El Embustero de Umbría (45 page)

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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: El Embustero de Umbría
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Fue en busca de agua del río para dar de beber al animal, mientras él tomaba un trago bien merecido del bebedizo contra la melancolía y las depresiones.

«Es triste ver lo cargada de espaldas que está la mula —pensó—. Ahora sólo falta que el bicho ponga los ojos en blanco y tenga que tirar yo de la farmacia.»

Miró al animal a los ojos y le dio una palmada en la cabeza para animarlo.

—Echo de menos a
Bonifacio
—murmuró—, y también a mi pálido alumno; sobre todo a él, porque he meditado sobre una cuestión que puede poner los pelos de punta al más curtido. Cuando repartieron la inteligencia, Giuseppe Pagamino no estaba al final de la cola, pero un anciano siente vértigo cuando muerde una manzana y divisa medio gusano. Y eso es precisamente lo que hice en Florencia. ¿No es así, Arturo?

Subió al pescante.

—Y cuando hayamos devuelto el enano a su madre en San Marcelo, entonces voy a sacarte la piel a tiras, mi singular, por no decir despreocupado, discípulo. Porque acabo de recordar el momento en que te vi por primera vez en la casa de los muertos.

La casa de Florencia es la residencia de un rico y está bien cuidada en todos los sentidos. Incluso los muertos están tumbados, formales y envueltos en sus mortajas con las manos juntas y los ojos cerrados. Un trueno se abate sobre la ciudad. El estruendo es tan potente que los cimientos tiemblan. De pronto lo ve ante sí. Igual que si hubiera llegado con la lluvia; pero no está mojado y tiene la piel blanca, intacta por la intemperie.

Giuseppe miró arriba.

—El recuerdo —murmuró— pocas veces juega con total limpieza. Sobre todo en el caso de nosotros, los viejos, que tenemos que manejar tantos asuntos. Pero lo que se olvida está en alguna parte, y cuando te haces un rasguño, siempre queda la cicatriz.

Oyó su propia voz:

—Pues claro que soy él, salta a la vista. Vamos, ¿quién iba a ser, si no?

Las palabras hicieron círculos concéntricos y se convirtieron en un laberinto.

—Del que tengo que salir.

Encontró una raíz, que se puso a masticar mientras la carreta rodaba por el camino que discurría junto al río.

—¿Por qué prendiste fuego a la casa, Arturo? ¿Quién prende fuego a la casa de sus señores después de que éstos estiren la pata? Es un enigma. Aunque tengo la impresión de que en cuanto resuelves un enigma, aparece otro enseguida.

Guiñó los ojos hacia el cielo, que parecía recién barrido. La luna estaba en cuarto creciente, lo que solía tener un efecto estimulante.

La imagen de Florencia volvió a ser nítida.

¿Qué había dicho la luna acerca de aquella ciudad? «No hay ciudad más bella sobre la verde tierra del Señor; te lo dice alguien que lo ha visto todo.»

¿Pisaría alguna otra vez la ciudad de Florencia? Jamás. Hay sendas que no se deben retomar.

—En relación con eso —pensó en voz alta mientras masticaba la raíz—, en relación con eso hay otra cuestión que se impone; porque ahora el recuerdo se anuncia con velos grises de lluvia torrencial y desgarradores truenos. Llueve a mares. Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Me doy cuenta de que eres idiota. Qué alivio. Salimos. Tú y yo. Miras a la casa de la que procedes. «No pienses más en ellos —te digo—, están con Dios.» Pero de pronto echas a correr a la casa. «Momento! —gritas—. Momento!» Yo muevo la cabeza y miro al sol blanquecino. Exacto, miro al sol blanquecino.

Giuseppe sacudió las riendas.

—Pero caían chuzos de punta —exclamó—, no recuerdo un aguacero peor. Por eso busqué refugio en la casa. Para estar a cobijo. Hasta que salimos y miramos al sol, que brillaba en un cielo sin nubes. Si hubiera diluviado, Arturo, no habrías podido prender fuego a la casa, que ardió más fácil que un papiro egipcio. Me duele la cabeza, tendrás que solucionarlo tú, pequeño cretino. Yo ya te he hecho la pregunta, ahora te corresponde a ti dar una respuesta. Me parece que no he formulado una pregunta tan importante en toda mi vida.

Calló y entornó los ojos. «Mi vista ya no es lo que era —pensó—. Una de dos: o el mundo está desintegrándose o estoy volviéndome ciego.» Pero distinguió una figura algo más allá, y cuando se acercó, pudo ver que era un monje, pero no franciscano. El hombre tenía la capucha puesta y parecía esperar a alguien.

—No podrá ser gratis —murmuró Giuseppe—. Soy demasiado pobre para dar limosna.

—Buonasera, amico
—saludó el desconocido.

—'Sera
—replicó tirando de las riendas.

—¿Tienes sitio para un hermano que lleva muchos días caminando?

Giuseppe suspiró.

—Sí que lo tengo, aunque un par de florines harían el viaje más agradable al dueño de la mula.

El hombre se sentó en el pescante.

—Esto es cuanto tengo —dijo, dejando un par de monedas en la mano extendida de Giuseppe.

—Lo poco tampoco está mal, como dijo el ratón cuando meó en el río.

El carro echó a rodar.

Giuseppe miró de reojo al desconocido, que olía demasiado bien para ser monje; y los anillos que llevaba en los dedos regordetes no indicaban que se ganara la vida mendigando. El hombre alabó la noche de verano y la agradable brisa. Tenía la voz suave y sabía expresarse.

—¿Cuál es tu profesión? —preguntó.

—Soy herborista y médico —respondió Giuseppe—. He estudiado en la Universidad de Salerno.

—¿De verdad? ¿O sea que te dedicas a curar?

—He curado a muchísima gente y he servido en la corte francesa, y también al príncipe de Mirandola.

—¡No me digas!

—Incluso he sido médico de cabecera de la reina en París, donde aún recuerdan mi nombre.

—Sí, ahora reconozco a la lengua zalamera.

Giuseppe volvió la cabeza y tiró de las riendas.

El desconocido se retiró la capucha.

Transcurrió un momento hasta que Giuseppe pudo poner nombre a su pasajero, porque llevaba muchísimos años sin verlo.

—¿Recuerdas a tu viejo amigo, Seppe?

—Sí —susurró—, ahora te reconozco, Rinaldo. Cómo has engordado.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Sería un error.

Rinaldo sonrió.

—No has cambiado nada, Seppe, aunque los años te han hecho huesudo y gris.

—Maldito seas, Rinaldo.

—¡No me digas!

—Me dejaste en la estacada. Destrozaste mi vida. Todo desapareció bajo mis pies.

—¿No estás exagerando un poco?

—Mi reputación, mi respeto hacia mí mismo. Todas las personas que conocía. Hasta mi familia me dio la espalda. Si hubiera tenido un cuchillo…

—¿Qué, viejo?

Giuseppe sacudió la cabeza y tosió.

—Bebe algo de agua, Seppe.

—No quiero tu agua, Rinaldo. No soporto oír tu voz, que me ha martirizado y torturado durante todos estos años. Lárgate, porque por muy humilde que sea este carro, es demasiado elegante para ti.

—Ah, ¿crees que la edad ennoblece?

—Hay más nobleza en mi dedo meñique que en todo tu cuerpo. Y ahora, por segunda vez, te digo que tomes tus monedas y te esfumes.

—Pero, Seppe, no llevo días en ese sitio para que ahora me eches del pescante.

Giuseppe se quedó mirando frente a sí.

—No, claro que no. Raras veces haces algo sin que sea en tu propio beneficio.

El otro sonrió. Tenía la dentadura sana, los ojos claros y las manos bien cuidadas.

«Veo mi propia decadencia mirándolo a él», pensó Giuseppe.

—¿Qué hace uno como tú con hábito de monje? —murmuró.

—Trabajo al servicio de la Iglesia.

Giuseppe asintió en silencio.

—De todas las plagas que azotan al género humano, la tiranía eclesiástica es la peor.

—Cuida lo que dices, tratante. La Iglesia de Roma nunca se ha equivocado, y según las Escrituras jamás lo hará. Pero ¿por qué teorizar?

—Cierto, es una pérdida de tiempo, Rinaldo. Veo por tus dimensiones que ya no cavas.

—Sólo en busca de la verdad.

—Si la encontraras, no la reconocerías.

—Pero tú sigues cavando, Seppe. Se te nota en los dedos. Y tendrás la espalda destrozada de tanto andar entre cadáveres, ¿no?

—No me quejo, porque tuve un buen maestro.

—Tu memoria te gasta una mala pasada.

—¿Cuántas veces habremos estado en el mismo pescante, ocupados en nuestro trabajo nocturno? ¿Quién llevaba la voz cantante? ¿Quién dio la primera paletada?

—Y ¿quién sigue hundido en la tierra hasta la cintura?

—Sí, Rinaldo, ahora eres rico y gordo, pero no podía esperarse otra cosa.

—La vida me ha tratado bien. Si lo he merecido, es algo que sólo Dios sabe.

—Debe de estar verdaderamente avergonzado de ti.

—Me ha hecho un hombre acaudalado, Seppe. ¿Qué eres tú?

—Soy más pobre que un campesino; pero en Damasco dicen que ser rico es como ser la cola de una rata.

Rinaldo echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

Giuseppe cerró los ojos, convencido de que cuando los abriera, el otro se habría desvanecido igual que un mal sueño. Porque no había ninguna explicación lógica para su presencia allí.

—Debo de haberme dado un golpe en la cabeza —murmuró.

—Pues sí, eso parece. ¿Te has caído, viejo?

—Sí, me he caído en el bosque. Pero he vuelto a levantarme. Exacto, he vuelto a levantarme, porque he vivido milagros y terremotos, y una enorme dicha humana. Las noches bajo las estrellas de Túnez con la tripa llena. He visto la hermosura de El Cairo y he sido invitado en el principado de Mirandola, donde me he divertido con sortijas y joyas, collares y florines. He cantado serenatas a la luna y me he bañado en el Arno. ¿Puede compararse tu vida con todo eso, Rinaldo? No, no puede, o sea que haz el favor de largarte: tú y yo no tenemos cuentas pendientes.

—Ah, en eso te equivocas.

—Lo sospechaba.

De pronto Rinaldo se puso serio.

—Al contrario que yo —susurró—, eres muy famoso.

—Ah, ¿sí?

—Sí, tu nombre suena por ahí. No hay más que preguntar.

—Y ¿tú has preguntado?

—Si no, no estaría aquí.

—El viaje acaba en este punto, Rinaldo: baja.

—Tienes razón, viejo, el viaje ha acabado. —Tomó las riendas de las manos de Giuseppe y detuvo el carro—. Te buscan, Pagamino.

Giuseppe miró vacilante el rostro de Rinaldo. La nariz afilada, los ojos negros, los labios carnosos. Entonces oyó el ruido de cascos de caballos.

—¿Qué misión tienes, Seppe?

—¿Qué misión tienes tú, Rinaldo?

El otro hundió la cabeza.

—Tenemos amistades comunes —dijo.

Giuseppe volvió la vista para determinar de dónde provenían los jinetes.

Rinaldo arqueó las cejas.

—¿No huele ya a quemado? ¿Ves cuál es tu destino?

—¿Estás al servicio del obispo, Rinaldo? Sí, claro que estás al servicio del obispo; sois de la misma camada, estáis hechos del mismo patrón. Os encargáis del mandato supremo de la Iglesia, es decir, de atemorizar a la gente corriente. No hay medio mejor que el miedo, y ya se sabe que la Iglesia tiene el monopolio de la muerte. Os encontráis a gusto en ese trono. Que os aproveche.

Una tenue sonrisa frunció los labios de Rinaldo.

—Mi señor es ciertamente un hombre poderoso; pero el tuyo, Seppe, lo es más aún.

—Yo no tengo señor —murmuró, mirando a los cinco jinetes que salían al lindero del bosque.

Rinaldo saludó a los soldados de Lucca y después se giró hacia Giuseppe.

—Dinos: ¿adónde vas, mercachifle?

—Viajo camino de Rafael —murmuró—, pero creo que no va a ser posible.

—¿Qué hay en Rafael?

—En Rafael está el Paraíso.

—Ah, Pagamino quiere ir al Paraíso. ¿Te dejarán entrar?

—La última vez que estuve me dejaron.

Rinaldo sacudió la cabeza.

—No has cambiado en nada. O sea que el embustero quiere ir al Paraíso.

—Si es que me aceptan. Pero no parece que vaya a suceder. Claro que tampoco eres tú quien vende las entradas.

—Créeme —susurró Rinaldo—, he venido a ayudarte, viejo amigo.

—No esperaba menos —murmuró—: Dios da nueces al desdentado.

Dos de los soldados se acercaron al carro.

Rinaldo les hizo una seña con la cabeza y echó el brazo sobre los hombros de Giuseppe.

Está tumbado entre frascos y botellas, recetas y libros. Hay ungüentos para las heridas y polvos para el estreñimiento, fórmulas contra la melancolía y para los fallos de memoria. Un surtido abundante. Así como dos palas, reparadas de cualquier manera. Toda una vida. Está de lado, porque tiene las manos atadas a la espalda. Fuera se oye una conversación breve. Es Rinaldo quien lleva la voz cantante, pues está al mando.

Vuelve a aparecer.

—Seppe —susurra—, es posible que pueda hacerte un favor. Lo que te espera puede dulcificarse si muestras voluntad de colaborar. Los señores soldados están impacientes, pero ya les he dicho que no necesitan recurrir a la violencia; al fin y al cabo nos conocemos. —Baja la cabeza hasta ponerla a la altura de Giuseppe—. Dinos dónde está.

—¿Quién?

—El chico con quien viajas.

—Está en Viareggio.

—Mientes.

—¿O sea que miento? Bueno, pues así será. Entonces debe de estar en Gadolfo.

Rinaldo le coloca una mano bajo la nuca.

—Los soldados han encendido una hoguera —musita—. Tienen mucha experiencia en poner el hierro tan candente que casi se funde.

—No se me dan bien esas cosas.

—Ya lo sé, Seppe: nunca has sido un valiente.

—Tampoco un héroe; por eso hacíamos tan buena pareja. ¿No puedes encargarte de que esto termine rápido, en nombre de nuestra vieja amistad?

—Tal vez sí. Pero tenemos que saber dónde está el muchacho.

—¿Para qué? Es un cretino que no ha hecho mal a nadie. ¿Qué queréis de él?

—Es fuente incesante de rumores, Seppe. Él y sus milagros.

—Pero si no realiza milagros… Haz caso a uno que lo conoce.

—Hay otros métodos, aparte del hierro candente.

Giuseppe cierra los ojos, aparece la imagen de Arturo y Piccolino. Mira de reojo a los tarros que no se han roto cuando lo han echado en el carro. Uno de ellos contiene una disolución que es buena para provocar el vómito, pero mortal si se administra en dosis demasiado grandes. Incluso ha examinado a su alumno en esa hierba, cuyo nombre en latín es
Cicuta virosa
. La cuestión es cuánto recuerda Rinaldo de lo que aprendió de joven.

En ese momento está hablando con los soldados.

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