Una incómoda quietud, que podría haber sido confundida con la paz, se instaló en la Galia, pero por debajo la red druídica estaba muy ocupada, instando, persuadiendo, discutiendo, sugiriendo.
Yo tenía conocimiento de todo ello. Desde el gran bosque en el corazón de la Galia les orientaba, llevando a cabo mi juego invisible y desesperado contra la crueldad y la astucia de Cayo Julio César.
Uno de los visitantes más asiduos del bosque era Riommar, jefe druida de los senones. Como yo mismo, era joven para su cargo, un hombre con talento y vigor, entregado a la protección de su tribu. Sus adivinos habían visto portentos que le preocupaban y le hacían dejar de lado los resentimientos que su pueblo pudiera abrigar con respecto al mío por el asunto del sacrificio de los prisioneros senones llevado a cabo tanto tiempo atrás. Tales acciones eran corrientes y ambos las comprendíamos. En cambio, la amenaza que representaba César era diferente, y Riommar lo bastante juicioso para darse cuenta de que estaba por encima de las rivalidades tribales.
¡Ah, si los reyes tuvieran la misma prudencia!
A instancias mías Riommar había advertido a Cavarinus, rey de los senones, de que no asistiera al consejo de César. Cavarinus estaba engatusado por las riquezas de Roma, pero Riommar se las había ingeniado para asustarle con atroces augurios.
—Es un éxito temporal —me dijo en el bosque—. Cavarinus está demasiado impresionado por César. Tuvo el apoyo romano para derrocar a nuestro rey anterior, Moritasgus, y ocupó su lugar en el alojamiento del rey en Vellaunodunum.
—Ésa ha llegado a ser una historia familiar en la Galia —comenté—. Pero Moritasgus sigue vivo, ¿no es cierto?
—Así es.
—Más afortunado que algunos —murmuré, pensando en el arvernio Celtillus—. Estaríais mejor si volviera a ser vuestro rey, Riommar. Él no os pondría en las manos de los romanos como temo que podría hacerlo Cavarinus.
Riommar asintió, su rostro ensombrecido por la preocupación.
—Estamos viviendo tiempos difíciles.
—La incorporación de los senones a la confederación de la Galia libre nos reforzaría mucho —le sugerí.
—Cavarinus nunca...
—No, pero sin duda Moritasgus lo haría. Debe de odiar a César.
—Si Cavarinus fuese asesinado, los romanos sospecharían. No quiero que mi tribu esté bajo su escrutinio como lo ha estado la tuya desde la muerte de Tasgetius.
—No estaba pensando en un asesinato directo —le aseguré a Riommar—. Ése es el método romano y, como he aprendido, hay que evitarlo. Existen otros sistemas, más antiguos y mejores. Métodos druídicos.
Intercambiamos una mirada de entendimiento.
—Confío en la sabiduría del Guardián del Bosque —dijo Riommar—. Buscamos tu ayuda porque Cavarinus no debe ser el rey de nuestra tribu. Cómo elijas ayudarnos es cosa tuya.
—Nada es gratuito. Por cada cosecha obtenida de la tierra hay que hacer una ofrenda. Si usamos el poder del bosque para ayudarte, a cambio debes usar tu influencia para persuadir a Moritasgus y los demás príncipes de los senones para que se unan a la confederación gala y sigan a Vercingetórix en la batalla contra César cuando llegue el momento.
—De acuerdo.
—¿Y qué me dices de los que ahora son más leales a Cavarinus?
Caminábamos por el bosque, puesto que el embarazo de Briga estaba cerca de su final y había demasiadas mujeres en mi alojamiento. En las ramas desnudas de los árboles los prietos brotes nuevos aguardaban el momento de abrirse a la vida.
Riommar se agachó y cogió un puñado de guijarros amarillentos de la tierra blanda y marrón. Los lanzó al aire y cayeron formando un diseño. La mayoría cayeron juntos, pero unos pocos resbalaron y rodaron, apartándose de los demás.
—La mayoría seguirá a Moritasgus —dijo Riommar—. Algunos seguirán su propio camino. Somos un pueblo libre.
—Sí, lo somos, pero si hemos de seguir siéndolo, ¿a cuántos podemos permitir que sigan su propio camino? César no concede semejante individualidad a aquellos a los que domina.
Riommar no pudo responder a mi pregunta.
Cuando el jefe druida de los senones hubo partido hacia la fortaleza de la tribu en Vellaunodunum, envié un mensaje a Rix; pronto podríamos añadir a los senones a la confederación.
En el bosque empezamos a llevar a cabo una potente magia contra Cavarinus. No dudaba de que sería eficaz si éramos capaces de poner en juego toda la fuerza del bosque sagrado. Pero requeriría tiempo, y no nos quedaba demasiado.
Leyendo los signos y portentos, estudiando las entrañas, entrando en comunión con los espíritus del agua y el viento, nuestros vates previeron el futuro. Keryth me informó de lo que habían averiguado.
—Incluso en los días de sol más brillante, una sombra cae sobre la tierra de los carnutos, Ainvar. Es la sombra de un águila. Antes de que la rueda de las estaciones haya vuelto a girar de nuevo, el águila atacará.
Riommar me envió un mensaje reconfortante. Cavarinus, el rey de los senones, estaba atravesando un período de salud muy precaria. Los príncipes Acco y Moritasgus se hacían cargo discretamente de sus responsabilidades, con la anuencia de la mayoría de la tribu, hasta que el rey se restableciera.
Mientras esta noticia me regocijaba, Briga dio a luz a una niña.
Nunca había imaginado que podría tener una hija. Los hombres sólo pensamos en hijos varones. Cuando se lo dije así, Briga se rió.
—Sabía que era una niña antes de que mi vientre empezara a hincharse, Ainvar. Sulis y Damona me lo dijeron.
Una niña. Una niña tan pequeña que temía tocarla, con el cráneo largo y rizos húmedos y oscuros arracimados alrededor de la carita rojiza. A primera vista vi que sería más encantadora que cualquier mujer que los carnutos hubieran visto jamás.
Los druidas saben esas cosas.
Qué increíble era que el empuje de mi virilidad se hubiera transmutado, a través de la magia de Briga, en una frágil hembra de largas pestañas y orejas diminutas y arrugadas. Un espíritu al que yo llegaría a conocer y amar estaba albergado en aquel ser en miniatura.
Si Cayo César hubiera aparecido en la puerta de mi alojamiento en aquel instante, le habría estrangulado con mis propias manos a fin de hacer del mundo un lugar más seguro para mi hija.
No se presentó, y así pude entregarme a la contemplación despaciosa de mi hija. No se nos conceden muchos momentos similares.
Crom Daral me sorprendió al traer un regalo para la niña.
—Para la hija de Briga —recalcó, como si yo no hubiera participado lo más mínimo en su creación.
Permanecía torpemente en el umbral, sujetando algo en el puño cerrado y tratando de atisbar el interior del alojamiento.
—¿Quieres entrar y verla, Crom? —le pregunté, sintiéndome orgulloso y magnánimo.
—Oh..., no..., yo..., sólo dile a Briga que he traído esto.
Depositó un objeto en mis manos y se marchó a toda prisa.
Al mirar descubrí que se trataba de su brazalete de oro, símbolo de un guerrero. Era como si yo me hubiese desprendido de mi túnica con capucha.
El regalo no era apropiado para una niña y, desde luego, no lo era para mi hija. No sabía cómo reaccionar.
—¿Qué es, Ainvar? —me preguntó Briga desde el jergón, donde yacía alimentando al bebé.
Sulis le había dado un brebaje de crema y especias para estimular su lactancia.
—Crom Daral ha traído un regalo erróneo —le dije apresuradamente.
—Es muy propio de Crom —se limitó a decir ella.
Lakutu se adelantó para ver lo que sujetaba. Enseguida reconoció el brazalete de guerrero. Su hijo, Glas, tenía el de su padre.
—Buen amigo —comentó—. Te da oro.
—Ha sido un error. Más tarde se lo devolveré.
Guardé el brazalete en el cofre de mis pertenencias y pronto otros acontecimientos desviaron mi atención. Como la imagen de piedra que en otro tiempo el Goban Saor talló para Menua, el regalo de Crom Daral quedó olvidado por la presión de las preocupaciones cotidianas.
Tras la muerte de Indutiomarus, los hombres de su clan siguieron acosando a los romanos en el norte. Ambiorix de los eburones se les unió. César marchó a las tierras de los tréveros y tendió un puente sobre el Rin, a fin de poder amenazar a las tribus germánicas que se habían aliado con Indutiomarus. No se atrevió a adentrarse más en los oscuros bosques germanos. Los germanos no se dedicaban a la agricultura y allí no había grano con que alimentar a las tropas. Sin embargo, César tomó rehenes y devastó la tierra, como tenía por costumbre.
* * * * * *
En medio de esta brutalidad, César nos sorprendió totalmente al enviar a Vercingetórix unas joyas germanas como «regalos de amistad». Rix estaba perplejo y azorado. En ello vi un ejemplo de la duplicidad calculadora del romano.
Tras haber intimidado una vez más a los germanos, César cruzó de nuevo el Rin y atacó a Ambiorix.
Entretanto los nervios, los menapios y los aduatucos también habían tomado las armas contra los romanos. César libró contra ellos una implacable guerra de agotamiento. Riommar me informó que el príncipe Acco de los senones les daba su apoyo y también estaba estimulando a los hombres de la tribu para que se integraran en la confederación de la Galia libre. Riommar me comunicó con satisfacción que estaba teniendo un gran éxito entre los dirigentes de los senones.
Entonces los romanos rodearon a las fuerzas de Ambiorix en el bosque de las Ardenas, el mayor de toda la Galia. Un príncipe de los eburones se envenenó con tejo para evitar que le hicieran prisionero, pero Ambiorix huyó. Enfurecido por haber perdido a su presa, César declaró criminal a aquel valiente jefe y puso precio a su cabeza para atraer a los chacales.
Muchas de las tribus pequeñas del norte se apresuraban frenéticamente a ponerse a salvo. Enviaron mensajeros a César para rechazar toda conexión con los enemigos del romano. De hecho, varios individuos de la mayoría de las tribus se abrían paso hacia César insistiendo en que eran sus amigos y denunciando con vehemencia a otros a los que deseaban que el romano castigara.
Algunos carnutos fronterizos acudieron a él, como supe entristecido. Pero recordé a Riommar y sus piedras y lo acepté. Cada uno de nosotros actúa de acuerdo con su naturaleza, e incluso el hombre más valiente puede ser incapaz de enfrentarse a la posibilidad de que maten a su mujer y sus hijos y devasten su tierra.
Por la mera diferencia numérica, César acabó con la resistencia en las tierras belgas. Lo que sus hombres no comieron o violaron, lo quemaron. Ahora tanto los senones como los parisios y los carnutos recibían un alud de refugiados, los cuales contaban cosas terribles.
A lomos de un caballo espumante, un mensajero de Vellaunodunum llegó al Fuerte del Bosque.
—Riommar desea que sepas que César ha convocado otro consejo de los reyes de la Galia. Cavarinus de los senones se propone asistir, a pesar de su enfermedad.
Comprendí la situación. Mi respuesta debía estar cuidadosamente formulada, a fin de que Riommar supiera lo que quería decir, pero nadie más pudiera acusarme de conspiración. Ahora había demasiados espías en acción y hasta el mensajero de semblante más sincero era sospechoso. Las monedas de César tintineaban en muchas bolsas galas.
—Vuelve enseguida al lado de Riommar y asegúrale que el poder del gran bosque se está concentrando sobre la salud del rey de los senones —le dije.
Mientras el mensajero se alejaba galopando en un caballo fresco, celebré consultas con Aberth y Sulis.
En el bosque sacrificamos una docena de reses blancas con crines negras y mezclamos su sangre con tres clases de veneno. Encendimos una hoguera utilizando leña empapada en la sangre. Los druidas cantaron. Obedeciendo nuestra orden, el viento viró hacia Vellaunodunum, llevando los espíritus del veneno a Cavarinus.
Alguien le advirtió. Aunque estaba débil, Cavarinus logró arrastrarse hasta un caballo. Junto con un pequeño grupo de sus seguidores más leales huyó hacia César, pero nuestros esfuerzos fueron recompensados por el éxito. Apenas había abandonado Vellaunodunum cuando los senones eligieron por rey a Moritasgus.
El nuevo rey de los senones no asistió al consejo de César. Tampoco lo hicieron, por supuesto, ni Nantorus ni ningún representante de los tréveros.
En una atrevida marcha hasta el mismo límite territorial de los senones, algunos hombres de César capturaron al príncipe Acco y le llevaron encadenado ante su jefe. César declaró a Acco enemigo de Roma e instigador de conspiraciones entre los enemigos de Roma, y fue torturado lentamente hasta morir. Algunos de los senones que habían acompañado por su propia voluntad a Cavarinus se quedaron tan consternados al ver esto que huyeron, temerosos de que pudieran acusarles de participación secreta en los planes de Acco.
En la estación de la cosecha, César planteó desmesuradas exigencias de grano a las tribus norteñas. Entonces, satisfecho porque ahora estaban demasiado acobardadas para ofrecer resistencia, regresó al Lacio, dejando dos legiones acampadas a fin de pasar el invierno en las fronteras de los tréveros, dos más entre los lingones y seis legiones completas al otro lado del río Sequana, en el territorio de los senones.
Antes de abandonar la Galia dio un paso más, uno que no podía pasarme desapercibido. Envió a Cayo Cita, oficial romano con rango de caballero, a Cenabum, provisto de instrucciones para hacerse con toda la cosecha de trigo de los carnutos.
Si César estaba preparando suministros para sus ejércitos en el centro de la Galia libre, eso sólo podía significar una cosa. Nosotros seríamos los siguientes. Las predicciones de nuestros adivinos eran exactas.
Envié un mensaje urgente a Vercingetórix, pidiéndole que se reuniera conmigo en un lugar lo bastante alejado para que no pudieran enterarse los romanos.
—En cierto modo me alegro de que haya llegado el momento —le dije a Briga—. La espera es más dura que la acción. Ahora no sólo sabemos lo que debemos esperar, sino cuándo.
—La guerra —dijo ella, en el tono en que las mujeres pronuncian la palabra—. Vas a reunirte con Vercingetórix para planear una gran guerra. ¿Cuándo volveré a verte? —Entonces se animó—. ¡Lo sé! ¡Iré contigo, Ainvar! No nos separaremos.
—El viaje a caballo será duro. Es mejor que te quedes aquí. Nuestra hija es todavía muy pequeña y te necesita.
Ella se echó a reír.
—¡Pero estamos perfectamente a salvo!