protuberancias que unían sus partes de forma más bien cuadrada que brillaban con los colores azules y verdes del metal. De la malla metálica que Janie Yee-xing le estaba indicando había tres ejemplares, los tres idénticos.
—Es importante porque no quiero que me saquen de esta nave de una patada en el trasero, Audee. ¡Así que pon atención!
—La estoy poniendo. ¿Cómo es que hay tres de éstos?
—¿Cómo es que los Heechees hicieron estas cosas? A lo mejor todas estas cosas no son más que piezas de repuesto. Bueno, éste es el sitio en el que tienes que escuchar. Pon la cabeza cerca de la pieza metálica, pero no «demasiado» cerca. En cuanto empieces a sentir cosas que no salgan de ti, habrás llegado lo bastante cerca. Ya notarás cuándo. Pero no te acerques más, sobre todo no toques, porque esta cosa emite en dos direcciones. En la medida en que te sientas satisfecho, digamos que con una serie de sentimientos generales, no se enterará nadie. Probablemente. Pero si se dan cuenta, el capitán nos echara a patadas, ¿lo entiendes?
—Claro que lo entiendo —dijo Walthers un poco molesto, y colocó la cabeza a unos doce centímetros de la malla metálica. Se volvió para mirar a Yee-xing—. Nada.
—Prueba un poco más cerca.
No le resultaba muy fácil a él mover la cabeza centímetro a centímetro, teniéndola inclinada en un extraño ángulo y sin tener donde cogerse, pero Walthers trató de hacer lo que se le indicaba.
—¡Ya está! —exclamó Yee-xing, mirándole la cara—. ¡Deja de acercarte más!
No respondió. Su mente estaba llena de sensaciones, era un bullicio de sensaciones. Había sueños e ilusiones, y la desesperada falta de respiración de alguien; había una risa de alguien y alguien, o lo que parecía ser tres parejas de alguien, enfrascados en una actividad sexual. Se volvió para mirar a Janie, comenzó a hablar...
Y entonces, de repente, allí hubo algo más.
Walthers se quedó helado. A juzgar por la descripción de Yee-xing, él había esperado una especie de sensación de compañía. La presencia de otra gente. Sus miedos y alegrías, sus anhelos y placeres. Pero, en su mente, siempre pertenecían a humanos.