Al principio, cuando la barrera acababa de bajar, los motores ociosos llenaron el aire de ruidos impacientes. Pero cuando el hombre encargado del paso a nivel salió de su garita, sobre sus piernas arqueadas hacia atrás y dio a entender, al dirigirse cojeando y agitando los brazos hacia el puesto donde servían té, que tenían una larga espera por delante, los conductores apagaron los motores y se bajaron a estirar las piernas.
El Dios del Paso a Nivel pareció convocar con una desganada inclinación de su cabeza aburrida y somnolienta a mendigos con vendajes y a vendedores de coco fresco,
parippu vadas
sobre hojas de plátano y refrescos fríos: Coca-Cola, Fanta, batidos.
Un leproso con las vendas sucias se acercó a pedir a la ventanilla del coche.
—¡Parece mercromina! —exclamó Ammu, refiriéndose al inusitado brillo de su sangre.
—¡Te felicito! —dijo Chacko—. Has hablado como una auténtica burguesa.
Ammu sonrió y se dieron la mano, como si hubiese obtenido realmente un Diploma al Mérito por ser una Burguesa Genuina, como Dios manda. Los gemelos atesoraban los momentos como aquél y los iban ensartando igual que cuentas preciosas en un collar (que habría de resultar, quizá, un poco corto).
Rahel y Estha aplastaron la nariz contra las ventanas laterales traseras del Plymouth. Naricillas anhelantes, aplastadas como flores de malvavisco, con niños borrosos detrás. Ammu dijo «No», con convicción y firmeza.
Chacko encendió un Charminar. Aspiró profundamente y después se quitó un trocito de tabaco que se le había pegado a la lengua.
Dentro del Plymouth a Rahel no le resultaba nada fácil ver a Estha porque Bebé Kochamma se alzaba entre ellos como una colina. Ammu había insistido en que se sentaran separados para evitar que se peleasen. Cuando se peleaban, Estha le decía a Rahel que era un insecto palo refugiado y Rahel lo llamaba Elvis la Pelvis y daba una especie de pasos de baile retorcidos y cómicos que ponían furioso a Estha. Cuando se peleaban físicamente y en serio tenían una fuerza tan igualada que las peleas no acababan nunca y todo lo que se interponía en su camino (lámparas de mesa, ceniceros o jarras de agua) quedaba hecho añicos o irreparablemente estropeado.
Bebé Kochamma se agarraba al respaldo delantero con los brazos estirados. Con el movimiento del coche las gruesas carnes de sus brazos se mecían como la ropa lavada tendida al viento. En aquel momento caían pesadamente como una cortina de carne que separaba a Estha de Rahel.
La ventanilla de Estha daba al lado de la carretera donde estaba la casucha en la que se vendía té y galletitas de glucosa rancias, guardadas en recipientes de vidrio opaco llenos de moscas. También tenían limonada en gruesas botellas con tapones rematados en una bola azul, para que no perdiera el gas. Y una nevera portátil roja en la que ponía, muy seriamente,
TODO VA MEJOR CON COCA-COLA
.
Murlidharan, el loco del paso a nivel, se sentó con las piernas cruzadas y en perfecto equilibrio sobre el mojón. Los testículos y el pene le colgaban oscilantes y señalaban el cartel que decía:
COCHÍN 23
Murlidharan iba totalmente desnudo. No llevaba nada, excepto una bolsa de plástico que alguien le había puesto en la cabeza, como si se tratase de un gorro de chef transparente a través del cual seguía viéndose el paisaje, turbio y con forma de gorro de chef, pero sin solución de continuidad. Aunque hubiese querido, no habría podido quitarse el gorro, porque no tenía brazos. Se los había arrancado en el 42 una bomba en Singapur, en la semana que siguió a su fuga de casa para unirse a las filas del Ejército Nacional Indio, que luchó contra los británicos al lado de los japoneses. Tras la independencia fue reconocido como Combatiente por la Libertad de Primer Grado y se le concedió un pase vitalicio para viajar gratis en primera clase en tren. Esto también lo había perdido (además de la cabeza), así que ya no podía seguir viviendo en los trenes, ni en las salas de espera de las estaciones. Murlidharan no tenía casa, ni puertas que cerrar con llave, pero llevaba sus viejas llaves bien atadas alrededor de la cintura. En un brillante manojo. Su cabeza estaba llena de armarios atiborrados de placeres secretos.
Un despertador. Un coche rojo con bocina musical. Un vaso rojo para el cuarto de baño. Una esposa con un diamante. Un portafolios con papeles importantes. Una vuelta a casa de la oficina. Un
Lo siento, coronel Sabhapathy, pero ésa es mi opinión.
Y crujientes trocitos de plátano frito para los niños.
Veía llegar y partir los trenes. Contaba sus llaves.
Veía ascensiones y caídas de gobiernos. Contaba sus llaves.
Veía niños borrosos tras las ventanillas de los coches con anhelantes naricillas aplastadas como flores de malvavisco.
Los sin hogar, los desvalidos, los enfermos, los pobres y los perdidos, todos desfilaban ante su ventana. Y seguía contando sus llaves.
No podía saber qué armario tendría que abrir, ni cuándo. Se sentaba sobre el mojón recalentado, con el pelo enmarañado y los ojos como ventanas, y se alegraba de poder apartar la mirada de vez en cuando. De tener sus llaves para contarlas y recontarlas.
Los números le ayudaban a ello.
Desentenderse de lo que lo rodeaba era un alivio.
Murlidharan movía los labios cuando contaba, y emitía palabras muy claras.
Onner.
Runden
Moonner.
Estha notó que tenía el pelo de la cabeza canoso y rizado, que el de sus axilas sin brazos, expuestas al viento, era fino y negro, y que el de su entrepierna era negro y mullido. Un hombre con tres clases de pelo. Estha se preguntó cómo podía ser aquello posible. Se puso a pensar a quién preguntárselo.
La espera llenó a Rahel hasta sentir que iba a estallar. Miró su reloj. Las dos menos diez. Pensó en Julie Andrews y Christopher Plummer besándose con las caras inclinadas para que no chocaran sus narices. Se preguntó si la gente se besaría siempre con las caras inclinadas. Se puso a pensar a quién preguntárselo.
Entonces, de lejos, llegó un zumbido que se fue acercando al tráfico detenido hasta cubrirlo como un manto. Los conductores que habían estado estirando las piernas se subieron a sus vehículos y cerraron las puertas de un portazo. Los mendigos y los vendedores desaparecieron. En pocos minutos la carretera quedó desierta. A excepción de Murlidharan. Sentado con el desnudo trasero sobre el mojón recalentado. Impertérrito y sólo un poco curioso.
Se oyó un gran jaleo y silbatos de policías.
Por detrás del tráfico detenido al otro lado de la barrera, apareció una columna de hombres con banderas y estandartes rojos acompañada de un murmullo que crecía y crecía.
—Subid las ventanillas —dijo Chacko—. Y conservad la calma. No nos harán nada.
—¿Por qué no te unes a ellos, camarada? —le dijo Ammu—. Yo conduciré.
Chacko no replicó. Un músculo se le tensó por debajo de la papada. Tiró el cigarrillo y subió el cristal de la ventanilla.
Chacko se autoproclamaba marxista. Llevaba a las mujeres guapas que trabajaban en la fábrica a su habitación y, con el pretexto de aleccionarlas sobre derechos laborales y leyes sindicales, flirteaba con ellas descaradamente. Las llamaba camarada e insistía en que lo hicieran a su vez para dirigirse a él (lo que les hacía soltar risillas nerviosas). Para gran bochorno de las interesadas y consternación de Mammachi, las forzaba a sentarse con él a la mesa y tomar el té.
Una vez llegó incluso a llevar a un grupo de trabajadoras a unas clases de sindicalismo que tenían lugar en Alleppey. Fueron en autobús y regresaron en barco. Volvieron felices, con pulseras de vidrio y flores en el pelo.
Ammu decía que todo aquello eran tonterías. Que no era más que un principito consentido que representaba su versión particular de
¡Camarada! ¡Camarada!
Una reencarnación pasada por Oxford de la mentalidad tradicional de los terratenientes. Un terrateniente que obligaba a aquellas mujeres, que dependían de él para vivir, a aceptar sus atenciones.
Los manifestantes se acercaban y Ammu subió su ventanilla. Estha la suya. Rahel la suya. (Con enorme esfuerzo, porque a la manivela se le había caído la pelotita negra.)
De repente, el Plymouth azul cielo adquirió un aire de absurda opulencia en aquella carretera estrecha y llena de baches. Era como una obesa dama que avanzara encogiendo la barriga por un estrecho pasillo. Como Bebé Kochamma en la iglesia, dirigiéndose al pan y al vino.
—¡Bajad la vista! —dijo Bebé Kochamma cuando la cabeza de la manifestación estaba ya cerca del coche—. No los miréis a los ojos. Eso es lo que más los provoca.
El pulso le latía acelerado en el cuello.
En pocos minutos la carretera estuvo repleta de miles de manifestantes. Los coches eran como islas en un río de gente. El aire había enrojecido con las banderas, que descendían y volvían a subir cuando los manifestantes se agachaban para pasar por debajo de la barrera del paso a nivel y cruzaban las vías en una gran oleada roja.
El sonido de un millar de voces se extendió como un Ruidoso Paraguas por encima del tráfico congelado.
«Inquilab zindabadt»
«Thozhilali ekta zindabadt»
«¡Viva la Revolución!», gritaban. «¡Proletarios de todos los países, uníos!»
Ni el propio Chacko podía explicar de modo convincente el hecho de que el Partido Comunista tuviese muchísima más fuerza en Kerala que en cualquier otro lugar de la India, a excepción, tal vez, de Bengala.
Había varias teorías que competían para ofrecer una explicación. Una decía que se debía a la gran población cristiana que había en ese estado. El veinte por ciento de los habitantes de Kerala eran cristianos sirios, que se creían descendientes de los cien brahmanes convertidos al cristianismo por el apóstol Santo Tomás cuando se dirigió hacia el este, después de la resurrección de Cristo. Se argumentaba, de modo bastante simplista, que la estructura del marxismo era un simple sustitutivo del cristianismo. Se reemplaza a Dios por Marx, a Satanás por la burguesía, al paraíso por una sociedad sin clases, a la Iglesia por el partido, y la forma y el propósito del trayecto son los mismos. Una carrera de obstáculos con un premio al final. Mientras que la mente hindú tenía que hacer unos ajustes más complejos.
El problema con esa teoría era que en Kerala los cristianos sirios eran, en su gran mayoría, los señores feudales, los ricos, los terratenientes (o los directores de fábricas de conservas), para los que el comunismo representaba un destino peor aún que la muerte. Siempre habían votado al Partido del Congreso.
Una segunda teoría sostenía que aquel hecho estaba relacionado con el alto nivel, en comparación, de alfabetización que tenía el estado. Podía ser. Sólo que ese nivel relativamente elevado de alfabetización
se debía,
en gran parte, al movimiento comunista.
La verdadera razón era que el comunismo se había introducido en Kerala insidiosamente. Como un movimiento reformista que nunca cuestionó de modo abierto los valores tradicionales de una sociedad de castas en extremo tradicional. Los marxistas trabajaban desde
dentro
de las divisiones sociales; nunca las desafiaban, pero no se notaba que no lo hacían. Ofrecían un cóctel revolucionario. Una mezcla embriagadora de marxismo oriental e hinduismo ortodoxo, con un chorrito de democracia.
Aunque Chacko no estaba afiliado al partido, lo había apoyado desde el principio y había continuado haciéndolo a pesar de todos los altibajos por los que había pasado dicha organización.
Estudiaba en la Universidad de Delhi durante la euforia de 1957, cuando los comunistas ganaron las elecciones para la asamblea estatal de Kerala y Nehru tuvo que aceptar que formaran gobierno. El héroe de Chacko, el camarada E. M. S. Namboodiripad, el extravagante brahmán y alto sacerdote del marxismo en Kerala, se convirtió en el jefe del primer gobierno comunista que subió al poder por las urnas en el mundo entero. De repente, los comunistas se encontraron en la extraordinaria posición, que los críticos calificaron de absurda, de tener que gobernar a un pueblo y al mismo tiempo fomentar la revolución. El camarada E. M. S. Namboodiripad desarrolló su propia teoría sobre cómo habría de hacerse. Chacko estudió su tratado
La transición pacífica hacia el comunismo
con una diligencia obsesiva de adolescente y una aprobación sin cuestionamientos de fanático ardiente. Exponía con todo detalle la política que pensaba aplicar el gobierno del camarada E. M. S. Namboodiripad para realizar la reforma agraria, neutralizar a la policía, cambiar el sistema judicial y «frenar la política reaccionaria y contraria a los intereses del pueblo» del gobierno central, en manos del Partido del Congreso.
Desgraciadamente, antes de que finalizara aquel año ya había acabado la parte pacífica de la transición pacífica.
Todas las mañanas, a la hora del desayuno, el Entomólogo Imperial ridiculizaba a su disputador hijo comunista leyéndole en voz alta las noticias periodísticas sobre los disturbios, las huelgas y los casos de brutalidad policial que convulsionaban a Kerala.
—¡Y bien, Carlos Marx! decía con sorna Pappachi cuando Chacko se sentaba a la mesa—. ¿Y ahora qué vamos a hacer con esos malditos estudiantes? Esos memos estúpidos están haciendo campañas contra nuestro Gobierno del Pueblo. ¿Los aniquilamos? ¿No será que los estudiantes ya no pertenecen al Pueblo?
Durante los dos años siguientes la discordia política, alimentada por el Partido del Congreso y la Iglesia, desembocó en la anarquía. Para cuando Chacko acabó la licenciatura y se fue a estudiar a Oxford, Kerala estaba al borde de la guerra civil. Nehru destituyó al gobierno comunista y anunció la convocatoria de elecciones. El Partido del Congreso retornó al poder.
El partido del camarada E. M. S. Namboodiripad no sería reelegido hasta 1967, casi diez años exactos después de su primera llegada al poder. Para entonces, formaba parte de una coalición entre los que eran ya dos partidos separados: el Partido Comunista de la India y el Partido Comunista de la India (Marxista). El PCI y el PCI(M). Para entonces, Pappachi ya había muerto. Chacko estaba divorciado. Conservas y Encurtidos Paraíso existía desde hacía siete años.
Kerala se tambaleaba a consecuencia de la hambruna y de un monzón que no llegaba. La gente moría. El problema del hambre tenía que ser por fuerza una de las prioridades más acuciantes para cualquier gobierno.