—En la patria hay ciudades, calles, iglesias, mujeres y ancianos, y esas cosas logran refrenar en parte la soberbia; pero aquí la selva virgen está a tiro de piedra; aquí todo se pudre en pocas horas; aquí uno es asesinado sin que nadie lo vea y sin que nadie lo oiga.
—Yo, señor, vine aquí con algunos doblones ahorrados por mi padre. Busco mi fortuna en la gloria guerrera; pero no quiero ser asesino ni ladrón para esquivar el trabajo.
—Veo por vuestros papeles que sois bachiller, graduado en Salamanca; y parecéis valer más que los venidos de Castilla en estos últimos años.
—¿Dónde podría yo, a vuestro juicio, encontrar mi fortuna?
—El niño mimado del señor gobernador es el señor Velázquez, y se propone marchar a la vecina isla de Cuba, cuyo primer visitante fue el almirante. El señor Velázquez hace ya tiempo que anda con la idea de ir a Cuba con algunos hidalgos jóvenes y valientes para hacer valer allí los derechos de la Corona española.
—¿Vais vos con ellos?
—Si así lo permite el señor obispo de Burgos…
—¿Qué tiene que ver con eso el señor obispo de Burgos?
—Su Eminencia el obispo Fonseca es quien preside el Consejo de Indias. Es sin duda un enfermo del hígado, hombre seco, encerrado en antiguos preceptos. El quisiera dirigirnos de igual manera que hace doscientos años era dirigida la compañía militar en Atenas. Si algo no está de acuerdo con las reglas que él se ha trazado, lo borra sencillamente y escribe debajo: "Obstat." Implorad a la diosa de las victorias no tener que compartir vuestros triunfos con el obispo de Burgos.
—Pero ¿puede saber él todo lo que pasa en este lado del mundo?
—Todos los hilos van a parar a sus manos; por ellas pasan todos los papeles y pergaminos; pero lo que se llama un
indio
, eso no lo ha visto jamás, si no vio a los siete indios que llevó a España el almirante Colón. Y ese desconocimiento absoluto en lo que se refiere a los insulares se extiende igualmente a las demás cosas de aquí. No tiene ni noción de cómo es un áloe, ni de cuándo está madura la caña o ha de recolectarse el maíz. Se limita a estar sentado, rodeado de secretarios, y dictar órdenes continuamente dirigidas a nosotros. ¿Sabéis vos, por ejemplo, cuándo debe comenzar la lucha contra los indígenas que atacan?
—Os agradecería me informaseis…
—No puede emprenderse ninguna expedición en que no haya un notario real. En una mano, la espada; en la otra, el protocolo. Antes de emprender la lucha, el notario debe anunciar por tres veces y en voz alta el derecho de la Corona de España. Pero, además, para evitar cualquier mala interpretación, no se hace esa invocación en el idioma patrio… sino en latín. Después aún es preciso que con la espada trace el signo de la cruz y que los soldados añadan:
Amén
. Entonces el secretario extiende un certificado que firman como testigos dos escribanos… Si los indígenas están entretanto atacando, los mosqueteros deben guardarse muy bien de hacer fuego, ni ningún soldado disparar sus ballestas, mientras no se hayan cumplido las fórmulas prescritas. Sólo cuando todas esas ceremonias no dan el fruto que se persigue, sólo entonces, y no antes, puede hacerse valer el derecho…
—Me alegraría poder recompensar en algún modo vuestras bondades. Ciertamente que he de necesitar de vos muy a menudo para poder ir caminando por este complicado laberinto del Nuevo Mundo.
—Quisiera que en mí vieseis siempre un amigo, don Hernando.
Nicolás de Ovando se levantó de su asiento, mostrando al hacerlo la Cruz de Alcántara que cubría su pecho. Era un hombre enjuto y de elevada estatura, y al encorvarse sobre los pergaminos los cubría con su amplia y negra capa. Se puso el sombrero y los funcionarios del Gobierno y los consejeros siguieron su ejemplo solemnemente.
Frente a ellos estaba el joven hidalgo, vestido de negro de pies a cabeza, con su sombrero y su espada; en su mentón sombreaba ya ligeramente la barba.
La aristocrática voz de Ovando comenzó a leer:
Nuestro clementísimo rey y señor Don Fernando dispuso en su Cédula Real dada en Valladolid el nueve de agosto del pasado año:
Siendo nuestra voluntad y deseo que nuestros muy amados súbditos se establezcan en considerable número en las Indias, hemos acordado el dotarlos de propiedades mostrencas para casa, jardín y tierras que para dicho fin deben ser destinadas por el gobernador. El gobernador, empero, deberá tener en la mente, para su mejor juicio, cuál es la condición del candidato: si caballero o campesino, y cerciorarse cuidadosamente del uso y empleo de cada uno en particular. Ordenamos también que dichas tierras entregadas en usufructo, sean consideradas como de su legal propiedad después que sus usufructuarios las hayan administrado durante cuatro años consecutivos, de manera intachable y conforme a los usos establecidos. Asimismo autorizamos y damos poder al gobernador para que, según las necesidades de mano de obra, cuide del repartimiento de criados indígenas, de acuerdo con nuestra anterior Real Cédula y otras anteriores que sigan en vigor.
Entonces el gobernador alzó más su voz, mientras leía otro pergamino:
De acuerdo con lo ordenado, yo, Nicolás de Ovando, Gran Caballero de la Orden de Alcántara por la gracia del rey, gobernador de La Española, en virtud del poder que me confiere la Corona, os otorgo a vos, Hernando Cortés, las tierras señaladas)
,
limitadas debidamente, que se encuentran en la demarcación de la ciudad de Azua. Me reservo el disponer acerca del número de indios que se os asignarán y que me corresponde fijar como gobernador. Así sea.
Los señores sacaron sus anillos de los dedos y los aplicaron sobre la blanda y dorada cera. Corrió la pluma como quejándose sobre el pergamino al firmar todos, incluso el notario real. Después se quitaron los sombreros y se inclinaron ante el joven colono Cortés.
Iba y venía con desasosiego. En aquella noche tropical le oprimía una sensación de inmensa soledad. Sí; se sentía inmensamente solo, lejos de los establecimientos de la costa y en el borde mismo de la selva virgen, donde estaba su choza, hecha de hojas de palmera. La noche ha caído con la rapidez de una piedra, como sucede en los trópicos; el sol ha alcanzado sus últimos rayos y seguidamente, en pocos minutos, todo se ha cubierto de negrura. En el campamento de Cortés todo está negro; como chispas, pasan volando algunos escarabajos de luz como si vinieran desprendidos de las fogatas que en las lindes del bosque han encendido los indígenas.
Se oyen ruidos sordos y zumbidos; diríase que el bosque canturrea y, en efecto, llegan los ecos de unos cantos que los hombres a coro entonan allá; y su canto parece venir resbalando por encima de la hierba húmeda. Una madre hace dormir a un niño y su canto melodioso al principio se va transformando poco a poco; se hace quejumbroso, luego amenazador, como si quisiera atemorizar al pequeño con los ecos de la voz del mal espíritu. Cortés no se aleja mucho más allá de un tiro de piedra, porque todo aquí le resulta extraño, y cuanto más se aleja, tanto más le envuelve la infinita soledad que le agobia. Al mediodía estaba sentado aún a la mesa del festín con que ha celebrado su toma de posesión con los señores que le han puesto en sus derechos. Dentro de pocos días llegarán los indios que en el
repartimiento
le han correspondido; vendrán cargados con sus escasos y miserables bienes… Mas ahora está todavía completamente solo.
Los indios que le habían correspondido debían, sin embargo, permanecer libres en su persona, según voluntad de la reina humanitaria. El alma de las gentes no podía ser enajenada. En el testamento de la reina rezaba que los señores españoles debían tomar a los indios compasivamente de la mano para sacarlos de su error. Se trataba de erigir el Reino de Dios en el Nuevo Continente. Isabel era devota y pensaba henchida de amor en aquellos pobres indios, que imaginaba como niños glandes que debían obedecer y dejarse guiar por las palabras. Así lo imaginaba ella; pero Cortés ya había recogido una versión más exacta de labios del señor Del Duero. Le había hablado éste del restallar de los látigos, de los ladridos de los perros de caza, el silbido de la carne al chamuscarse por la aplicación del hierro candente y de los gritos de dolor de aquellos hombres, pobres, aniñados, apegados a la vida animal.
El número de hombres puestos al servicio de Cortés se elevaría tal vez a los doscientos cincuenta. Eran los que se necesitaban por lo menos para poder comenzar el trabajo.
En Medellín, cuando niño, había ocasionalmente ayudado a los leñadores; había ayudado también a veces a recavar el pie de los olivos y en tiempo de las cosechas de granos se había agregado a las cuadrillas de segadores. Pero ahora, ¿qué podía hacer aquí, solo, en un terreno no roturado aún, en ese país virgen donde el bosque rezumaba miel y leche? Ignorante de las cosas del campo, Cortés no hubiera sabido qué hacer. Su dinero no alcanzaba para poder contratar a un administrador; por otra parte, no entendía una palabra del lenguaje de los indígenas. Una de las primeras ideas había sido la de dar en aparcería sus tierras a los indígenas; pero Del Duero se rió de él al oír tamaño disparate. Evidentemente, no conocía a aquellas gentes todavía. Los indios no moverían ni tan sólo una mano para trabajar, pues la preocupación por el mañana les era absolutamente desconocida.
Cortés se aproximó a las hogueras. Las llamas se elevaban entrelazándose y produciendo chasquidos; aquí y allá veía la mancha de una figura de bronce, de una madre que amamantaba a su pequeño. Hernando, con sus veinte años, había resistido semanas enteras a las tentaciones del Maligno, Aproximóse a uno de los grupos y contempló a aquella gente. Eran los hombres, desmedrados; los muchachos, escuálidos y pequeños; las mujeres, pálidas, temerosas, con su piel reluciente por la grasa. Agrupábanse todos con miedo ante la presencia de aquel hombre.
¡Oro…! Faltaba poco para que se echase a reír al recordar sus sueños acerca de todo eso; esos sueños que ahora seguían teniendo sin duda algunos millares de jóvenes allá por Castilla… ¿Buscas oro? ¡Bien! Pero ¿qué harás mañana? ¿Cómo vas a comenzar el trabajo con tus hombres, con esos hombres cuyo lenguaje y cuyas almas no entiendes, esos hombres que te son extraños en todo, pegados a raras supersticiones, hombres, en fin, que parecen venidos de otros planetas? Los indígenas seguían contemplando a aquel hombre blanco con su mirada vacía y estúpida… ¿Se horrorizaban acaso por el milagro de aquellas carnes blancas?
Cortés llevaba todavía su traje de ceremonia e iba sin armas. Ellos no inclinaban respetuosamente la cabeza al pasar él, ni le hacían zalemas al modo de los esclavos. No se veía en sus ojos aquel brillo irónico y servil a un tiempo de los negros de la Costa de Oro cuando pedían un trozo de carne, una moneda… o unas palabras amables. Estos de aquí se recogían en su propio inundo, un mundo de leyenda, tejido tal vez de flores. Sus días de sombra pasaban en un estado de continuo crepúsculo. Nunca y por nadie se le había aparecido a Cortés la muerte como cosa tan fácil y sencilla. Ayer caminaba erguido todavía uno de esos indios; hoy cerraba los ojos, se oía un sollozo y había un indio menos en el mundo. Parecía que los blancos despidieran a su alrededor vapores emponzoñados. Según Duero, los blancos llevaban siempre la perdición y la muerte consigo. La vida de esos indios era como una llamita titilante de una lámpara mezquina cuyo aceite se acababa; era una raza que se había consumido.
Del Duero le había dicho a Cortés: "Vuestra merced tiene solamente veinte años; posible es, por tanto, que la perversidad infernal no haya comenzado a roerle todavía." En Cortés vibraba el pensamiento de Cristo; se sentía batallador del espíritu, acorralando y venciendo a la perdición. En aquella oscuridad de la noche tropical en que las hogueras lo llenaban todo de danzantes reflejos, Cortés hizo un examen interior, miró hacia su propia alma. ¿Era él realmente un diablo codicioso que se preparaba a amasar el oro con la sangre de los demás? ¿Era un libertino de esos que a las más puras de las mujeres mancillan con sus manos…? Y se dio a sí mismo la absolución: él compadecía a esos extraños seres, ahora tan asustados. No llegaba a ellos con perros de caza ni con el látigo en la mano. Sin estos indígenas no hubiera podido hacer el menor trabajo en sus tierras; y de no asignárselos a él, hubieran seguramente caído en manos de algún otro señor, éste sí, inhumano y cruel. La mirada del joven hidalgo resbaló por la negrura de sombras donde punzaban las hogueras. Pensó y recordó a los esclavos negros cuando desembarcaban en tropel, corriendo tras la comida, riñendo entre sí como niños. En cambio, estos indios eran herméticos, rígidos como cariátides. Cuando les daban los restos de la comida de sus señores y las jarras sobrantes de vino, no se movían y lo dejaban en el suelo. Seguramente se decían a sí mismos: "Eso es comida para perros y para hombres blancos, para blancas carroñas de hombres pálidos. " Cortés se quedó de pie detrás de una mujer que amamantaba a su hijo. Su pecho alargado iba a parar con naturalidad a la boquita del niño. Llevaba el pelo anudado, como si fuera un almohadón liso, negro como la pez y sujeto detrás con fibras vegetales. Cortés contempló al niño que mancaba; y cuando la pequeña boca hubo dejado el pecho, él alargó la mano, su mano blanca de señor, tocó la frente de la criatura y acaricióla con gesto corto y no muy diestro. Miró el niño con mirada vacía, y entonces la madre, asustada, lo apartó bruscamente, instintivamente, de aquel extranjero que lo tocaba… Sin embargo, al niño pareció agradarle el rico adorno de aquel vestido y rió. La mujer, entonces, se volvió hacia el hombre blanco y dijo algunas palabras en voz queda, como si las canturrease, y una sonrisa pasó también por su rostro. Y esa fue la primera sonrisa, el primer gesto amigo que contempló Cortés en el Nuevo Mundo.
Ya era entrada la tarde cuando llegó a la residencia de los Velázquez. El salón del palacio colonial, construido totalmente de madera, había sido adornado para la fiesta. Acicaláronse las damas; embutióse a los criados indios de mejor presencia en abigarrados uniformes, endomingados. Se procuraba estar como en España, pues las conveniencias aconsejaban ignorar que se estaba en los trópicos. Por eso el calor no había logrado desceñir los cerrados y rígidos atuendos del buen tejido toledano; y todos levantaban calladamente los pies cuando un reguero de hormigas pasaba por el suelo de madera.