El día que Nietzsche lloró (46 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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—Temo, Friedrich, que esta confesión pueda costarme nuestra amistad. Ruego porque no sea así. Créame, por favor, que confieso impelido por la devoción, porque no puedo soportar la idea de que se entere a través de otra persona de lo que voy a contarle, no puedo soportar la idea de que se sienta traicionado por cuarta vez en su vida. —El rostro de Nietzsche adoptó la gélida inmovilidad de una máscara mortuoria. Contuvo el aliento mientras Breuer iniciaba la confesión—. En octubre, unas cuantas semanas antes de conocernos, pasé unas breves vacaciones con Mathilde en Venecia y un día encontré una extraña nota en el hotel.

Metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta, Breuer entregó a Nietzsche la nota de Lou Salomé. Observó cómo se dilataban, incrédulos, los ojos de Nietzsche, a medida que leía.

21 de octubre de 1882

Doctor Breuer:

Quisiera verle por un asunto muy urgente. El futuro de la filosofía alemana depende de ello. Le espero mañana a las nueve de la mañana en el café Sorrento.

Lou Salomé

Sosteniendo la nota en su mano temblorosa, Nietzsche dijo, tartamudeando:

—No entiendo. ¿Qué... qué...?

—Póngase cómodo, Friedrich, pues es una historia larga y tengo que contársela desde el principio.

Durante los veinte minutos siguientes, Breuer refirió toda la historia: las veces que había visto a Lou Salomé, el hecho de que ésta estuviera enterada del tratamiento de Anna O. a través de su hermano Jenia; la petición de que ayudara a Nietzsche; y la aceptación de Breuer.

—Se estará preguntando, Friedrich, si un médico habrá aceptado alguna vez una consulta tan extraña. De hecho, cuando recuerdo mi conversación con Lou Salomé, me resulta difícil creer que pudiera aceptar. ¡Imagínese! Me estaba pidiendo que inventara un tratamiento para un mal sin precedentes clínicos y que lo aplicara de manera subrepticia a un paciente que no lo pedía. Pero, no sé cómo, me persuadió. De hecho, se consideraba socia en la empresa y, en nuestro último encuentro, me exigió un informe sobre el progreso de "nuestro" paciente.

—¿Cómo? —exclamó Nietzsche—. ¿La ha visto hace poco?

—Apareció en mi consultorio, sin pedir hora, hace unos días, insistiendo en que le suministrara información acerca del progreso del tratamiento. Por supuesto, no le informé de nada y se fue muy enfadada.

Breuer continuó el relato, revelando todo lo que había percibido durante las conversaciones entre médico y filósofo: sus frustrados intentos de ayudar a Nietzsche, el hecho de saber que el segundo ocultaba su desesperación por la pérdida de Lou Salomé. Le contó también su plan básico: fingiendo que buscaba tratamiento para su propia desesperación, podía retener a Nietzsche en Viena.

Nietzsche saltó ante aquella revelación.

—¿De modo que todo ésto ha sido una farsa?

—Al principio lo fue —reconoció Breuer—. Mi plan era "manipularle", hacerme pasar por un paciente que cooperaba mientras, poco a poco, invertía los papeles y lo convertía a usted en paciente. Pero la verdadera ironía ocurrió cuando me convertí en mi personaje, cuando mi impostura (fingirme paciente) se hizo realidad.

¿Qué más quedaba por decir? Breuer buscó otros detalles en su mente, pero no encontró ninguno. Lo había confesado todo.

Con los ojos cerrados, Nietzsche inclinó la cabeza y se la cogió con ambas manos.

—Friedrich ,¿se encuentra bien? —le preguntó Breuer, afligido.

—¡La cabeza! Veo destellos. ¡En los dos ojos! Breuer recuperó la profesionalidad en el acto.

—Se está produciendo una migraña. En esta etapa, podemos detenerla. Lo mejor es cafeína y ergotamina. ¡No se mueva! Volveré enseguida.

Saliendo a toda prisa de la estancia, corrió escaleras abajo hasta el mostrador central de las enfermeras y de allí a la cocina. Regresó a los pocos minutos con una taza, una cafetera llena, agua y unas pastillas.

—Primero, tómese estas píldoras: ergotamina y sales de magnesio para proteger el estómago. Luego, quiero que se beba todo el café.

Una vez Nietzsche se hubo tomado las píldoras, Breuer le preguntó:

—¿Quiere acostarse?

—¡No, no, tenemos que acabar esto!

—Apoye la cabeza en el respaldo. Dejaré la habitación a oscuras. Cuantos menos estímulos visuales reciba, mejor.

—Breuer bajó las persianas de las tres ventanas y luego preparó una compresa de agua fría, que puso sobre los ojos de Nietzsche. Permanecieron callados en la penumbra durante unos minutos. Luego Nietzsche habló en voz muy baja.

—Todo ésto es muy artificial, Josef, esta relación nuestra es muy artificial, muy insincera, doblemente insincera.

—¿Qué otra cosa podía hacer yo? —Breuer hablaba con voz suave y lenta, para no estimular la migraña— . Quizá, en el primer momento, tendría que haberme negado a aceptar. ¿Debería habérselo confesado antes? ¡Pero usted se habría marchado para siempre! —No hubo respuesta—. ¿No es así?

—Sí, habría cogido el primer tren que saliera de Viena. Pero usted me mintió. Me hizo promesas...

—Y he cumplido todas mis promesas, Friedrich. Prometí ocultar su nombre y lo he hecho. Y cuando Lou Salomé me preguntó por usted (en realidad, sería más exacto decir que me exigió información), me negué a hablar. Ni siquiera le dije si le seguía viendo. Y también cumplí otra promesa, Friedrich. ¿Recuerda que le dije que, cuando estaba en coma, usted pronunció unas frases? —Nietzsche asintió—. La otra frase que usted dijo fue: "¡Ayúdeme!". La repitió una y otra vez.

—"¡Ayúdeme!" ¿Yo dije eso?

—Una y otra vez. Siga tomando café, Friedrich.

Nietzsche había vaciado la taza. Breuer se la volvió a llenar.

—No recuerdo nada. Ni "Ayúdeme" ni esa otra frase, "No hay abertura". No era yo quien hablaba.

—Pero era su voz, Friedrich. Una parte de usted me hablaba y yo le prometí que le ayudaría. Y nunca he faltado a esa promesa. Beba más café. Cuatro tazas. —Mientras Nietzsche se tomaba el café, Breuer acondicionaba la compresa sobre su frente—. ¿Cómo está su cabeza? ¿Ve destellos? ¿Quiere que dejemos de hablar y así podrá descansar?

—Estoy mejor, mucho mejor —dijo Nietzsche con voz débil—. No, no quiero que nos detengamos. Me causaría más agitación que hablar. Estoy acostumbrado a trabajar cuando me siento así. Pero antes déjeme relajar los músculos de las sienes y el cuero cabelludo. —Durante tres o cuatro minutos su respiración fue lenta y profunda; al mismo tiempo, iba contando en voz baja. Luego, Nietzsche volvió a hablar—. Así está mejor. A menudo cuento la respiración e imagino que mis músculos se relajan con cada número. A veces, sólo me concentro en la respiración. ¿Se ha fijado en que el aire que se inhala siempre es más fresco que el que se exhala?

Breuer lo observó y esperó. "¡Menos mal que ha empezado a tener migraña!", pensó. "Eso, al menos, le obliga, aunque sea por poco tiempo, a quedarse donde está." La compresa ocultaba el rostro de Nietzsche de modo que sólo su boca quedaba al descubierto. Le tembló un instante el bigote, como si estuviera a punto de decir algo, y luego, al parecer, lo pensó mejor.

Nietzsche sonrió.

—Usted pensaba en manipularme y yo, por mi parte, creía que lo estaba manipulando a usted.

—Pero, Friedrich, lo que empezó siendo una manipulación ha acabado convirtiéndose en sinceridad.

—Y detrás de todo estaba Lou Salomé, en su pose predilecta: empuñando las riendas, látigo en mano, y controlándonos a los dos. Usted me ha dicho muchas cosas, Josef, pero ha omitido algo.

Breuer extendió las manos, las palmas hacia arriba.

—Se lo he contado todo, no tengo nada más que ocultar.

—¡Sus motivos! Sus motivos para hacer: esta intriga, esta tortuosidad, el tiempo consumido, la energía. Usted es un médico muy ocupado. ¿Por qué ha hecho todo esto? ¿Por qué aceptó involucrarse en algo semejante?

—Es una pregunta que me he hecho muchas veces —dijo Breuer—. No sé la respuesta, salvo que lo hice para complacer a Lou Salomé. De alguna manera, me hechizó. No pude negarme.

—Sin embargo, se negó a proporcionarle información sobre mí la última vez que apareció en su consultorio.

—Sí, pero entonces ya le había conocido a usted, le había hecho promesas. Créame, Friedrich, no le gustó.

—Le felicito por haber sido capaz de no ceder. Hizo algo que yo nunca he podido hacer. Pero dígame. Al principio, en Venecia, ¿cómo le hechizó?

—No estoy seguro de poder responderle. Sólo sé que, media hora después de encontrarme con ella, me sentía incapaz de negarle nada.

—Sí, ese mismo efecto tenía sobre mí.

—Tendría que haber visto con qué decisión se dirigió a mi mesa en el café.

—Conozco esa forma de andar —dijo Nietzsche—. Su marcha imperial romana. No se molesta en comprobar si hay obstáculos, como si nada pudiera interponerse en su camino.

—Sí, ¡y qué aires de indiscutible seguridad! Además, se caracteriza por la libertad: en sus ropas, su pelo, su vestido. Libre por completo de todo convencionalismo.

Nietzsche asintió.

—Sí, su libertad es increíble, admirable. Es algo que podríamos aprender de ella. —Movió la cabeza con lentitud y pareció satisfecho al notar que no sentía dolor—. Muchas veces he pensado en Lou Salomé como en una especie de mutación, sobre todo si se tiene en cuenta que su libertad floreció en medio de un denso bosquecillo burgués. Su padre era un general ruso, ¿sabe? —Miró de repente a Breuer—. Imagino que enseguida adoptó un talante muy personal con usted, ¿no es cierto? ¡Seguro que le sugirió que la llamara por su nombre de pila!

—Así es. Y me miraba a los ojos y me tocaba la mano mientras hablábamos.

—Ah, sí, eso me resulta muy familiar. La primera vez que nos vimos, Josef, me desarmó del todo al cogerme del brazo cuando yo ya me iba y ofrecerse a acompañarme al hotel.

—¡Conmigo hizo lo mismo!

Nietzsche se puso rígido, pero siguió hablando.

—Me dijo que no quería dejarme tan pronto, que tenía que pasar más tiempo conmigo.

—A mí me dijo lo mismo, Friedrich. Y luego le molestó que le dijera que a mi mujer podría no gustarle verme caminando con una joven.

Nietzsche rió entre dientes.

—Sé cómo debió de reaccionar ante eso. Ella no ve con buenos ojos el matrimonio convencional: considera que es un eufemismo que designa la esclavitud femenina.

—¡Las mismas palabras que utilizó conmigo!

Nietzsche se hundió en su asiento.

—Se burla de todos los convencionalismos, excepto de uno: cuando de hombres y sexo se trata, es tan casta como una carmelita.

Breuer asintió.

—Sí, pero creo que quizá no interpretamos bien los mensajes que envía. Es una muchacha, una niña, inconsciente del impacto que su belleza causa en los hombres.

—En eso no estoy de acuerdo con usted, Josef. Tiene plena conciencia de su belleza. La emplea para dominar a un hombre, para apoderarse de él, y luego pasa al siguiente.

Breuer continuó.

—Además, se burla de los convencionalismos de forma tan encantadora que uno no puede por menos de ser su cómplice. Me sorprendí a mí mismo aceptando leer una carta que Wagner le había escrito a usted, pese a que yo sospechaba que ella no tenía derecho a poseerla.

—¿Qué? ¡Una carta de Wagner! Nunca me he dado cuenta de que me faltara ninguna. Debió de cogerla durante su visita a Tautenberg. ¡Es capaz de cualquier cosa!

—Incluso me enseñó algunas de sus cartas, Friedrich. Enseguida me convirtió en su confidente. — Breuer supo que al decir esto encaraba el mayor riesgo de todos.

Nietzsche se levantó de un brinco. La compresa fría cayó de sus ojos.

—¿Le enseñó mis cartas? ¡Qué arpía!

—Por favor, Friedrich, va a acabar provocando la migraña. Tome, bébase esta última taza de café y luego apoye la cabeza en el respaldo, para que pueda colocarle de nuevo la compresa.

—Muy bien, doctor, en estos asuntos sigo su consejo. Pero creo que el peligro ha pasado: ya no tengo destellos. Su droga debe de haber surtido efecto.

Nietzsche bebió de un trago el café tibio que quedaba—. Ya está, ya me lo he acabado. Basta de café. ¡Hoy he bebido más café que en seis meses! —Inclinando la cabeza, le entregó la compresa a Breuer—. Ya no la necesito. El ataque ha desaparecido. ¡Sorprendente! Sin su ayuda, hubiera progresado y me habría infligido varios días de tormento. Es una pena —añadió, mirando a Breuer de reojo— que no pueda llevármelo conmigo. —Breuer asintió—. Pero ¿cómo se atrevió Lou a enseñarle mis cartas, Josef? ¿Y cómo pudo usted leerlas? —Breuer abrió la boca, pero Nietzsche levantó la mano para indicarle que permaneciera en silencio—. No es necesario que conteste. Entiendo su posición, incluso que se sintiera halagado por el hecho de que ella le hubiera elegido como su confidente. Yo tuve una reacción idéntica cuando ella me enseñó las cartas de amor de Rée y de Gillot, uno de sus maestros en Rusia, que también se enamoró de ella.

—Aun así —dijo Breuer—, a usted debe de resultarle doloroso. Yo me sentiría desolado si me enterara de que Bertha ha compartido nuestros momentos más íntimos con otro hombre.

—Es doloroso. Sin embargo, resulta un buen remedio. Cuénteme todo lo demás de su reunión con Lou. ¡No me esconda nada!

Breuer entendió entonces por qué no había contado a Nietzsche la fantasía que había tenido al caer en trance y en la que había visto a Bertha paseando con el doctor Durkin. Aquella fuerte experiencia emocional le había liberado de ella. Y eso era precisamente lo que necesitaba Nietzsche: no la descripción de la experiencia de otro, ni una comprensión intelectual, sino su propia experiencia, lo bastante fuerte para arrancar de un tirón los significados ilusorios que había atribuido a aquella rusa de veintiún años.

¿Y qué experiencia más poderosa para Nietzsche que el que otro hombre contara que Lou Salomé le había hechizado con los mismos artificios que había utilizado para seducirlo a él? Para ello, Breuer había buscado en su memoria hasta el detalle más ínfimo relacionado con ella. Había empezado reproduciendo ante Nietzsche las palabras de Lou Salomé: su afán de convertirse en su discípula y protegida, sus zalamerías y su deseo de incluir a Breuer en su colección de cerebros privilegiados. Había descrito sus actos: sus pavoneos; su forma de girar la cabeza primero hacia un lado, luego hacia el otro; su sonrisa; su adorable aspecto; el movimiento de su lengua al humedecerse los labios; el roce de su mano al ponerla sobre la de él.

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