FURIA HELADA
uando Adara regresó los tres dragones oscuros estaban en el establo, dándose un festín con las reses quemadas y ennegrecidas del ganado de su padre. Uno de los jinetes se hallaba de pie junto a ellos, apoyado en su lanza y azuzando a su dragón de vez en cuando.
El jinete alzó la vista cuando una ráfaga de viento frío atravesó silbando los campos, gritó algo y echó a correr hacia el dragón negro. La bestia arrancó un último pedazo de carne del caballo de su padre, lo tragó y se elevó de mala gana. El jinete lo azotó con el látigo.
Adara vio que la puerta del establo se abría de golpe. Los otros dos jinetes salieron a toda velocidad y corrieron tras sus dragones.
El dragón negro rugió, y su fuego se encendió y arremetió contra ellos. Adara notó un calor ardiente, y un estremecimiento recorrió al dragón de hielo cuando las llamas se deslizaron por su barriga. A continuación, giró su largo pescuezo, fijó su torva mirada vacía en el enemigo y abrió sus fauces rodeadas de escarcha. De entre sus dientes helados brotó su aliento a chorros, y ese aliento era pálido y frío.
Alcanzó el ala izquierda del dragón negro como el carbón. La oscura bestia lanzó un estridente alarido de dolor, y cuando volvió a batir sus alas, el ala cubierta de escarcha se partió en dos. Dragón y jinete empezaron a caer.
El dragón de hielo volvió a escupir.
Antes de llegar al suelo estaban helados y muertos.
El dragón de color herrumbre y el de color sangre con el jinete que llevaba el torso desnudo se lanzaron sobre ellos. Los rugidos airados resonaron en los oídos de Adara, quien notó el aliento caliente de las bestias a su alrededor, vio el aire rielando del calor y olió el hedor a sulfuro.
Dos largas espadas de fuego se cruzaron en el aire, pero ninguna alcanzó al dragón de hielo, aunque la bestia se secó con el calor, y cada vez que agitaba las alas desprendía agua.
El dragón color sangre se acercó demasiado, y el aliento del dragón de hielo impactó al jinete. Su torso desnudo se volvió azul ante los ojos de Adara, y la humedad se condensó al instante y lo cubrió de escarcha. Gritó y murió, y cayó de su montura, aunque los arreos se habían quedado helados en el cuello de su dragón. El dragón de hielo se acercó a él, entonando con sus alas la canción secreta del invierno, y una ráfaga de llamas chocó contra su ráfaga de frío. El dragón de hielo se estremeció una vez más y viró, al tiempo que goteaba. El otro dragón murió.
Sin embargo, el último jinete estaba ahora detrás de ellos, protegido con una armadura completa a lomos del dragón, cuyas escamas eran del color marrón de la herrumbre. Adara gritó, y justo entonces el fuego envolvió el ala del dragón de hielo. En un abrir y cerrar de ojos el fuego desapareció, pero con él también desapareció el ala del dragón, derretida, destruida.
El dragón de hielo agitaba violentamente el ala que le quedaba para frenar el descenso, pero cayó al suelo con un terrible estruendo. Sus patas se hicieron añicos bajo la criatura, su ala se partió por dos puntos distintos, y el impacto del descenso lanzó despedida a Adara de su lomo. La pequeña cayó a la tierra blanda del campo y rodó por el suelo, y luego logró ponerse en pie, magullada pero intacta.
El dragón de hielo parecía ahora muy pequeño, muy desmejorado. Su largo pescuezo se desplomó fatigadamente al suelo, y su cabeza reposó entre el trigo.
El jinete enemigo se acercó lanzándose en picado y rugiendo triunfalmente. Los ojos del dragón ardían. El hombre blandía su lanza y chillaba.
El dragón de hielo levantó penosamente la cabeza una vez más y emitió el único sonido que Adara le oyó jamás: un terrible grito tenue lleno de melancolía, como el sonido que hace el viento del norte al soplar alrededor de las torres y las almenas del castillo blanco que se alza vacío en el país del invierno eterno.
Cuando el grito se hubo desvanecido, el dragón de hielo escupió frío al mundo por última vez: un largo y humeante chorro de frío blanco azulado lleno de nieve y de silencio y del fin de todas las cosas vivas. El jinete del dragón se lanzó directo hacia él, blandiendo aún el látigo y la lanza. Adara observó cómo caía.
Entonces echó a correr, lejos de los campos, de vuelta a su casa, con su familia, corriendo todo lo deprisa que podía, corriendo y jadeando y llorando al mismo tiempo como una niña de siete años.
Adara no sabía qué hacer, pero encontró a Teri, cuyas lágrimas se habían secado para entonces, y liberaron a Geoff antes de desatar a su padre. Teri lo atendió y le limpió las heridas. Cuando los ojos de él se abrieron y vio a Adara, sonrió. Ella lo abrazó muy fuerte y lloró por él.
De noche su padre dijo que estaba en condiciones de viajar. Se marcharon sigilosamente al abrigo de la oscuridad y tomaron el camino real hacia el sur.
Su familia no le preguntó nada entonces, en esas horas de oscuridad y temor. Pero más tarde, cuando estuvieron a salvo en el sur, le hicieron un sinfín de preguntas. Adara contestó lo mejor que pudo, pero ninguno la creyó, salvo Geoff, que se olvidó cuando se hizo mayor. Después de todo, ella solo tenía siete años y no entendía que los dragones de hielo nunca se dejan ver en verano y no se pueden domar ni montar.
Además, cuando abandonaron la casa por la noche, no había ningún dragón de hielo a la vista. Solo los enormes cadáveres oscuros de tres dragones de guerra y los cuerpos más pequeños de tres jinetes vestidos de negro y naranja. Y un estanque que nunca había estado allí, un pequeño estanque en calma cuya agua era muy fría. Lo habían rodeado con cuidado en dirección al camino.
PRIMAVERA
u padre trabajó para otro granjero durante tres años en el sur. Ahorraba todo lo que podía y parecía feliz.
—Hal se ha ido, y a mi tierra y a mí nos entristece —le decía a Adara—, pero he recuperado a mi hija.
Y es que el invierno había desaparecido de ella, y sonreía y se reía e incluso lloraba como las otras niñas.
Tres años después de que huyeran de casa, el ejército del rey aplastó al enemigo en una gran batalla, y los dragones del rey quemaron la capital extranjera. En la paz que siguió a ese enfrentamiento, las provincias del norte cambiaron de manos una vez más. Teri había recobrado el ánimo, y se casó con un joven comerciante y se quedó en el sur. Geoff y Adara regresaron con su padre a la granja.
Cuando llegó la primera helada todas las lagartijas de hielo salieron, como siempre. Adara las observaba con una sonrisa en los labios, recordando cómo eran las cosas antes. Pero no intentaba tocarlas. Eran criaturas frías y frágiles, y el calor de sus manos les haría daño.