La garganta es oscura y húmeda, pero es un atajo para llegar al paso que conduce a San Marcelo. Arturo va al pescante, como tantas otras veces. Detrás de él va Piccolino, que está entretenido con los caballos; sólo le interesa el presente, y acoge con agrado cualquier novedad.
Delante del carro cabalga el gran Tiziano, que ha estado de lo más taciturno, aunque Arturo ya sabe que después de San Marcelo el viaje continúa hasta Lucca.
El hombre que cabalga cerrando el pequeño cortejo ha sido más comunicativo. El monje es simpático y elocuente de una manera que Arturo sabe bien que hay que guardarse, porque el viejo maese decía siempre: «Cuanto más se desata la lengua, mayor es la mentira.»
—Giuseppe y yo éramos amigos en otros tiempos —dice Rinaldo cuando hacen un descanso—. Éramos inseparables. Claro que a lo mejor no te ha hablado de esas cosas, ¿verdad?
—No,
signore.
—Lo que era mío era suyo, y viceversa. Y ahora, Arturo, dime, ¿dónde conociste al viejo?
—En Florencia,
signore
. Llovía.
—Vaya, llovía. ¿No temías a la peste?
—Habíamos comido
Armoracia rusticana
. Es buena contra los bubones.
—¡No me digas!
Armoracia rusticana
. Vaya, lo que hay que oír. Pero dime, ¿eres nacido en Florencia?
—No,
signore
, nací en un pueblecito tan pequeño que no tenía nombre.
—¿Te acuerdas de Del Sarto y del terremoto de Gadolfo?
—Sí,
signore
; fue una tempestad terrible.
—¿Sabes para qué has de ir a Lucca?
—No,
signore.
—Para conocer el esplendor del mundo, y vas a estar frente al nuevo obispo de Lucca, que ha expresado su deseo por conocerte. Vaya, no parece que te impresione mucho.
—Creo que preferiría no ir,
signore.
—Ah, pero no puedes hacer eso. No se puede rechazar al obispo de Lucca.
—¿Para qué quiere estar conmigo?
—Quiere tenerte, pequeño cretino; no hay nada en el mundo que desee el venerable padre más que a ti.
—¿Por qué,
signore
?
Rinaldo sonríe y acerca su rostro al de Arturo.
—De te fabula narratur
. La historia habla de ti.
—No lo entiendo.
—Tanto mejor. Aunque me parece que el nuevo obispo se quedará tan decepcionado como el anterior, el que se abrasó. Ésa sí que es una historia, Arturo. No se cansarán de repetirla, tu maese va a ser famoso. Pero dime, ¿no hay nada que quieras contarle a un amigo de Giuseppe?
—Sí,
signore
. Toda esta farmacia, todas las hierbas y recetas, creo que maese quería que yo las heredara. Creo que la mula también. Deseo dárselo todo a usted.
—¿A mí?
—Sí,
signore
, toda la farmacia de Giuseppe.
—Santo cielo, eres muy generoso. He aquí un buen tema para una anécdota —dice, y ríe en voz alta.
Arturo lo mira, redondea los labios y envía al aire un silbido profundo.
La sonrisa del monje se congela, y desde la cabecera del cortejo Tiziano detiene su montura. Están en medio de la garganta. Sobre ellos se ve una franja de cielo azul pizarra, y más adelante vislumbran la pequeña grieta negra que marca la salida del paso.
Tiziano se seca el sudor del rostro. La humedad se ha aliado con el vaho de la tierra y los anfibios del bajo mundo. Viven en las paredes de roca cubiertas de musgo, observan con sus ojos en forma de ventosa, ríen con sus brillantes bocas de lagarto. Sus lenguas son bífidas y anormalmente largas, tienen la mirada adormilada, pero son rápidos como una cobra en cuanto una mariposa color amarillo limón revolotea a su lado. Entonces surge la muerte de sus fauces. La corta vida de las mariposas armoniza con el carillón de las gotas de humedad, porque la garganta es un reloj de arena, cada gota marca el transcurso del tiempo, y ahí, a mitad de camino, toda luz parece desaparecer. La humedad del día es sustituida por un trueno hueco pero aún lejano, que atraviesa la barranca como un cañonazo apocalíptico.
Tiziano se gira y observa a Arturo, que se queda mirándolo con una sonrisa expectante. La boca vuelve a emitir un silbido, que suena como una llamada. Los habitantes del desfiladero parecen reaccionar al sonido. Eso no sienta bien al capitán, que dirige su caballo hacia el carro.
—¡Aquí no hay música que valga! —grita—. ¿Está claro?
Arturo asiente en silencio.
—Vamos a acelerar la marcha —dice Tiziano—. Hay que salir de este infierno.
Van a galope tendido y, aunque la garganta es irregular y está llena de cascajos, las pezuñas martillean el suelo de piedra. Tiziano hace restallar el látigo sobre su cabeza. Durante un breve instante, la quebrada se ve iluminada por un rayo blanco como la nieve que despierta a toda clase de bichos, murciélagos, mariposas, vencejos y golondrinas; reptiles desconocidos brincan como obedeciendo una orden, chillando con toda la fuerza de sus pulmones.
Tiziano mira hacia atrás. Rinaldo ha adelantado el carro, la mula pone los ojos en blanco y salta con la energía que da el miedo. Arturo se aferra al pescante, el pelo negro se pega a la piel blanca, tiembla de frío, fiebre y calor. Lleva colgado a la espalda al niño de pelo trigueño. El carro traquetea, se bambolea y da saltos, amenaza con volcar, pero continúa infatigable, porque el animal ha decidido proseguir hasta reventar.
Cuando finalmente salen, la lluvia cae en tapices sinuosos. Resuena entre las cimas un trueno que parece demasiado grande para el terreno. Rinaldo señala el monte de San Marcelo y la sinuosa cuesta que lleva hasta el convento. Dice que con ese tiempo no van a llegar jamás.
Tiziano mira de reojo al viejo carro. La cubierta rojo pálido ya no está, y el agua de lluvia fluye entre frascos y tarros de ungüentos, varios de ellos rotos; los elixires contra la pérdida de cabello y los remedios para los sarpullidos se mezclan y descubren nuevos preparados desconocidos.
—Llegaremos antes de anochecer —dice el capitán—, y si la mula se derrumba, engancharemos el castrado de Rinaldo al carro, porque hay que terminar la tarea. Este rodeo no me gusta. Se acabaron los descansos y las pausas, seguiremos sin parar. ¿Está entendido?
—Sí,
signore
—responde Arturo, y Piccolino repite las palabras como un pequeño eco obediente.
Tiziano mira a la empapada cabeza rubia y se vuelve hacia Rinaldo.
—Pero no hace falta que tú sigas, hermano: tu misión ha finalizado.
—Capitano
—dice Rinaldo sonriendo—, también yo quiero ver al chico en Lucca, también yo deseo la recompensa de la Iglesia. Hemos viajado mucho. Un monte más o menos no me importa. Con rodeo o sin rodeo.
Arturo, al contrario, está callado, con una tenue sonrisa ensimismada: se halla muy lejos de allí.
—Los idiotas tienen su propio mundo —añade Rinaldo, riendo—. ¿En qué piensas, rapaz?
—En un perro —replica—, un perro que enterraron con esmeraldas y rubíes en un ataúd con herrajes de plata. Había en la comitiva veinte monaguillos y dieciséis sacerdotes. Pero apenas anocheció, los dieciséis curas estaban con el culo en pompa, cada uno con su pala. Pienso también en el sultán de Babilonia, que ordenó estrechar la puerta para que los monjes gordos no pudieran participar en sus comilonas. Y pienso en mi maese en la corte francesa, y en el niño de Polesella, en la esposa desobediente de Copparo, y en la muchacha que enterró la cabeza de su amante en un tiesto de albahaca. Pero en lo que más pienso es en el día en que nos fuimos de Rafael. Aquel día el sol brillaba como sólo lo hace después de llover, exactamente igual que el día en que conocí a maese en Florencia. Le pregunté si era de verdad el comienzo de una aventura, pero no recuerdo qué me respondió.
Rinaldo mira de reojo a Tiziano.
—Va a tener éxito en Lucca —murmura.
Suben trabajosamente. Paso a paso, girando y volviendo a girar. Querrían descansar, beber agua, dar algo de reposo a los animales, pero los animales han de probar el látigo, porque sin látigo no se llega a ninguna parte.
Arturo corre junto a la mula, que, aunque pequeña y flaca, tiene la fuerza de diez hombres y la obstinación de un borrico.
La oscuridad sale de la niebla, que cambia del verde hoja marchita al gris pizarra. Más adelante espera la noche, la noche sin estrellas que convierte el monte en una pared. Ahora sólo se oye el sonido de los caballos y la pelea de las ruedas contra piedras y cascajos.
En la parte trasera, el niño se ha dormido. Rinaldo cuelga de la silla. Los colores tan sanos de antes se han ajado, los ojos no miran a nada. Llevan cabalgando desde el canto del gallo, trepando el monte desde mediodía, pero aún les queda el trecho más largo.
Cuando más densa es la oscuridad, la mula se derrumba. Desaparecen sus patas, las delanteras primero. La lengua sobresale del hocico, y los ojos tienen una expresión demente. Durante un breve segundo, se diría que el animal está buscando algo. Después cae de lado: está muerto.
Arturo le quita los arreos y el tiro. Entre todos empujan el jamelgo y lo echan por la pendiente, donde se lleva un par de arbolitos en la caída antes de perderse de vista.
—Podemos echar el carro por el mismo sitio —propone Rinaldo.
—Pero,
signore
—dice Arturo—, si es la farmacia de Pagamino.
—Farmacia —repite con un gemido—: quedan diez tarros. Cuatro contra la pérdida de memoria y cinco contra la melancolía. No me atrevo a pensar para qué es el décimo.
—Es una universidad —susurra Arturo.
Tiziano echa la cabeza atrás y mira a la cima del monte, donde el convento vela como un enorme coloso.
—Engancha tu caballo al carro —le indica a Rinaldo.
El monje se queda mirándolo.
—No lo dirá en serio, ¿verdad?
—Después continuaremos.
—Pero, capitán Tiziano… —empieza con una sonrisa incrédula.
—No vuelvas a pronunciar mi nombre —dice Tiziano sin alzar la voz, y sin mirar al monje, cabalga hacia Arturo—. Siéntate en el caballo junto con el niño. Rinaldo tiene que marcharse.
El monje agita los brazos.
—Llevamos todo un día de viaje. El agua se nos ha terminado. No puede pedirme que me vaya.
—Entonces quédate.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que puedes hacer lo que se te antoje.
—Pero no tengo agua, y estoy todo el día sin probar bocado.
—Por ese lado no parece faltarte nada; además, el camino es más fácil cuesta abajo que cuesta arriba.
—¿Es ésa la manera de tratar al enviado del obispo?
—Conozco otras formas de tratamiento, hermano Rinaldo. Elige tú mismo.
El monje se apea del caballo y se dirige a Tiziano.
—Además, ¿qué hacemos en esta montaña? ¿A las órdenes de quién estamos,
signore
? ¿Es Giuseppe de Umbría quien encabeza el cortejo? ¿Su palabra la que guía nuestros pasos? O ¿es al cretino a quien obedece el capitán? Porque no comprendo este rodeo, cuando deberíamos estar a mitad de camino del obispado de Lucca.
—Un último deseo es un último deseo.
—Tus palabras regocijarán al Anticristo.
—Cada cosa a su tiempo —susurra Tiziano—. Que sean las últimas palabras que digo en esta cuestión. No me tientes, hermano Rinaldo, no me tientes llevándome la contraria, que ya he cazado ratas antes.
—Entonces nos veremos en el valle —replica, agitando un brazo y haciendo una reverencia—, si ésa es la decisión del capitán.
—Un momento,
signore
—dice Arturo, girando el caballo—. Cuide bien la universidad de Pagamino, cuídelo todo bien.
Rinaldo se suena la nariz con desdén.
—¡Jarabes y sopa de ortigas! —grita—. Como si no los conociéramos. Como si el viejo profanador de tumbas pudiera enseñarme algo. Al fin y al cabo, hemos ido a la misma escuela. Pero da recuerdos en Lucca, Arturo. Esa ciudad va a encantarte.
Tiziano está sentado con la espalda contra la pared rocosa, observando a Arturo, que le da algo líquido al pequeño. El primer sorbo no parece gustar al niño, que hace una mueca y pone cara de desdichado, pero con el siguiente todo va mejor. Arturo es un ama de cría paciente, y se lo toma con calma.
—¿Qué le estás dando?
—El elixir de maese contra la melancolía,
signore.
—¿Das al niño esas cosas?
—Sabe a anís.
Tiziano olisquea el tarro.
—Vino fermentado —murmura—. ¿Qué superchería es ésa?
—Pero funciona,
signore
. Mi maese lo bebía a menudo, y siempre le mejoraba el humor. Consuela como la lluvia, aplaca como el sueño, más dulce que una sonrisa y más suave que el rocío.
—¿Eres idiota, Arturo?
—No,
signore
, sólo cretino.
—Tú sabrás. ¿Tu maese era hereje?
—No,
signore
, aunque sí severo: me hizo tirar del carro durante seis días, después de que yo matara a
Bonifacio.
—¿Bonifacio?
—Nuestro asno.
—¿Pagamino le puso un nombre de Papa a su asno? —Tiziano sacude la cabeza y aparta el tarro—. ¿Fuiste tú quien curó la peste a Del Sarto?
—Sí,
signore
. Utilicé
Armoracia rusticana.
—¿Qué brujería es ésa?
—No es ninguna brujería,
signore
, sino rábano picante. Es bueno contra los bubones.
Tiziano cierra los ojos y suspira.
—¿Cuántos años tienes, Arturo?
—No lo sé,
signore
, pero aún no he terminado de crecer.
—¿Por qué viajabas con Pagamino?
—Era mi maese,
signore
; además, soy huérfano.
Tiziano cierra los ojos y apoya la cabeza en la pared de piedra.
—Hace unos años corría la historia de una mujer de las montañas al norte de Lucca. Una bruja que había tenido un hijo con Satán. ¿Has oído esa historia? La quemaron en la hoguera.
—Sí,
signore
, mi maese me habló de ello. Mi maese quería encontrar a aquel chico; era su mayor deseo.
—¿Por qué?
—Para lograr el último ingrediente que completaba una vieja fórmula.
—¿Con qué objetivo?
—Conseguir la vida eterna,
signore.
Tiziano mira frente a sí.
—Pero ¿para qué diablos la quería?
—No lo sé,
signore
, pero era su mayor deseo.
Tiziano observa a Arturo.