El diamante de Jerusalén (25 page)

Read El diamante de Jerusalén Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

BOOK: El diamante de Jerusalén
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Regresó nadando lentamente, disfrutando del agua. El grupo de turistas era una muestra de contrastes. Las chicas del grupo de estudiantes mostraban su cuerpo joven y firme en biquini, y chapoteaban. La anciana israelí llevaba una bata desteñida que le quedaba grande, y un sombrero de explorador de miraguano. Se puso en cuclillas hasta que el agua le llegó al cuello, y se balanceó como si estuviera soñando, como Harry recordaba que hacían las viejas en Coney Island.

Tamar, que llevaba un traje de baño negro, estaba estirada de espaldas, en la orilla. Harry se tendió a su lado y apoyó la cabeza en el muslo brillante y moreno. El sol caía a plomo y el agua caliente formaba espuma alrededor de ellos.

—Este viaje casi empieza a tener sentido.

—¿Pero no del todo?

—No del todo.

El guía, peludo como un oso, caminó pesadamente hacia ellos y lo estropeó todo.

—Esto es bonito, ¿eh?

—Muy bonito. ¿Quién es el propietario de esta casa?

—Había pertenecido a Faruk. Cuando él huyó, el gobierno de su país se apoderó de ella, y luego la tomamos nosotros, durante los Seis Días. Ahora se utiliza muy poco, salvo para los turistas.

Harry entrecerró los ojos para protegerlos del sol y observó la casa; fuera donde fuese, era seguido por un rey muerto. Se preguntó si Faruk habría llevado allí alguna vez el Diamante de la Inquisición.

—¿Por qué hay centinelas? ¿Corremos peligro de que nos ataquen?

Oved sonrió.

—Para vigilar los tiburones, que abundan en estas aguas. Después de todo, esto es el mar Rojo.

Apartó de su mente la idea de darse otro baño. Los colegiales recogían conchas, algunas de ellas hermosas, pero el premio lo capturó la anciana entre la espuma sin abandonar su posición en cuclillas: un brillante trozo de coral del tamaño de un pomelo. El único recuerdo que Harry se llevó al autocar fue una quemadura de sol. Tamar le esparció loción sobre los hombros con sus dedos ligeros y carnosos que lo excitaron. El olor del bálsamo tapó el perfume de las pieles de naranja. Avi, el conductor, giró en un camino lateral lleno de piedras y el autocar empezó a traquetear. Harry tenía calor y estaba cansado, dolorido a causa de la quemadura del sol y maravillosamente vivo.

—¿Qué es esto? —preguntó, en el mismo momento en que Oved anunciaba que la edificación que se alzaba ante ellos era el monasterio de Santa Katerina. Se parecía más a una fortaleza de piedra o a una prisión, y se alzaba literalmente al final del camino. Permanecieron sentados en el autocar durante un rato incómodamente largo.

—¿Por qué no entramos? —preguntó Harry.

—Hay una sola puerta, que permanece cerrada con llave desde el mediodía hasta la una, y desde las tres treinta hasta las seis treinta, mientras los monjes descansan y rezan —explicó Oved—. Es una costumbre que se respeta desde hace cientos de años.

A las seis y treinta y dos, un anónimo brazo de color castaño abrió el portillo, y todos bajaron del autobús y entraron en fila india. Oved los condujo hasta un patio y luego por una escalera para mostrarles la otra forma en que se podía entrar o salir del monasterio: una cabria que se balanceaba en el aire desde los altos muros de piedra. Un monje vestido con capucha de color castaño pasó flotando sin reparar en la presencia de los turistas.

—¿Han hecho votos de silencio? —preguntó Tamar.

Oved sacudió la cabeza.

—No, pero sólo algunos de ellos hablan hebreo o inglés. Están acostumbrados a la presencia ocasional de turistas, a los que no consideran su mayor bendición. —Les contó que el monasterio había sido construido por Justiniano I en el siglo v, al pie de la montaña que los árabes llamaban Jebel Moussa, en el sitio en el que se cree que Dios se le apareció a Moisés entre los arbustos quemados; la biblioteca contenía unos diez mil volúmenes, muchos de los cuales eran manuscritos antiguos, incluido un ejemplar del famoso
Codex Sinaiticus
.

—¿Qué es eso? —preguntó alguien desde atrás.

Oved pareció incómodo.

—Tiene que ver con el Nuevo Testamento. Es un comentario, creo.

—No —intervino Harry—, es el Antiguo Testamento escrito en griego.

—¿Por qué copiaron el Antiguo Testamento? —preguntó Tamar.

No encontró una forma elegante de evitar la respuesta, aunque el guía esperaba con evidente enfado.

—Aún no existía el Nuevo Testamento. Pero los primeros cristianos querían que sus servicios fueran diferentes de los servicios de los judíos. En lugar de utilizar pergaminos, plegaban hojas de papiro o de vitela y cosían los pliegues. Los códices fueron el comienzo de los libros tal como los conocemos ahora.

Oved le dedicó una mirada siniestra y reanudó su conferencia.

—El
Codex Sinaiticus
original fue retirado de Santa Katerina en mil ochocientos cuarenta y cuatro y colocado en el Museo Imperial de San Petersburgo. En mil novecientos treinta y tres un grupo inglés lo compró al gobierno soviético por cien mil libras, la mitad de las cuales fueron donadas por escolares, y fue a parar al Museo de Londres.

—¿Podemos ver la copia que se conserva aquí? —preguntó Harry.

—Imposible —respondió el guía con satisfacción. Los condujo escaleras abajo hasta una pequeña habitación que recordaba un cobertizo para las herramientas; pero en lugar de herramientas, algunas estanterías contenían filas y filas de cráneos humanos, y en otras había montones de huesos, clasificados y apilados: fémures y tibias a un lado, costillas a otro, columnas vertebrales y huesecillos de manos y pies a otro.

La niña llamada Ruthie echó a correr, seguida por algunos compañeros.

—El único esqueleto que hay aquí montado es el de San Esteban —informó Oved—. Los otros huesos son los restos de los monjes que han servido en este lugar a lo largo de mil quinientos años. Cuando un monje de Santa Katerina muere, es enterrado hasta que su cuerpo se descompone. Entonces se desentierran los huesos, se limpian y se colocan con los de sus predecesores.

Tamar cogió a Harry de la mano y salieron del osario. En el patio, el conductor intentaba vender a los pálidos jóvenes norteamericanos una cena de galletas y el resto de la salchicha grasienta que les habían servido en la comida del día anterior. Dijo que dormirían en dos dormitorios, uno para las mujeres y otro para los hombres.

—Son las reglas del monasterio. De todos modos, sólo dormiremos unas pocas horas, y así podremos llegar a la cima de la montaña al amanecer.

Harry y Tamar cogieron su bolsa de naranjas y subieron a la azotea. Ya era noche cerrada. La pomposa luna llena que habían visto en Masada era una alta astilla de plata. Hicieron el amor la primera vez estrechándose con desesperación, aún atormentados por los huesos. La segunda vez fue mejor, cada uno atento al placer del otro. Pero la mente de Harry trabajaba a toda prisa, ocupada en cosas en las que él no quería pensar. A pesar de los esfuerzos de Tamar, Dios no le puso la mano en el hombro ni le dijo: «Jódete, Harry Hopeman».

En su opinión —y la punta de la bota que exploraba su costado lo confirmó—, el guía había sido contratado por alguien que odiaba a los turistas.

—Levántese. Si quieren venir con nosotros a ver la salida del sol, tiene que ser ahora mismo.

Tamar se despertó en cuanto él le tocó la mejilla. Con los ojos legañosos, se pusieron torpemente los zapatos y bajaron la escalera.

Los turistas estaban reunidos en el patio.

—¿Alguien tiene una linterna? —preguntó Oved.

Nadie respondió.

—Bueno, eso significa que sólo tenemos dos. Yo iré delante con una, y Avi se colocará al final de la fila con la otra. En marcha, entonces.

Siguieron la luz como mariposas dormidas. El terreno estaba formado en su mayor parte por rocas grandes encajadas entre rocas gigantescas. Finalmente Harry se torció un tobillo.

—¡Por el amor de Dios! —le gritó a Oved—. Vaya más despacio, la gente se está quedando atrás.

—Casi hemos llegado a las escaleras. Allí es más fácil avanzar —repuso el guía.

En la ladera de la montaña habían sido colocadas unas losas, una encima de la otra. Oved les contó que los monjes se habían pasado la vida haciendo dos senderos en la cuesta más baja, uno para subir, de mil setecientos escalones, y uno para bajar, de tres mil cuatrocientos. Era una escalera que podía resultar una pesadilla para cualquier cardíaco. El ascenso era interminable.

Él era un buen corredor, pero ella no, y el ascenso resultaba difícil. Coincidieron en que se tomarían el tiempo necesario y que no les importaba en lo más mínimo la salida del sol.

El guía continuaba avanzando. Los escolares pasaban corriendo montaña arriba, y otros desaparecían como fantasmas. Unos minutos más tarde, a Harry le pareció que una de las figuras llevaba una linterna, y se preocupó al pensar que Avi había decidido no vigilar a los rezagados.

Aún era de noche cuando llegaron al final de la escalera. El sendero de arriba era más ancho, y el cielo empezaba a iluminarse; en cuanto pudieron ver dónde pisaban, su ritmo mejoró. A pesar de que había renunciado, se dio cuenta de que quería ver la salida del sol desde el punto más alto. Cogió a Tamar de la mano para recorrer el último kilómetro, instándola a que avanzara.

La cima de la montaña era una meseta de piedra que abarcaba alrededor de medio acre, rodeada por otros picos. Harry sabia que eran montañas viejas y desgastadas. Pero lo único que pudo ver fue una sucesión de peñascos escarpados, solitarios, azotados por el viento y extraordinariamente hermosos. No resultaba difícil imaginar que estaban habitados por Dios.

—Gracias por hacerme venir aquí.

Ella lo besó.

El viento les golpeó la cara cuando se unieron a los demás. Nadie decía nada porque el sol había empezado a salir. La luz era hermosa, pero más pálida donde ellos estaban.

Se dio cuenta de lo reducido que había quedado el grupo.

—¿Dónde están los demás?

—Nosotros somos los únicos que lo logramos —apuntó Shimon.

Harry se acercó a Oved.

—Será mejor que baje. Tiene a los turistas esparcidos a lo largo de varios kilómetros.

—Siempre hay un grupo que decide retroceder —dijo Oved, que estaba cómodamente instalado—. Encontrarán el camino de regreso al monasterio.

Harry lo miro.

—Creo que será mejor que vayamos. Este cabrón nos causará problemas —le dijo Avi, en hebreo.

—Será lo más prudente —repuso Harry, también en hebreo. Los dos hombres empezaron a bajar lentamente por el sendero.

—Yo voy con ellos —le dijo a Tamar. Ella lo siguió. Unos metros más abajo encontraron al guía y al conductor, que ayudaban a subir a una pareja de mediana edad.

—Dicen que son los últimos. Todos los demás han regresado a Santa Katerina —anunció Avi.

—Bajaré un poco más. Por sí acaso.

Le pareció que no había nadie más. Pero Tamar le tocó el brazo.

—Allí. Más lejos. ¿Ves?

Bajaron el sendero a toda prisa.

Era la anciana israelí, que estaba sentada en una roca. Tamar se detuvo.

—Es una viejecita orgullosa. Creo que sólo uno de los dos puede ayudarla.

Harry asintió.

—Espera aquí.

Al acercarse a la anciana vio que estaba pálida.

—¿Va todo bien,
chavera
?

Ella lo miró furiosa y se puso de pie con dificultad.

—Sólo estaba descansando antes de llegar a la cima.

—Por supuesto. ¿Puedo caminar con usted?

Después de subir dos escalones, se apoyó pesadamente en él. Cuando llegaron a la cima, la anciana jadeaba como una bestia de carga.

Lo apartó de un empujón. Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo. Caminó vigorosamente hasta donde estaban los demás y no pronunció ni una palabra de agradecimiento.

Cuando regresaron al monasterio, Tamar fue directamente a la cama de campaña que había despreciado la noche anterior. Harry no tenía sueño.

En el jardín encontró a un monje que pasaba el rastrillo. No había hojas caídas, ni piedras, ni basura. Estaba trazando líneas onduladas en la tierra, como las de la arena de un jardín japonés.

—¿Habla inglés?

—Un poco.

—¿Existe alguna posibilidad de visitar la biblioteca?

—Casualmente yo soy el bibliotecario. Me llamo Pater Haralambos. —Hablaba un inglés excelente.


Haralambos
, «radiante de alegría». Yo soy Harry Hopeman, Pater.

—¿Habla griego?


PoIi oligon
, no demasiado.

El monje dejó el rastrillo y lo condujo hasta una de las pesadas puertas que se parecía a las demás. En el interior, las paredes de yeso blanco estaban cubiertas de libros.

—¿Puedo ver la copia del
Codex Sinaiticus
?

Pater Haralambos cogió el ejemplar de la vitrina y lo puso sobre la mesa. Harry lo abrió con sumo cuidado. Era exactamente igual que el original que él había visto en Londres: letras griegas unciales escritas a mano sobre vitela, con tinta de color pardo. Las primeras líneas traducidas como un Antiguo Testamento que acababa de ser publicado por la Asociación de Publicaciones Judías: «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra…».

Levantó la vista y vio que el monje lo observaba.

—¿Lleva aquí mucho tiempo, Pater?

—Mucho tiempo.

Haralambos tenía un rostro estrecho y apacible. Harry pensó que había algo poderoso en los brillantes ojos pardos; enseguida se dio cuenta de que era su profunda serenidad. Se preguntó si él podría haber alcanzado una tranquilidad semejante si no hubiera abandonado la
Yeshiva
.

—¿Alguna vez tiene nostalgia del mundo exterior? —preguntó, llevado por un impulso.

El monje sonrió.

—No es una de mis tentaciones. No me gusta lo que nos llega desde el exterior.

—¿Por ejemplo?

—Esta mañana, en la azotea, encontramos uno de esos artilugios que se utilizan para el control de la natalidad. ¿Qué clase de personas son las que se comportan de esa forma… en un sitio como éste?

—Personas que no creen que sea algo malo, Pater. —Volvió a concentrarse en el
Codex
.

—Creo que así debieron de comportarse los romanos antes de que cayera su civilización. Lo mismo que los griegos y los hebreos. ¿Se da cuenta del paralelismo?

—Procuro no hacerlo —respondió Harry.

Mientras él esperaba fuera de los muros para subir al autocar, la anciana —sin pronunciar una palabra— le puso en la mano el trozo de coral que había encontrado en el mar Rojo. Él empezó a protestar, pero Tamar le tocó el brazo.

Other books

Grid of the Gods by Farrell, Joseph P., de Hart, Scott D.
Deadly Game by Christine Feehan
The Trade by JT Kalnay
American Desperado by Jon Roberts, Evan Wright
Sapphamire by Brown, Alice, V, Lady
Muerte en Hamburgo by Craig Russell