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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (7 page)

BOOK: El dragón en la espada
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Los perros acuáticos eran tan juguetones como nutrias, y seguían al barco a prudente distancia cuando se internaba en aguas más profundas (aunque éste nunca flotaba libre por completo), ladrando y brincando para apoderarse de los restos de comida que les arrojaban sus habitantes.

No tardé mucho en darme cuenta de que ni el casco ni sus ocupantes eran especialmente siniestros, si bien su actual gobernante y sus basureros mayores resultaban bastante desagradables. Habían aprendido a vivir con la suciedad de las chimeneas y estaban acostumbrados al hedor de aquel lugar, pero parecían muy alegres y cordiales, una vez se aseguraron de que no pretendíamos hacerles el menor daño y no éramos «sabandijas de los pantanos», un término vago que describía a cualquier persona carente de casco natal, declarada fuera de la ley por crímenes diversos, o que hubiera optado por vivir en tierra. A veces, formaban bandas y atacaban cascos si tenían la oportunidad, o raptaban a gente de los barcos, pero no me dio la impresión de que todos fueran malvados o merecieran ser perseguidos. Averiguamos que la orden de matar a toda la gente que viviera en tierra y destinar sus cadáveres a los contenedores había sido dictada por el capitán barón Armiad.

—Como resultado —nos dijo una mujer que raspaba un pellejo de animal—, ningún habitante de tierra comercia ya con el
Escudo Ceñu
do.
Nos vemos obligados a saquear lo que podemos del fondeadero o depender de lo que consigan arrebatar los basureros mayores a las sabandijas de los pantanos.

Descubrimos que una forma rápida de desplazarse por la ciudad consistía en utilizar los pasadizos elevados tendidos entre los mástiles. Así nos ahorrábamos el tiempo que tardábamos en recorrer las tortuosas callejuelas, y no nos perdíamos. Los mástiles contaban con una escalerilla permanente y rejas de protección que los recorrían de arriba abajo, de modo que existían pocas posibilidades de perder pie y precipitarse sobre los edificios de la cubierta.

Nos topamos con un grupo de jóvenes de ambos sexos que, sin duda, eran nobles, aunque no vestían muy bien e iban casi tan sucios como la plebe. Nos localizaron cuando estábamos cruzando el techo de una torreta. Intentábamos echar un vistazo a la popa del barco y a sus monstruosos timones, que se utilizaban para frenar y dar la vuelta, hundiéndose con frecuencia en el barro. Del grupo se destacó una joven de ojos brillantes, que frisaría en los veinte años y vestía un gastado traje de piel muy semejante al de Von Bek. Fue la primera en presentarse.

—Soy Bellanda-naam-Folfag-ig-Fornster —dijo, colocando el gorro sobre el corazón—. Queríamos felicitaros por vuestro enfrentamiento con Mopher Gorb y sus recogedores. Se han acostumbrado en exceso a perseguir parias medio muertos de hambre. Esperamos que lo sucedido ayer les sirva de lección, aunque no estoy segura de que la gente de su ralea sea capaz de aprender.

Nos presentó a sus dos hermanos y a los demás amigos.

—Parecéis estudiantes —dijo Von Bek—. ¿Hay alguna universidad a bordo?

—Sí —contestó ella—, y asistimos cuando se abre, pero desde que nuestro nuevo capitán barón tomó el poder, no se fomenta demasiado el estudio. Desprecia profundamente lo que él llama ocupaciones menores. Desde hace tres años se estimula poco a artistas e intelectuales, y casi todos han abandonado nuestro casco. Los que pudieron marcharse del
Escudo Ceñudo,
por poseer habilidades o conocimientos apetecidos por otros cascos, ya se han ido. Nosotros sólo contamos con nuestra juventud y nuestras ganas de aprender. Existen pocas esperanzas de cambiar de fondeadero, al menos durante mucho tiempo. Ha habido peores tiranos en la historia de los cascos, peores fomentadores de guerra, peores imbéciles, pero no es agradable saber que eres el hazmerreír de todo el reino, que ninguna persona decente de otro barco querrá casarse contigo, ni siquiera ser vista en tu compañía. Sólo logramos comunicarnos un poco en la Asamblea, pero guardando las formas y por escaso tiempo.

—Y si abandonarais el barco sin más... —empezó Von Bek.

—Exacto, nos convertiríamos en sabandijas de los pantanos. Únicamente nos queda la esperanza de que el actual capitán barón se caiga entre los rodillos o muera de cualquier otro modo lo antes posible. Confío en no parecer presuntuosa, pero es un
arrivista
de la peor especie.

—¿Aquí no se heredan los títulos? —pregunté.

—Sí, pero Armiad depuso a nuestro anterior capitán barón, Nedau. Era su senescal, y llegó a asumir muchas responsabilidades de mando, como suele ocurrir cuando un gobernante sin hijos envejece. Estábamos preparados para elegir a un nuevo capitán barón entre los familiares directos de Nedau. Por ejemplo, estaba emparentado con mi madre por la rama de los Fornster. Por otra parte, el tío de Arbrek —señaló a un joven pelirrojo, tan tímido que su rostro entró en competición con su cabello— era señor de los Rendeps, y tenía un Vínculo Poético con el, a la sazón, mandatario. Por último, el Doowrehsi de los Monicanos Piadosos poseía derechos de sangre más estrechos, aunque en los últimos años se había convertido en un solitario, célibe y erudito. Todos ellos entraban en la votación. Entonces, obcecado por su senilidad (no pudo tratarse de otra cosa), nuestro capitán barón exigió un Desafío de Sangre. Esta ceremonia no se celebraba desde las Guerras de los Cascos, hace muchísimos años, pero todavía sigue vigente en la Legislación del Mástil y tenía que dársele satisfacción. Nunca averiguamos por qué Nedau desafió a Armiad, pero supusimos, que le había incitado en este sentido, tal vez mediante un insulto grave, o amenazándole con revelar su secreto. Armiad, por supuesto, aceptó el Desafío de Sangre y ambos combatieron en el pasadizo colgante principal, tendido entre los grandes mástiles medios. Todos presenciamos el duelo desde abajo, siguiendo una tradición que ya se había olvidado, y si bien el humo ocultó los momentos finales del combate, no cupo la menor duda de que Nedau fue alcanzado en pleno corazón antes de caer desde treinta metros o más a la plaza del mercado. Y así, porque nunca se derogó una vieja ley, nuestro nuevo capitán barón es un tirano grosero e ignorante.

—Sé algunas cosas de los tiranos —dijo Von Bek—. ¿No es peligroso que expreséis tales sentimientos en voz alta y en público?

—Tal vez, pero me consta que es un cobarde. Además, está preocupado porque los otros capitanes barones no quieren saber nada de él. No le invitan a sus celebraciones. No le visitan en nuestro casco. De hecho, ya no asistimos a las reuniones de cascos. Sólo nos queda la Asamblea anual, en la que todos deben congregarse y no se permiten disputas. Sin embargo, hasta en ella se nos dispensa únicamente el mínimo de cortesía exigido. El
Escudo Ceñudo
tiene una pésima reputación desde tiempos remotos, desde antes de las Guerras de los Cascos. Todo lo ha conseguido Armiad al invocar esa vieja ley. Gracias al asesinato de su superior, según pensamos todos. Si cometiera más crímenes contra su propio pueblo, intentando silenciar a los parientes del anterior capitán barón, por ejemplo a nosotros, tendría todavía menos posibilidades de ser aceptado en las filas de los demás nobles. Sus esfuerzos por ganarse su aprobación han sido tan ridículos y mal calculados como groseros sus planes y maquinaciones. Cada vez que intenta conseguir su aprecio, con regalos, con exhibiciones de valentía, con ejemplos de su firme política, como en el caso de las sabandijas de los pantanos, se aleja más de él. —Bellanda sonrió—. Es una de las escasas diversiones que quedan a bordo del
Escudo Ceñudo.

—¿Y no hay manera de deponerle?

—No, príncipe Flamadin, pues sólo un capitán barón puede solicitar un Desafío de Sangre.

—¿No puede otro capitán barón ayudaros en su contra? —inquirió Von Bek.

—La ley lo prohibe. Es un punto de la gran tregua, cuando se puso fin a las Guerras de los Cascos. Está prohibido inmiscuirse en los problemas internos de otro bajel-ciudad —tartamudeó Arbrek—. Estamos orgullosos de esa ley, aunque no representa ninguna ventaja, al menos de momento, para el
Escudo Ceñudo...

—¿Comprendéis ahora por qué Armiad os da tanta coba? —preguntó Bellanda con una leve sonrisa—. No para de adularos, príncipe Flamadin.

—Debo admitir que no es la experiencia más grata de mi vida. ¿Por qué lo hace, cuando ni siquiera se siente obligado a ser atento con su pueblo?

—Nos cree más débiles que él. Vos sois más fuerte, según su criterio. De todos modos, juraría que el motivo verdadero por el que quiere ganarse vuestra aprobación es que confía en impresionar a los demás capitanes barones en la Asamblea. Cree que le aceptarán como a un igual si entra en el Terreno de la Asamblea con el famoso príncipe Flamadin de los valadekanos a su lado.

Von Bek se lo estaba pasando en grande. Estalló en carcajadas.

—¿Ése es el único motivo?

—En cualquier caso, el principal —dijo la joven, compartiendo su alborozo—. Es un tipo muy simple, ¿verdad?

—Cuanto más simples, más peligrosos —repuse—. Me gustaría seros de ayuda, Bellanda, y libraros de su tiranía.

—Sólo confiamos en que algún accidente acabe con él cuanto antes —dijo.

Hablaba con franqueza. Era evidente que no pensaban perpetuar el historial de crímenes de su casco.

Le estaba agradecido a Bellanda por arrojar luz sobre la cuestión. Decidí pedirle un poco más de ayuda.

—Deduje de lo que dijo Armiad anoche que soy una especie de héroe popular para algunos de vosotros. Me habló de aventuras que no me resultaron del todo familiares. ¿Sabéis a qué se refería?

—Sois modesto, príncipe Flamadin —rió de nuevo Bellanda—, o fingís modestia con sumo encanto y destreza. Estaréis enterados de que en Maaschanheem, al igual que en los demás Reinos de la Rueda, todos los narradores de cuentos de los mercados relatan vuestras aventuras. Se venden libros a lo largo y ancho del reino, y no todos salidos de las imprentas de nuestros cascos, que tratan de describir cómo derrotasteis a aquel ogro o rescatasteis a aquella doncella. ¡No me diréis que nunca los habéis visto!

—Un momento —dijo uno de los muchachos, agitando en la mano un libro de tapas brillantes, que me recordó un poco nuestras novelas baratas de la era victoriana—. ¡Mirad! Precisamente iba a pediros que me lo dedicarais, señor.

—Me dijo que era un héroe popular en sus muchas encarnaciones, Herr Daker, pero hasta el momento carecía de pruebas —susurró Von Bek.

Ante mi extrema turbación, cogió el libro de manos del joven y lo examinó antes de pasármelo. Vi un grosero remedo de mí mismo, a lomos de una especie de lagarto, combatiendo espada en alto contra lo que parecía un cruce entre el perro acuático y un enorme mandril. Tenía a una aterrorizada joven detrás de mí, en la silla, y encima de la ilustración, como en las típicas revistas baratas de ciencia ficción, había un título:
EL PRÍNCIPE FLAMADIN, CAMPEÓN DE LOS SEIS MUNDOS.
En el interior se desarrollaba un relato escrito en prosa pomposa, evidentemente ficticio, que describía mis valerosas hazañas, mis nobles sentimientos, mi extraordinaria apostura y todo eso. Aturdido e incómodo, me sorprendí trazando el nombre —Flamadin— con una fioritura antes de devolver el libro a su dueño. Fue un gesto automático. Quizá, después de todo, yo era aquel personaje. Mis reacciones, desde luego, me resultaban familiares, y además sabía hablar y leer el idioma. Suspiré. Nunca había conocido nada tan normal y extraño al mismo tiempo en toda mi existencia. En aquel mundo, encarnaba a una especie de héroe, pero un héroe cuyas hazañas eran completamente ficticias, como las de Jesse James, Buffalo Bill o, en un grado menor, las estrellas de la música y los deportes del siglo xx.

Von Bek dio en el clavo.

—No tenía ni idea de que me había hecho amigo de alguien tan famoso como Old Shatterhand o Sherlock Holmes —dijo.

—¿Todo es cierto? —preguntó el muchacho—. ¡Cuesta creer que habéis obrado tantas proezas, señor, siendo tan joven!

—Vos debéis decidir dónde se halla la verdad —respondí—. Con todo, yo diría que lo han embellecido un poco.

—Bien —dijo Bellanda con una amplia sonrisa—, me siento predispuesta a creer cada palabra. Necios rumores sostienen que vuestra hermana posee el auténtico poder, que vos os limitáis a prestar vuestro nombre a los escritores sensacionalistas. Sin embargo, ahora que os he conocido, príncipe Flamadin, puedo decir que sois un héroe de pies a cabeza.

—Me abrumáis —respondí con una reverencia—, pero estoy seguro de que mi hermana merece también un gran reconocimiento.

—¿La princesa Sharadim? He oído que se niega a ser mencionada en estos libros.

—¿Sharadim?

¡Otra vez aquel nombre! El día anterior se habían referido a ella como mi prometida.

—Sí... —Bellanda pareció sorprenderse—. ¿Mi humor es demasiado atrevido, príncipe Flamadin?

—No, no. ¿Sharadim es un nombre común en mi país...?

Era una pregunta estúpida. Había desconcertado a la muchacha.

—No os entiendo, señor... , Von Bek acudió en mi rescate.

—Me han dicho que la princesa Sharadim es la prometida del príncipe Flamadin...

—En efecto, señor —dijo Bellanda—. Y la hermana del príncipe. Se trata de una tradición de vuestro reino, ¿no? —Cada vez estaba más confundida—. Si he repetido estúpidas habladurías o creído demasiado en estas fantasías, os ruego que me disculpéis...

—No debéis excusaros —dije, recobrándome.

Me dirigí hacia el borde de la tórrela y me apoyé en él. Sopló una ráfaga de aire, que disipó el humo, refrescó mis pulmones y mi piel, y me ayudó a mantener lúcida mi mente.

—Estoy fatigado —proseguí—. A veces olvido cosas...

—Venga —dijo Von Bek, disculpándose con los jóvenes—, le acompañaré a sus aposentos. Descanse una hora. Se sentirá mejor.

Le permití que me alejara del aturdido grupo de estudiantes.

Cuando llegamos a los camarotes, encontramos a un mensajero que aguardaba pacientemente frente a la puerta principal.

—Señores —dijo—, el capitán barón os envía sus respetos. Os ruega que compartáis su mesa.

—¿Significa eso que debemos reunimos con él lo antes posible? —preguntó Von Bek al hombre.

—Si os apetece, señores.

Entramos y me senté pesadamente en la cama.

—Lo siento, Von Bek. No deberían afectarme tanto ese tipo de revelaciones. Si no fuera por mis sueños, por esas mujeres que me llaman Sharadim...

—Creo que le comprendo, pero tiene que serenarse. No queremos que esta gente se vuelva contra nosotros. Todavía no, amigo mío. Me parece que los intelectuales sienten curiosidad por saber si es usted el héroe que describen los libros. Tengo la impresión de que corren rumores referentes a que el príncipe Flamadin es una simple marioneta. ¿Se dio cuenta?

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