El dios de la lluvia llora sobre Méjico (7 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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El lugar era sagrado, lugar de asilo, y eterna maldición caía sobre quien penetrara allí armado con intención homicida. Sin embargo, había ofrecida una recompensa de diez doblones por su cabeza, y por añadidura con la anuencia del gobernador. Su cabeza valía ahora diez ducados, esa cabeza donde se agitaba locamente la vergüenza de su flagrante delito. Miró a su alrededor. Era una iglesia solitaria, pequeña y abandonada, con altas y menguadas ventanas que apenas dejaban entrar los rayos del sol de la mañana. Tocó con sus manos una pila de agua bendita y pasó sus dedos por un banco de madera tallada. Después se arrastró hacia el altar y allí cayó en profundo sueño, profundo como la muerte.

Dos días vivió allí. En el exterior se relevaban las guardias. Cortés bebía el agua de las pilas benditas, roía pedacitos de cuero; chupaba algunas velas. Ante sus ojos llenos de arrepentimiento aparecía Catalina, con sus vestidos desgarrados, postrada a los pies de su tío implorando el perdón, dispuesta a la mayor penitencia. Después veíala tras los muros del convento, borrada de este mundo.

Cada minuto era precioso para la vida de Cortés. Sus fuerzas se fundían a ojos vistas. Al romper el día, pensando que las guardias estarían tal vez adormecidas, se deslizó furtivamente al exterior. Había ya caminado algunos pasos, cuando ladró un perro y los alguaciles se pusieron de pie. Débil, sin fuerza como estaba, trató no obstante de defenderse; pero la lucha no podía prolongarse. Y pronto descendió por el sendero con las manos atadas, llevado por los esbirros de Velázquez. Llegado al puerto, fue conducido en una lancha al buque prisión y allí se le encerró en un rincón debajo de los pañoles. El carcelero aflojóle un poco las ligaduras para que pudiera alcanzar una escudilla que caritativamente se le sirvió. Aquí la noche y el día se habían entremezclado y una y otra eran de color gris de plomo. El viejo carcelero se asomaba de vez en cuando con una vela en la mano y echaba una mirada compasiva al joven hidalgo, a quien su libertinaje había arrojado a las sombras de la muerte. Antes de salir, volvía a ajustar bien las ligaduras y las manos del preso quedaban de nuevo inmóviles, como muñones rígidos. Sus ojos acostumbráronse a la penumbra, sus oídos percibían los sonidos lejanos y apenas perceptibles que producían las sedosas patas de las ratas. Y poco a poco fuese despertando en él nuevamente el instinto de la vida. El tiempo era lento como una eternidad mientras él hacía continuados esfuerzos para aflojar sus ligaduras. En su muñeca se había marcado en sangre una cortadura en forma de hoz; pero por fin cedieron un tanto sus cadenas. ¿Duró ello minutos u horas? Por fin tenía las manos libres y ahora los instrumentos de tortura de que se había librado eran en su mano excelentes herramientas. Púsose de pie. Por una pequeña abertura entraba algo de aire. Todo estaba oscuro; posiblemente debía ser de noche. Trepó apoyándose en las junturas de las tablas y logró separar los barrotes de la enrejada ventanuca. Como pudo, magullándose, estrujándose, pasó su cuerpo por aquel ventano y se sujetó firmemente a las barrocas tallas de la borda. Por encima de su cabeza brillaba una linterna que hacía más profundas las tinieblas en la escotilla de la escala. Cortés miró hacia abajo; dirigió sus ojos hacia la negrura del mar; la costa estaba allí lejos, a un cuarto de milla de distancia. Aquel mar estaba plagado de remolinos… y de tiburones. Comenzó a descender por la borda desollándose las manos. Cuando llegó a la línea de flotación apretóse bien al costado del buque y se dejó caer en el agua. Buceó un buen trecho hasta haber salido del círculo de luz que dibujaba sobre las aguas la linterna. Llegó por fin a la costa; su corazón parecía quererse romper con sus fuertes latidos; su cuerpo agotado y hambriento estaba ya sin fuerzas. Caminó por entre bancos de arena metido en fango y escondióse entre un montón de rocas, espiando el buque para ver si se destacaba de él alguna patrulla en su persecución. Se alejó luego corriendo, medio cubierto por un traje convertido en harapos y chorreando agua de mar y fango; corría tan veloz como lo permitían sus desnudos pies. No estaba muy lejos de la hacienda propia y pronto caminó ya por el sendero que a ella conducía. Los indios estaban dentro de sus cabañas, y los españoles venían pocas veces por esos lugares; por otra parte, sus perros le conocían. La vieja que cuidaba de su casa estaba allá sentada rezando con un enorme y negro rosario en las manos.

Precipitadamente vistióse de grueso terciopelo, ciñóse un sable a la cintura y cubrió con guantes sus manos. No podía disponer de sobrado tiempo. Mientras viviera debía obrar activamente; pues al siguiente día comenzaría de nuevo la cacería contra él, y los alguaciles estarían todavía más sedientos de su sangre. Medio comió unos bocados, que más bien devoró. Su mirada se dirigió al crucifijo; contemplóle algún tiempo erguido y callado después dejóse caer en le reclinatorio. Su cerebro trabajaba con energía; rememoraba aquellos hermosos días de su niñez en su hogar, luego en Salamanca; seguían sus recuerdos de cuando llegó a Haití; y aparecía continuamente en su cerebro una pálida sombra de mujer, que era su madre. La lamparilla oscilaba con el viento.

Dirigióse al palacio del gobernador. Toda su fortuna, que aún en estos momentos desesperados podía prodigar, era su indomable valor. Hoy se daba en la casa de los Velázquez una nueva fiesta. Ante la puerta del palacio había guardias y siervos armados. Las antorchas resinosas en sus aros de hierro arrojaban una luz rojiza e indecisa en los corredores. En la sala delantera veíase una ancha mesa, sobre la cual los caballeros habían depositado sus armas, pues no puede haber aceros en las manos cuando los vinos han arrebatado a los espíritus. Llegaba hasta allí el rumor de risas; chocaban los vasos; sin duda alguien decía algo atrevido porque a coro estallaban las carcajadas. El secretario de Corte, divinamente acicalado, pronunciaba una peroración dedicada a las damas. Y fue entonces cuando por la puerta asomó la cabeza de uno que no había sido invitado, alguien cuya mala reputación era cosa ya sabida en todo el palacio. Apareció como un espectro, marcó una respetuosa reverencia y saludó tranquilamente a los bebedores. Velázquez palideció. Inconscientemente llevó la mano al costado; pero allí no estaba su espada que con las otras había sido depositada en la antesala; estaba, pues, desarmado, mientras Cortés mostraba su sable ceñido a la cintura. ¿Y quién sabía si tras él iban algunos de sus hombres para desencadenar una revolución en el palacio?

Cortés estaba ya frente al gobernador y le miraba impasible. Un tiempo debió ser el hombre tal vez un esbelto y fino caballero…; ahora sus ojos estaban orlados de rojo y sus mejillas pendían fofas y grasientas; en sus manos lucían piedras preciosas y su cadena de oro se apoyaba en su abombado abdomen.

—Excelencia; aquí está vuestro preso, tal vez a estas horas condenado a muerte ya; pero ayer era todavía vuestro fiel servidor, a quien honrasteis más de una vez con el nombre de amigo. Según las leyes de nuestro país, Vuestra Excelencia no puede entregarme al verdugo sin previo juicio, pues soy noble; ni tampoco puede dejarme sucumbir bajo las cadenas. No obstante, puede Vuestra Excelencia juzgarme como jefe de la familia y por eso vengo yo ahora aquí en provecho vuestro, para reparar una falta y enmendar el daño hecho, si debierais proceder en contra de las leyes castellanas. Permitidme con corazón rendido y arrepentido entregar mi espada al gobernador a quien yo mismo instituyo en juez de mi culpa y a quien suplico proceda conmigo conforme a los usos de nuestra patria. Así, ved, Excelencia, que ambos estamos desarmados. Nada tramo contra vos y solamente he venido en nombre del Redentor a pediros perdón por haber mancillado una limpia casa. Ante Vuestra Excelencia estoy todavía como hombre libre y caballero cristiano para dirigiros una pregunta. ¿Queréis aceptar mis satisfacciones y honrarme concediéndome la mano de la digna señorita Catalina Xuárez?

Uno de los bebedores, desde el extremo de la mesa, lanzó un
¡Vivat!
Los hidalgos cambiaron ojeadas. El espectáculo con el sobrio y varonil monólogo estaba de acuerdo con su modo de sentir. Solamente Velázquez mostraba todavía una luz extraña en sus ojos de pescado. El iracundo temperamento del muy noble señor luchaba en su interior con su inclinación pacífica propia del cortesano. Cortés tenía razón hasta cierto punto. No podía cargarse de hierros a un noble a menos que hubiese sido cogido
in fraganti
. También se le aparecía el rostro pálido y bañado en lágrimas de su sobrinita, consumiéndose por su adorado y vistiendo el hábito de eterna penitencia, mientras en las habitaciones de las mujeres no cesaban de correr las lágrimas. Dejóse entonces guiar por el instinto y el viejo y obeso magnate alzó su voz en el tono cuidado y frío propio de los nobles castellanos.

—Don Hernando; no os pregunto cómo habéis recobrado la libertad, ni si la habéis logrado con sangre o con astucia. Nada os pregunto de ello. Por ahora estáis bajo mi techo y por dicho motivo, según costumbre establecida, sois ahora mi huésped. Os ruego os sentéis y os sirváis de beber. En la casa de los Velázquez gozáis del derecho de asilo. El gobernador no pronuncia ningún fallo por la noche.

Los bebedores alrededor de la mesa rieron y dieron muestras de júbilo; el caso era de broma. Cortés había trastornado la cabeza a la pequeña… Cosas semejantes pasan en el mundo… Era preciso celebrarlo con un buen vaso de vino. Bebieron. Cortés estaba sentado a la izquierda del gobernador, porque su enemigo le había ofrecido tal lugar. Cuando levantó su copa, la cosa no dejó de parecerle curiosa.

Cuidó de no tocar apenas el vaso. Había ya casi totalmente ganado el juego, pero los caballeros aquellos estaban todos bebidos; la noche era corta, y al llegar el alba, los estómagos estarían sucios y en sus bocas habría sabor de hiel. Sacóse del dedo su sortija con la piedra tallada, hizo una inclinación y la colocó ante el gobernador. Velázquez le miró de hito en hito. Conocía bien al hidalgo y sabía que estaba tallado en la mejor y más dura de las maderas, mejor por cierto que la de los demás hidalgos que aquí se encontraban por designio de la Providencia. Todos estos pensamientos pasaron por su cerebro iluminándole un momento. Levantóse dificultosamente con su pesado cuerpo y anunció su decisión a los que se agrupaban silenciosos alrededor de la mesa.

—Por voluntad de Dios y en nombre de mi sobrina y mientras ella no se oponga, prometo a vuestra merced, Hernán Cortés, la mano de mi sobrina Catalina Xuárez y acepto vuestra oferta como una justa reparación. Bebamos, señores!

12

Los indios se reunieron a ambos lados del sendero; su monótono canto se elevó. Uno entonaba la melodía y los otros cantaban el acompañamiento. El ritmo monocorde se elevaba hacia el cielo. Los duros rasgos se afinaron; las largas y sedosas pestañas se bajaron sobre los ojos. Cantaban mientras esperaban al amo con su joven esposa y una y otra vez se repitió el extraño cántico nupcial, cuando Catalina, con su velo blanco, pasó a caballo; en una mano llevaba las bridas, en la otra un abanico que mantenía sobre su boca.

Boda en la selva. Todo en la casa olía a resina; los objetos apresuradamente reunidos, las vigas que parecían respirar todavía el aromático aire del bosque. Por las más pequeñas rendijas se abría paso prontamente alguna planta rastrera. En una noche, las camas se veían agarradas por raíces y las mesas quedaban anudadas unas a otras.

Al despuntar el día despertó don Hernando y contempló a su esposa dormida. Antes, cuando estaba anhelante de su blanco cuerpo, había creído que nunca podría quedar saciado de tal placer; ahora, empero, despertaba en él de nuevo toda la inquietud que cada mañana traía consigo en otros tiempos.

Al despertarse su mujer, medio dormida aún, llamaba al ama. El a su lado echaba sus cuentas. Contaba de memoria sus doblones, sus vacas, sus toneles llenos de aguardiente de palma o de áloe. Era una vida de comerciante. Entornaba entonces los ojos y sentía un dolor agudo en el corazón. Los héroes de Plutarco hacían resonar sus armas al andar, mientras él traficaba con fanegas de harina de maíz.

Catalina no se daba cuenta de eso. Como una pequeña abeja iba de un lado para otro entre sus flores y tosía ligeramente apenas se exponía al airecillo cargado de rocío. El contemplaba a su esposa.

Una mañana despertáronle algunos cañonazos. Intranquilo marchó hacia la puerta donde se habían ya reunido buen número de curiosos y de funcionarios públicos para presenciar la feliz llegada de la flota de Grijalva. Los siete pequeños bergantines fondearon a la entrada de la bahía y destacaron algunas chalupas hacia tierra para descargar su mercancía. Grandes fardos, barricas de especias, pájaros desconocidos en jaulas, pieles curtidas y, por último, en cajas cerradas y custodiadas por guardias, el anhelado y maravilloso oro.

La costa negreaba de gente; las mujeres buscaban a sus maridos y hablaban a los marineros que venían pálidos, con la barba hirsuta y marcados de cicatrices. Los comandantes se encaminaron con el viejo capitán Grijalva al palacio del gobernador para dar allí detallados informes.

Velázquez censuró acremente al viejo navegante. Había sido demasiado prudente; se había dejado asustar por su propia sombra y había creído que los indios eran moros, como si se tratara solamente de establecer negocios de trueque. ¿No era muchas veces el mejor intermediario una buena espada desnuda en la mano? Grijalva sacudió la cabeza pacientemente.

—Vuestra Excelencia se equivoca. Perdimos treinta hombres allá en aquel peligroso promontorio donde hace algunos años el señor Córdoba sufrió grandes pérdidas. Creedme, señor. No podíamos internarnos a lo sumo más que a un tiro de mosquete tierra adentro y, según todas las apariencias, es aquello un continente densamente poblado por un pueblo guerrero. Por otra parte, no llevábamos intérprete y por eso hemos traído con nosotros a dos jóvenes indios, para que aprendan nuestro idioma hasta que allí retornemos.

—¿Retornemos?

Velázquez estaba sentado contemplando el oro que estaba expuesto ante él y que era de inferior calidad, pues contenía mucho cobre. ¿Volver a mandar una expedición dirigida por el viejo Grijalva…? A su alrededor veía ahora los ojos firmes y brillantes de sus jóvenes capitanes que escuchaban emocionados los episodios heroicos de la aventura. De pronto sintió Cortés un sabor amargo en la boca; salió entonces de la sala y se dirigió al puerto donde los soldados mercadeaban todavía posesos de la fiebre de la llegada. Paróse ante un piloto a quien conocía y le saludó amigablemente. Se trataba de Alaminos, que había tomado parte en todas las expediciones hacia Occidente que se habían emprendido desde el tiempo de Colón. Presentó a Cortés su timonel, un joven de barba negra llamado Bernal Díaz que por sus habilidades era alabado por los que le rodeaban. Pocos minutos después, los tres habían desaparecido dentro de una tasca; y allí, frente a un vaso de vino aguado, comenzaron a charlar.

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