Él intentó ser racional:
¿Qué es lo peor que puede pasar? Puedo perderlo todo. Mi trabajo. Mi familia. Mi modo de vida. Todo
.
Ella oyó los latidos salvajes del corazón de Velutha.
Lo abrazó hasta que se calmó. Un poco.
Se desabrochó la blusa. Siguieron así, de pie. Piel contra piel. La piel morena de ella contra la piel de él. La suavidad de ella contra la dureza de él. Sus pechos color de almendra (que no podrían sostener un cepillo de dientes) contra el tórax de ébano liso. La piel de Velutha olía a río. Ese olor especial de paraván que tanto repugnaba a Bebé Kochamma. Ammu sacó la lengua y probó cómo sabía el hueco de la base del cuello de Velutha. El lóbulo de la oreja. Ladeó la cabeza y le besó en la boca. Un beso turbio. Un beso que exigía otro beso a cambio. Él la besó. Primero con cautela. Luego con ansia. Lentamente, sus brazos fueron subiendo por la espalda de Ammu. Con mucha suavidad. Ella sentía la piel de sus manos. Áspera. Callosa. Como de lija. Las movía con cuidado para no lastimarla. Ella sentía lo delicada que era para él. Se sentía a sí misma a través de él. La piel. El cuerpo que no existía más que donde él tocaba. El resto de su cuerpo era humo. Sintió cómo se estremecía contra ella. Velutha le puso las manos en las nalgas (que podían sostener un cargamento de cepillos de dientes) y la atrajo contra sus caderas para que sintiese cuánto la deseaba.
La biología dispuso la coreografía de la danza. El terror marcó el tiempo. Dictó el ritmo con que un cuerpo respondía al otro. Como si supieran que, por cada estremecimiento de placer, pagarían con una medida igual de dolor. Como si supieran que, cuanto más lejos llegasen, más atrapados estarían. Así que se contenían. Se atormentaban el uno al otro. Se daban muy despacio. Pero eso sólo empeoraba las cosas. Sólo acrecentaba el deseo. Sólo hacía que aún les costase más. Porque eso salvaba los escollos, eliminaba la torpeza y la precipitación de todo amor nuevo y los llevaba a una pasión febril.
Tras ellos el río latía en la oscuridad, brillando como seda salvaje. Los bambúes amarillos lloraban.
La noche apoyaba los codos en el agua y los observaba.
Estaban tumbados bajo el mangostán, donde hacía poco una vieja barquita gris con flores-barca y frutas-barca había sido arrancada del suelo por una República Móvil. Una avispa. Una bandera. Un tupé sorprendido. Una fuente con un «amor-en-Tokio».
El mundo-barca, que había sido desbaratado precipitadamente, había desaparecido.
Las termitas blancas rumbo al trabajo.
Las mariquitas blancas rumbo a casa.
Los escarabajos blancos que se escondían de la luz.
Los saltamontes blancos con violines de madera blanca.
La triste música blanca.
Todo había desaparecido.
Dejando un parche de tierra seca con forma de barca al descubierto, preparada para el amor. Como si Esthappen y Rahel hubieran preparado el suelo para ellos. Deseosos de que ocurriera. Las comadronas gemelas del sueño de Ammu.
Ammu, ya desnuda, se inclinó sobre Velutha, con su boca sobre la de él. El desplegó su pelo largo formando como una tienda de campaña. Igual que hacían sus niños cuando querían aislarse del mundo exterior. Ella se fue deslizando más abajo, besando el resto de su cuerpo. El cuello. Las tetillas. El estómago de chocolate. Chupó las últimas gotas de río de la hendidura del ombligo. Apretó contra sus párpados el pene erecto y caliente. Lo paladeó. Salado en la boca. Él se incorporó y la atrajo hacia sí. Ella sintió su vientre, duro como una tabla, apretado bajo su peso. Sintió que su propia humedad bañaba la piel de él. Él le rodeó un pezón con los labios y acunó el otro pecho con la palma de su mano callosa. Terciopelo dentro de un guante de papel de lija.
En el momento en que ella le guiaba a su interior, vislumbró su juventud,
lo joven
que era, vio el asombro en sus ojos ante el secreto revelado y le sonrió como si se tratase de su hijo.
Una vez dentro de ella, el miedo quedó derrocado y la biología se impuso. El precio de vivir alcanzó cotas inabordables; aunque luego Bebé Kochamma diría que era un Precio muy Bajo el que hubo que Pagar.
¿Lo fue?
Dos vidas. Dos infancias de niños.
Y una lección de historia para futuros transgresores.
Unos ojos empañados mantenían la mirada fija en otros ojos empanados y una mujer luminosa se abría a un hombre luminoso. Era tan amplia y profunda como un río crecido. Él navegaba por sus aguas. Ella le sentía adentrarse más y más. Avanzando de modo frenético. Desesperado. Intentando llegar más al fondo. Y más. Lo único que le detenía era la configuración del cuerpo de ella. La configuración de su propio cuerpo. Y cuando alcanzó las profundidades más profundas del interior de ella, con un sollozo y un estremecimiento, se ahogó.
Ella se dejó caer sobre él. Los cuerpos cubiertos de sudor. Sintió que el cuerpo de él resbalaba fuera de ella. Que su respiración se iba haciendo más acompasada. Que sus ojos se desempañaban. El le acarició el pelo y notó que ella seguía teniendo ese nudo interior que a él ya se le había desatado. Suavemente le dio la vuelta y la puso boca arriba. Con su tela húmeda le enjugó el sudor y le quitó la arenilla. Se puso encima de ella con cuidado de no aplastarla con todo su peso. Piedrecitas pequeñas se le incrustaban en la piel de los antebrazos. Le besó los ojos. Las orejas. Los pechos. El vientre. Las siete estrías plateadas que se le formaron con los gemelos. La línea que iba desde el ombligo hasta el triángulo oscuro y que le indicaba dónde quería ella que fuese. El interior de sus muslos, donde la piel era tan suave. Las manos del carpintero le levantaron las caderas y una lengua intocable tocó lo más recóndito de su cuerpo. Y bebió de aquel cuenco.
Ella bailó para él. En aquel trozo de tierra con forma de barca. Estaba llena de vida.
El, con la espalda recostada en el mangostán, la mantuvo abrazada mientras ella lloraba y reía al mismo tiempo. Y luego, aunque pareció una eternidad no fueron más que cinco minutos, ella se quedó dormida con la espalda apoyada sobre el pecho de Velutha. Siete años de olvido levantaron el vuelo y salieron volando hacia las sombras con alas pesadas y temblorosas. Como una pava real de acero sin brillo. Y en el Camino de Ammu (hacia la Vejez y la Muerte) apareció un prado pequeño y soleado. Hierba cobriza con mariposas azules. Y más allá, un abismo.
Lentamente, el terror volvió a apoderarse de él. Por lo que había hecho. Porque sabía que lo volvería a hacer. Una y otra vez.
La despertó el ruido de los latidos del corazón de él golpeándole el pecho. Como si estuviera buscando una salida. Una costilla móvil. Un panel deslizable secreto. Aún la tenía abrazada y ella sintió cómo se le movían los músculos de los brazos mientras sus manos jugueteaban con una hoja de palmera seca. Sonrió para sus adentros en la oscuridad al pensar cuánto amaba aquellos brazos, su forma, su fuerza, lo segura que se sentía cobijada en ellos, cuando lo cierto era que no había lugar más peligroso donde pudiera hallarse.
Él hizo con sus temores una rosa perfecta. Se la ofreció en la palma de la mano. Ella la cogió y se la colocó en el pelo.
Se apretó más contra él deseando estar más dentro de él, más en contacto todavía. Él la cobijó en la cavidad de su cuerpo. Una brisa se levantó desde el río y refrescó sus cuerpos tibios.
Estaba un poco fresco. Un poco húmedo. Un poco silencioso. El Aire.
Pero ¿qué puede decirse?
Una hora más tarde Ammu se separó suavemente.
—Tengo que irme.
Él no dijo nada. No se movió. Contempló cómo se vestía.
Ahora sólo una cosa importaba. Sabían que eso era todo lo que se podían pedir. Lo único. Siempre. Los dos lo sabían.
Incluso luego, en las trece noches que siguieron a aquella, instintivamente se aferraron a las Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas siempre quedaban dentro. Sabían que no tenían adonde ir. No tenían nada. Ningún futuro. Así que se aferraron a las pequeñas cosas.
Se rieron de las mordeduras de las hormigas en las nalgas de ambos. De la torpeza de las orugas en los bordes de las hojas, de los escarabajos que se quedaban al revés y no podían darse la vuelta. Del par de pececillos que siempre buscaban a Velutha en el río y le mordían. De una mantis particularmente religiosa. De una araña diminuta que vivía en una hendidura de la pared de la galería trasera de la Casa de la Historia y se camuflaba cubriéndose el cuerpo con alguna basura. Un fragmento de ala de avispa. Un trozo de telaraña. Polvo. Una hoja podrida. El tórax vacío de una abeja muerta. Velutha la llamaba
Chappu Thamburan
. El Señor de la Basura. Una noche hicieron una contribución a su guardarropa —una laminilla de piel de ajo y se sintieron muy ofendidos cuando la rechazó junto con el resto de su armadura, de donde emergió contrariada, desnuda, color moco. Como si deplorase su mal gusto respecto a la ropa. Unos pocos días permaneció en aquel estado suicida de desnudez desdeñosa. La capa de basura rechazada seguía allí, como si fuese una visión del mundo pasada de moda. Una filosofía anticuada. Poco a poco
Chappu Thamburan
fue adquiriendo conjuntos nuevos.
Sin confesárselo el uno al otro, conectaban sus destinos, su futuro (su amor, su locura, su esperanza, su júbilo infinito) al de la araña. La buscaban todas las noches (con pánico creciente al ir pasando el tiempo) para ver si había sobrevivido aquel día. Les angustiaba su debilidad. Su pequeñez. Si su camuflaje era el apropiado. Su orgullo aparentemente autodestructivo. Llegaron a estimar su gusto ecléctico. Su dignidad desgarbada.
La eligieron porque sabían que tenían que depositar su fe en la fragilidad. Aferrarse a la pequeñez. Cada vez que se despedían sólo se arrancaban una promesa pequeña.
—
¿Mañana?
—
Mañana
.
Sabían que las cosas pueden cambiar en un solo día. Estaban en lo cierto.
Sin embargo, en cuanto a
Chappu Thamburan
, estaban equivocados. Sobrevivió a Velutha. Engendró generaciones futuras.
Murió de muerte natural.
Aquella primera noche, la del día en que llegó Sophie Mol, Velutha estaba mirando cómo se vestía su amada. Cuando acabó de hacerlo, se puso en cuclillas frente a él. Lo tocó delicadamente con los dedos y dejó un rastro de vellos erizados en su piel. Como una tiza en una pizarra. Como la brisa en un arrozal. Como las estelas de un reactor en un cielo azul de iglesia. Él le cogió la cara entre las manos y la atrajo hacia sí. Cerró los ojos y olió su piel. Ammu se rió.
Sí, Margareis
pensó.
Nosotros también lo hacemos entre nosotros
.
Ella le besó los ojos cerrados y se puso de pie. Velutha, con la espalda apoyada en el mangostán, la miró marcharse.
Llevaba una rosa seca en el pelo.
Se volvió para decir de nuevo
Naaley
.
Mañana.
ARUNDHATI ROY (1961)
es una escritora y activista india. Ganó el Premio Booker en 1997 por su primera novela, El Dios de Las Pequeñas Cosas.
Roy nació en Shillong, Meghalaya, India, de una madre cristiana Siria-ortodoxo de Kerala y un padre hindú de Bengala. Pasó su juventud en Aymanam, Kerala, estudiando en Corpus Christi. Cuando tenía 16 años, se trasladó a Delhi y comenzó en un estilo de vida bohemio. Vivía en una cabaña vendiendo botellas para ganarse la vida. Luego estudió Arquitectura en la Delhi School of Architecture, donde conoció a su primer marido, el arquitecto Gerard Da Cunha.
Conoció a su segundo marido, Pradeep Kishen, en 1984, y comenzó a trabajar en el cine. Hizo el papel de una aldeana en la película Massey Sahib. Escribió guiones para las películas In Which Annie Gives it Those Ones y Electric Moon (Luna Eléctrica), y en el serial de televisión
The Banyan Tree
(
El árbol banyan
).
Empezó a escribir El Dios de Las Pequeñas Cosas en 1992 y terminó en 1996. Recibió 500.000 libras por adelantado y los derechos de la novela fueron vendidos en 21 países. La novela es semiautobiográfica.
Para protestar contra las pruebas de armas nucleares realizadas por el gobierno indio en Rajasthan, escribió el ensayo El Final de La Imaginación, publicado en la recopilación El Precio de Vivir, en el que se opone a los proyectos de presas hidroeléctricas en India. Desde entonces, se ha dedicado en exclusiva a la literatura de no ficción y a la política. Ha publicado otras dos colecciones de ensayo y trabajado por causas sociales.
En 2004, Roy ganó el Premio Sídney de la Paz por su trabajo en campañas sociales y su apoyo al pacifismo.
En 2005, participó en el Tribunal Mundial Sobre Irak.
En 2010, hizo un reportaje a la guerrilla india maoista con la intención de relatar la violencia del sector, y solo por eso es perseguida hoy en dia por el estado indio.
[1]
Hombre de una de las castas más bajas de la India, que se emplea como lavandera. (
N. de las T.
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[2]
La Iglesia de Mar Thoma (Santo Tomás) es una de las cuatro en que se divide la cristiandad autóctona del sur de la India, originada por la predicación de misioneros nestorianos en el siglo vi. Aunque reconoce la autoridad del Patriarca de Antioquía, es la más occidentalizada de todas: utiliza el malayalam, en vez del siríaco, como lengua litúrgica, y está muy influida doctrinalmente por el anglicanismo. (
N. de las T.
)
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