El dragón de hielo (5 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón de hielo
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Se volvió, salió por la puerta y echó a correr.

Por supuesto, Hal, su padre e incluso Geoff fueron detrás de ella. Pero su padre perdió el tiempo quedándose en la puerta y gritándole que volviera, y cuando echó a correr se movía torpemente, mientras que Adara era en efecto pequeña, ligera y veloz. Hal y Geoff continuaron persiguiéndola, pero Hal estaba débil, y Geoff no tardó en quedarse sin aliento, aunque corrió detrás de ella un rato. Cuando Adara llegó al campo de trigo más cercano, los tres estaban muy por detrás. Desapareció rápidamente entre el grano, y se pasaron horas buscándola en vano mientras ella se abría camino con cuidado hacia el bosque.

Cuando anocheció, sacaron linternas y antorchas, y prosiguieron con la búsqueda. De vez en cuando Adara oía a su padre maldiciendo y a Hal gritando su nombre. Se quedó en lo alto de las ramas de un roble al que había trepado, sonriendo al ver sus luces mientras peinaban los campos de un lado a otro. Finalmente, se quedó dormida y soñó con la llegada del invierno, preguntándose cómo viviría hasta su cumpleaños. Todavía faltaba mucho.

CAPÍTULO 6

HUYENDO DEL FUEGO

l amanecer la despertó; el amanecer y un ruido en el cielo.

Adara bostezó y parpadeó, y volvió a oírlo. Trepó a la rama más elevada, todo lo alto que el árbol le permitió, y apartó las hojas.

Había dragones en el cielo.

Nunca había visto bestias como esas. Tenían unas escamas oscuras manchadas de hollín, y no verdes como las del dragón que montaba Hal. Uno era de color herrumbre, y otro, del tono de la sangre seca, y había uno negro como el carbón. Todos tenían los ojos como ascuas encendidas, expulsaban humo por los orificios nasales, y sus colas se movían de un lado a otro mientras sus alas oscuras y curtidas agitaban el aire. Cuando el de color herrumbre abrió la boca y rugió, el bosque se sacudió ante su provocación, e incluso la rama que sostenía a Adara tembló un poco. El negro también hizo un ruido, y cuando abrió sus fauces salió una lanza de fuego, toda naranja y azul, que alcanzó a los árboles del suelo. Las hojas se marchitaron y se ennegrecieron, y empezó a elevarse humo del lugar donde había caído el aliento del dragón. El de color sangre pasó cerca de Adara, con sus alas crujiendo y tensándose, y su boca entreabierta. Entre sus dientes amarillentos Adara vio hollín y cenizas, y el viento que levantaba al pasar era como fuego y papel de lija, áspero y rasposo contra su piel. Adara se estremeció.

Sobre los lomos de los dragones había montados hombres con látigos y lanzas vestidos con uniformes de color negro y naranja, las caras ocultas tras yelmos oscuros. El del dragón color herrumbre apuntó con su lanza, señalando los edificios de las granjas distribuidos a través de los campos. Adara miró.

Hal acudió a su encuentro.

Su dragón verde era tan grande como los de los jinetes, pero de algún modo a Adara le pareció más pequeño al verlo elevarse desde la granja. Con las alas totalmente extendidas, saltaba a la vista lo gravemente herido que estaba; tenía la punta del ala derecha chamuscada y se ladeaba mucho al volar. Sobre su lomo, Hal parecía uno de los soldaditos de juguete que les había llevado de regalo años antes.

Los jinetes enemigos se separaron y lo atacaron por tres lados. Hal vio lo que estaban haciendo. Intentó girar, abalanzarse de frente sobre el dragón negro y huir de los otros dos. Su látigo se agitaba furiosa, desesperadamente. Su dragón verde abrió la boca y rugió un desafío, pero la llama que brotó de ella fue pálida y breve, y no alcanzó al enemigo.

Los otros cesaron el fuego. Y de repente, al dar una señal, sus dragones escupieron todos juntos. Hal se vio envuelto en llamas.

Su dragón emitió un gemido agudo, y Adara vio que bestia y amo estaban ardiendo. Se desplomaron y yacieron en el suelo echando humo en medio del trigo de su padre.

El aire estaba lleno de ceniza.

Adara estiró el cuello en la otra dirección y vio una columna de humo que se elevaba más allá del bosque y del río. Era la granja donde Laura la Vieja vivía con sus hijos y sus nietos.

Cuando miró atrás, los tres dragones oscuros descendían dando vueltas sobre su granja. Aterrizaron de uno en uno. Adara observó cómo el primer jinete desmontó y se dirigió sin prisa a la puerta.

Estaba asustada y confundida y, después de todo, solo tenía siete años. El aire denso del verano le pesaba, la embargaba de impotencia e intensificaba todos sus temores. De modo que Adara hizo lo único que sabía, sin pensarlo, de forma natural. Bajó del árbol y echó a correr. Corrió a través de los campos y entre el bosque, lejos de la granja y de su familia y de los dragones, lejos de todo. Corrió en dirección al río hasta que las piernas le dolieron. Corrió al lugar más frío que conocía, a las profundas cuevas situadas bajo los riscos del río, a su frío refugio y su oscuridad y su seguridad.

Y se escondió allí, en el frío. Adara era una niña del invierno, y el frío no le molestaba. Pero, aun así, temblaba en su escondite.

El día dio paso a la noche. Adara no salió de la cueva.

Trató de dormir, pero sus sueños estaban plagados de dragones ardientes.

Se acurrucó en la oscuridad y trató de contar los días que faltaban para su cumpleaños. En las cuevas hacía un frío agradable; Adara casi podía imaginarse que no era verano, sino invierno, o que faltaba poco para el invierno. Dentro de poco su dragón de hielo iría a por ella, y se iría montada en él al país del invierno eterno, donde grandes castillos de hielo y catedrales de nieve se alzaban perpetuamente en interminables campos blancos, y la quietud y el silencio lo eran todo.

Era como si estuviera en invierno allí tumbada. Parecía que la cueva se volviera más y más fría. Le hacía sentirse a salvo. Echó una breve siesta. Cuando se despertó hacía aún más frío. Una capa blanca de escarcha cubría las paredes de la cueva, y se encontraba sobre un lecho de hielo. Adara se levantó de un brinco y alzó la vista a la boca de la cueva, llena de la tenue luz del alba. Un viento frío la acarició, pero llegaba de fuera, del mundo del verano, no de las profundidades de la cueva.

Lanzó un pequeño grito de alegría y trepó con dificultad por las rocas cubiertas de hielo.

Fuera, el dragón de hielo la estaba esperando.

Había escupido sobre el agua, y ahora el río estaba helado, o al menos parte de él, aunque se veía que el hielo se estaba derritiendo rápido a medida que salía el sol estival. También había escupido sobre la hierba verde que crecía en las orillas, una hierba tan alta como Adara, y ahora las elevadas briznas estaban blancas y quebradizas. Cuando el dragón de hielo movió sus alas, la hierba se resquebrajó por la mitad y se partió, con un corte limpio digno de una guadaña.

La mirada glacial del dragón se cruzó con la de Adara, y la pequeña corrió hacia él, trepó por su ala y lo abrazó. Sabía que tenía que darse prisa. El dragón de hielo parecía más pequeño que nunca, y comprendió que se debía al calor del verano.

—Deprisa, dragón —susurró—. Llévame al país del invierno eterno. No volveremos nunca jamás. Te construiré el mejor castillo de todos, cuidaré de ti y te montaré todos los días. Llévame, dragón, llévame a casa contigo.

El dragón de hielo la oyó y comprendió. Sus amplias alas transparentes se desplegaron y agitaron el aire, y unos cortantes vientos árticos aullaron a través de los campos estivales. Se elevaron. Lejos de la cueva. Lejos del río. Por encima del bosque. Arriba y arriba. El dragón de hielo giró hacia el norte. Adara vislumbró la granja de su padre, pero era muy pequeña y se volvía cada vez más pequeña. Se situaron de espaldas a ella y ascendieron.

Entonces un sonido llegó a los oídos de Adara. Un sonido imposible, un sonido demasiado tenue y lejano para que ella lo oyera, sobre todo por encima del batir de las alas del dragón. Pero lo oyó de todas formas. Oyó el grito de su padre.

Unas lágrimas calientes le corrieron por las mejillas y, al caer sobre el lomo del dragón, abrieron unos hoyuelos en la escarcha. De pronto, le empezó a escocer el frío bajo las manos, y al apartar una mano vio la marca que había dejado en el pescuezo del dragón. Se asustó, pero siguió agarrada.

—Da la vuelta —susurró—. Por favor, dragón, llévame de vuelta.

No veía los ojos del dragón, pero sabía el aspecto que tendrían. Su boca se abrió, y de ella brotó una columna de color blanco azulado, una larga y fría serpentina que se quedó flotando en el aire. No hizo ningún ruido; los dragones de hielo son silenciosos. Pero mentalmente Adara oyó su desesperado lamento de dolor.

—Por favor —susurró una vez más—. Ayúdame.

Su voz era débil y tenue.

El dragón de hielo dio la vuelta.

CAPÍTULO 7

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