El diamante de Jerusalén (23 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

BOOK: El diamante de Jerusalén
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T
ERCERA
P
ARTE

LA BÚSQUEDA

15
M
EA
S
HE'ARIM

Una mujer atendió el teléfono del despacho de Leslau y le dijo que el profesor no estaba.

—Tengo que hablar con él. Soy Harry Hopeman.

—¿Harry qué?

—Hopeman.

—Ah,
kayn
.

Evidentemente, el nombre no significaba nada para ella.

—¿Puedo encontrarlo en otro número?

—En su casa no tiene teléfono.

—¿Está trabajando en su casa? Déme la dirección, por favor. —Se produjo un silencio—. Le aseguro que él lo considerará importante.

—Rohov Chevrat Tehillim —dijo de mala gana—. Número veintiocho.

—Gracias. ¿Qué parte de la ciudad es?

—Está en Mea She’arim —respondió la mujer.

Hace más de un siglo, un grupo de
hasid
lituanos y polacos se separó del barrio judío de Jerusalén. En las afueras de la Ciudad Vieja construyeron un barrio amurallado que, según se decía, contenía exactamente cien unidades de vivienda, de modo que llegó a ser conocida como «las cien puertas», o Mea She’arim. En la actualidad, la mayor parte de la muralla original ha desaparecido. Superpoblada a lo largo de generaciones para las que el control de la natalidad era un pecado, Mea She’arim se ha convertido en un barrio bajo que es un enjambre de gente y ha rebasado sus límites y dado origen a su alrededor a barrios similares de devotos.

Mientras Harry buscaba Chevrat Tehillim, la calle de la Sociedad del Salmo, vio claros indicios de tutela religiosa. En una pared, un enorme letrero impreso en inglés, hebreo y yidis proclamaba:

¡HIJA JUDÍA!

LA TORAH TE OBLIGA

A VESTIRTE CON RECATO.

NO TOLERAMOS

QUE LA GENTE PASEE

POR LAS CALLES

VESTIDA CON IMPUDICIA.

Comité para la Defensa del Pudor

En la manzana siguiente, otro letrero plurilingüe atacaba al gobierno israelí por permitir que el cuerpo humano, creado por el Altísimo, fuera profanado por autopsias.

No había letreros con los nombres de las calles. Cada calle se parecía a cualquier otra, llena de edificios de piedra con tiendas en la planta baja, debajo de varias plantas de apartamentos. Harry miró a su alrededor con desesperación. Dos niños jugaban a un violento tócame tú, y sus rizos revoloteaban salvajemente mientras corrían. Pasó a su lado una mujer joven cargada con un bulto de ropa para lavar, pero evitó la mirada de él. Vio a un anciano sentado a la sombra de un edificio cercano, vestido con caftán negro y
streimel
. El anciano le indicó la dirección que debía seguir, pero cuando por fin encontró Chevrat Tehillim, los edificios no estaban numerados.

Entró en una tienda que vendía objetos religiosos; su intención era preguntar por el número que buscaba, pero su mirada quedó capturada por unos gorros maravillosamente bordados, y pasó unos minutos eligiendo unos cuantos para el
bar mitzvah
de Jeff. El propietario le dijo que el número veintiocho era el edificio de al lado de la tienda.

—¿A quién busca?

—Al profesor Leslau.

El hombre lo miró con curiosidad.

—En el tercer piso. El apartamento de la izquierda.

La escalera del número veintiocho era estrecha y oscura. Alguien había estado cocinando pescado. Cuando llegó a la puerta de la izquierda del tercer rellano golpeó con los nudillos pues no encontró el timbre. Hubo un largo silencio; en el momento en que golpeó por segunda vez, una voz de mujer preguntó quién era.

—Quiero ver al profesor Leslau.

Un instante después el profesor Leslau abrió la puerta.

—Hopeman. ¿Cómo ha podido conseguir encontrarme aquí?

Harry le habló del hombre de la tienda.

—¿Él le dijo que era este apartamento? —Leslau tensó los labios—. Es un hijo de puta.

Detrás de él, Harry vio a la mujer, que tendría unos cuarenta años. Llevaba un pañuelo atado a la cabeza y su cuerpo desgarbado ocultaba sus formas bajo una bata suelta de color marrón y mangas largas.

—Esta es la señora Silitsky, señor Hopeman.

Ella respondió a la presentación con expresión seria. No llevaba maquillaje. Tenía rostro anguloso, parecido a un gorrión, y nariz afilada.

—Haz pasar al caballero —sugirió.

—Lo llevaré a mi apartamento —anunció Leslau.

—Como quieras.

—Pero después nos veremos, ¿verdad, Rakhel?

Ella asintió.

—Que lo pase bien, señor Hopeman.

—Buenos días, señora Silitsky.

Siguió a Leslau una planta más abajo y entraron en la puerta de la derecha.

—No lo entiendo. ¿Por qué me envió adrede al apartamento que no correspondía?

—Es complicado. —Leslau agitó la mano como si apartara algo que le molestaba—. ¿En qué puedo ayudarle?

El escepticismo de los ojos pardos de Leslau fue desapareciendo lentamente, a medida que escuchaba, para dar paso a un interés creciente y luego a un entusiasmo casi involuntario.

—Un guardián de oro. ¿Qué es lo primero que piensa cuando oye la palabra «guardián»?

—En los querubines dorados que custodiaban el Tabernáculo.

—Totalmente correcto —comentó Leslau suavemente—. Vayamos hasta Ein Gedi.

Tuvieron que caminar cinco manzanas hasta llegar al Volkswagen del profesor.

—¿Por qué no lo aparca más cerca?

—Solía hacerlo. Alguien me cortó los neumáticos.

Pasó junto a ellos el propietario de la tienda en la que Harry había comprado los
yarmulkahs
. Leslau no dijo nada, pero el hombre se volvió y le llamó
noef
rufián.

Cuando llegaron a Ein Gedi recorrieron lentamente la carretera principal, de arriba abajo, buscando un par de colinas que se ajustaran a la descripción del manuscrito. Luego cogieron los caminos secundarios que atravesaban el kibbutz y que pasaban por la escuela al aire libre.

—La ciudad antigua podría haber estado cerca del agua dulce —señaló Leslau—. Las colinas que buscamos estarán al este de los manantiales.

Había dos colinas hacia el noroeste. Un grupo de colinas apiñadas al noreste se extendían hacia las montañas bajas formando un dibujo tan irregular que Harry quedó desconcertado; parecía imposible separar dos colinas cualesquiera del resto. Pero Leslau sacudió la cabeza y señaló.

—Ahí están.

Tuvieron que bajar del coche y caminar unos quinientos metros hasta el pie de la colina más pequeña. La más grande de las elevaciones era unos cuatrocientos metros más baja. El terreno parecía inexplorado y poco singular.

—Podría ser aquí —señaló Leslau—. ¡Si al menos pudiéramos encontrar un querubín! Ahora mismo empezaría a buscar el otro. Oculta en algún lugar entre ellos está
aron hakodesh
, el arca de la alianza.

Embriagados por las posibilidades, casi se olvidaron de comer; pero en el viaje de regreso a Jerusalén, Harry se dio cuenta de que tenía hambre. Comieron en un pequeño café árabe. Al principio cada uno estaba absorto en sus pensamientos y en sus sueños, y apenas hablaron.

Pero cuando llegó el café, Harry miró a Leslau con curiosidad.

—¿Por qué un profesor del seminario de la Reforma vive en Mea She’arim?

Leslau hizo una mueca.

—Cuando llegué a Israel, parecía una idea genial. Quería empaparme de la riqueza del lugar y transmitirla a mis alumnos.

—Los estudiantes norteamericanos no lo comprenderían.

Leslau asintió.

—La religión en Mea She’arim se transmite como una reliquia de familia, exactamente en el mismo estado en que fue recibida. Incluso se ponen exactamente lo mismo que llevaban sus antepasados en Europa. Sus oraciones jamás cambian, ni siquiera en la entonación. Y tampoco su terrible código.

—Eso es lo que hace que el barrio sea pintoresco y encantador —dijo Harry suavemente—. Tienen derecho a vivir como eligen.

—Pero en Mea She’arim todo el mundo tiene que vivir como quiere.

—No existe una ley del hombre ni de Dios que diga que no se le puede decir a un judío religioso, a un
frumer Yid
, que se vaya al infierno. Es la química entre la ortodoxia y los librepensadores lo que mantiene en efervescencia al judaísmo.

—La señora Silitsky y yo mantenemos una relación.

—¿Y? Ese es asunto suyo, David —repuso él en tono cordial.

—Es asunto de Mea She’arim. —El arqueólogo estaba pálido—. Es una
agunah
, una mujer atada.

—¿Una
agunah
? —Una mujer casada cuyo esposo ha desaparecido, pero no puede demostrarse que está muerto. Harry sintió que quedaba lentamente atrapado en un folletín yidis de las páginas del
Jewish Daily Forward
.

—Su esposo, Pessah, desapareció hace dos años. No logra encontrarlo. Según la ley talmúdica, sin el consentimiento de él, ella no puede divorciarse ni casarse de nuevo durante siete años.

—Contrate a un abogado. Llame la atención de las autoridades, como haría en Cleveland.

—En Israel el divorcio no está admitido por las autoridades civiles. Rakhel fue declarada «persona non grata» por los líderes religiosos que ella siguió en otros tiempos. Ellos la rechazaron antes de que yo la conociera.

—¿Qué había hecho?

—Mea She’arim está controlada por sectas como el
Naturei Karta
, los Guardianes de la Ciudad. Creen que Dios creará el verdadero Estado judío sólo después de enviar al verdadero Mesías. Condenan el Israel hecho por el hombre como algo apócrifo. Por eso no pagan impuestos ni envían a sus hijos a escuelas subvencionadas por el Estado. Y no votan. En mil novecientos setenta y tres, el gobierno de Golda Meir tenía problemas graves y ella pidió un voto de confianza para la tarea de su coalición. Rakhel votó por primera vez en su vida.

»Ella y Pessah Silitsky discutían amargamente por eso y por otras cosas. Ella había empezado a comprar periódicos y los leía cuando su esposo no estaba en casa. Con dificultad, y contra su voluntad, había empezado a pensar de una forma nueva y amenazadora.

Leslau dejó escapar una sonrisa.

—Pero podríamos decir que él la abandonó por culpa del
cholent
. Ella prepara un
cholent
maravilloso, a la antigua usanza. Como está prohibido encender o apagar el fuego durante el
Sabbath
, los viernes por la tarde ella pone la carne y las verduras en una olla. Todo se cocina lentamente sobre una lámpara de alcohol durante el viernes por la noche y el sábado, para tener una comida deliciosa al final del
Sabbath
. Un viernes por la noche, mientras ella se iba a la cama, se rompió una pata de la mesa de la cocina y el
cholent
cayó al suelo. Lo peor fue que el alcohol llameante salpicó la alfombra, la pared y las cortinas de la cocina. El esposo de Rakhel salió del dormitorio y la vio luchando por apagar las llamas.

—¿Y?

—Está prohibido apagar el fuego durante el
Sabbath
. —Leslau se encogió de hombros—. Al día siguiente fue a visitarlos su
rebbe
. Le preguntó si su vida había corrido peligro. Ella respondió que no lo sabía. En ese caso, dijo él, había cometido un pecado espantoso. Más aún, a él le habían informado que Rakhel había comprado alimentos en tiendas que no pertenecían al vecindario. Él mismo había certificado que las tiendas de Mea She’arim eran
glat kosher
impecablemente puras. Como ella había comprado los alimentos en otro sitio, en tiendas que el
rebbe
no había inspeccionado personalmente, no podía asegurarle a Pessah Silitsky que su esposa no le había servido
trayfs
, comida que no era
kosher
, en su propia casa.

»Esa tarde, Pessah volvió temprano del trabajo. Guardó unas pocas cosas de valor en una maleta y salió de la casa. Ella no volvió a verlo nunca más.

Se miraron.

—No sabía que aún ocurrían cosas de este tipo —dijo Harry.

Leslau apartó la silla.

—Ocurren en la pintoresca y encantadora Mea She’arim.

—Será bien recibido si se suma a la excavación —señaló Leslau inquieto, mientras paraba el Volkswagen delante del hotel. Harry sacudió la cabeza y luego intentó no tomar a mal el alivio que vio en la mirada del hombre. Leslau le estrechó la mano.

Sabía que el arqueólogo estaba expresando su gratitud. Se sintió incómodo.


Shalom
, David. Me mantendré en contacto con usted.

Tomó una solitaria cena en el comedor del hotel. Cuando subió a su habitación, ésta ya no le pareció un refugio lujoso. Se tendió en la cama y pensó en el gordo Leslau y en su ortodoxa señora Silitsky. Unos inverosímiles Romeo y Julieta. Sin embargo, el idilio de ambos había despertado en Harry sentimientos que lo sorprendieron. Fue más consciente que nunca en su vida de lo solo que estaba.

Llevado por el impulso, llamó por teléfono a su esposa.

No obtuvo respuesta. En Nueva York era media mañana; Della quizás estaba haciendo compras. O tal vez estaba con otra persona, en un apartamento que él no había visto nunca. Analizó la idea como quien se toca una muela careada con la lengua. Se habría sentido mejor si le hubiera dolido.

Un rato después cogió el listín telefónico de Jerusalén y buscó el número de Strauss, Tamar.

Ella pareció sorprendida al oírlo.

—¿Puedo ir a verte?

—Estoy trabajando, preparándome para volver al trabajo mañana mismo.

—Aún no has terminado las vacaciones.

—En este momento no te resulto útil. ¿Por qué iba a agotar las vacaciones?

—Haz un viaje conmigo. Enséñame Israel.

—¿Eh? —vaciló—. No creo que quiera hacerlo.

—Eso significa que no estás segura de no querer. Deja que vaya a verte. Podemos hablar de ello.

Ella aceptó casi con indiferencia.

En mitad de la noche se despertó y descubrió que sus cuerpos encajaban uno en el otro como dos cucharas. Se aferró a la realidad deslizando la mano por debajo de un pecho de la joven.

Ella se movió.

—¿Qué? —dijo, y se quedó callada.

—¿Harás algo por mí?

Medio dormida, ella empezó a complacerlo, y él se echó a reír.

—No es eso. Quiero que les pidas a ellos que busquen a un hombre llamado Pessah Silitsky.

Ella se incorporó y lo miró.

—¿No puedes esperar a que sea de día?

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